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Me propone Rodrigo Gómez Lorente que escriba unas líneas sobre qué entiendo por güelfo. ¿Sigue siendo tan ambiguo e indeterminado este término como hace ocho siglos, cuando servía para distinguir en las ciudades italianas a los partidarios del poder temporal del Papa frente al del Emperador sostenido por los gibelinos? ¿Qué podría añadir que no haya explicado mejor que nadie Enrique García-Máiquez, el mayor de nuestros güelfos (blancos)?

En una columna publicada en el Diario de Cádiz (¡hace ya diez años!) Máiquez delineaba las bases de un renovado programa güelfo. Aunque hayan sucedido muchas cosas entretanto, creo que mantienen una vigencia que invita todavía a la reflexión matizada.

Recordemos brevemente su argumentación. Para el güelfo blanco de hoy la ciudad-estado italiana debería transmutarse en el estado-ciudad europeo que, bien lejano de una versión globalista, constituiría el antídoto patriótico de las veleidades nacionalistas propias de los güelfos negros. Las dos espadas, temporal y espiritual, tendrían que colaborar unidas, pues ambas tienen por fin la restauración del buen gobierno, la autoridad y la trascendencia. Como en el siglo XIII, debería asimismo recuperarse la filosofía tomista, es decir, un sano realismo que garantice el ejercicio natural de la razón. Una imagen es decisiva para García-Máiquez: «Los símbolos: la bandera sería la blanca de todos los contrarrevolucionarios». La genealogía cultural enlaza desde el comienzo los lugares más queridos del conservadurismo humanista: el Dante de T. S. Eliot.

Inactuales, no anacrónicos

Enrique García-Máiquez

Nada de utopía contenía esta propuesta; la aguda conciencia del realismo comprende que la victoria está hecha de la materia de las derrotas. Dante tal vez no fuese un güelfo más sereno sino en la etapa desolada y desengañada de su exilio, en que su inclinación gibelina conservaba una fidelidad original a lo que no había alcanzado su partido. Los güelfos siempre se han caracterizado por ser inactuales, no anacrónicos. No cabría sino combatir (en) el presente. García-Máiquez lo resume con un lema: «Conservador en lo que todavía te dejen; reaccionario, en lo que no».

De aquel artículo quiero destacar la intuición de que no basta la dimensión política y cultural de la actividad humana. Es preciso subrayar la raíz espiritual de toda acción que se acoja a la Tradición. Por ello, el güelfo blanco también debería de considerar dar un paso atrás, para tomar impulso y no como una mera reacción defensiva, y remontar del siglo XIII al siglo XII, del nacimiento de la Universidad y el desarrollo económico de las ciudades a la culminación de la vida monacal. Con su ejemplo paciente, la memoria del Císter señala los límites a los abusos de cualquier élite de poder, así como proporciona el humus intelectual y religioso que ha permitido siempre a la Iglesia enfrentarse a las herejías que nunca han dejado de minar su espacio universal.

Entre uno y otro siglo de la Edad Media más luminosa, modernos en germen, veo reflejadas las paradojas y las antítesis que marcan los fines revolucionarios de nuestra modernidad tardía.

He denominado «stilnovismo claravalense» a la tarea de trazar la cartografía superpuesta de ambas épocas, en alusión simultánea a la renovación poética italiana del siglo XIII y al esplendor del pensamiento monástico en el siglo XII. Junto al realismo metafísico no debería olvidarse el cultivo de una gramática escatológica – el cultivo de la palabra poética y la experiencia de una nueva creación-. Ambos sostienen la aventura del orden contra las tentaciones apocalípticas y milenaristas que han asaltado una y otra vez la imaginación occidental.

Un futuro que no olvida

San Bernardo de Claraval

Asentados en su tradición, los güelfos desean así anticipar el futuro que saben que el pasado contiene. No es lícito renunciar a liberar sus energías de las cárceles del presente. Contra el historicismo, leamos el pasado como una deuda cultural contraída con el futuro.

Me sigue impresionando que en el Paraíso Dante encuentre su nuevo Virgilio en san Bernardo de Claraval. Es evidente que el Infierno goza, por defecto, de las simpatías de los lectores. Nuestra experiencia cotidiana es la de caminar perdidos en una selva oscura entre violentos, ladrones y traidores. Batallamos contra ellos sin querer admitir en el fondo lo que está anunciado en su puerta: Lasciate ogni speranza. ¿Cómo es posible soportarlo? Atravesando los ríos Leteo y Eunoé, donde se renuevan las buenas acciones, Dante logra ascender, guiado por el amor de Beatriz, hasta el último cielo. En compañía del abad de Claraval, el poeta alcanza entonces el atisbo moral y trascendente de su verdad última que no había dejado de acompañarle en todo el camino: «Me hizo señas Bernardo, y sonreía, / porque mirase arriba; mas yo era / ya por mí mismo tal cual él quería; // pues mi mirada, haciéndose sincera, / más y más por el rayo penetraba / de la luz en sí misma verdadera» (Par. XXXIII, vv. 49-54).

La bienaventuranza no sería así solamente la recompensa eterna de una vida buena. Por encima de todo, transfiguraría la desesperación provocada por la mediocridad y la maldad cotidianas. Buscar el Reino de Dios y su justicia equivaldría a buscar lo esencial que da todo lo demás por añadidura. Con su ministerio de iniquidades a cuestas, el presente habría cumplido su misión de hacer posible el tránsito del pasado al futuro.

En un pasaje incandescente de El mendigo ingrato, Léon Bloy se encaró con san Bernardo por haber renunciado a liderar la Segunda Cruzada y volverse a su monasterio. Nada importaba que la expedición hubiera fracasado tanto si hubiera ido como si no: «Pidió al Papa ser librado de la ‘fantasía de los hombres’. ¿No hubiera debido pedirle a Jesucristo, más bien, que librara a los hombres de su propia fantasía?». En cambio, Thomas Merton sospechaba que Bernardo no fue jamás más él mismo que al predicar en Vézelay. Si a los lectores de Centinela no les resulta fatigoso, dejaré para otra ocasión hablar de una batalla cultural como aquella continuando esta clave blanca de güelfo inactual esbozada rápidamente hasta aquí.