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Hay una corriente que no analizan los estudios actuales sobre movimientos populares. Es una corriente incómoda y difícil de clasificar para quienes contemplan la Historia como una línea recta que deja atrás la oscuridad y asciende hacia el Progreso. En esa quimérica línea recta siempre son los de abajo quienes luchan por liberarse del yugo de quienes ostentan en cada momento el poder político, económico o religioso.

Sin embargo, en esta película surgen unos tipos extravagantes que echan por el suelo esta narrativa emancipadora y chupi-piruli. Son gente ruidosa, vociferante y tumultuaria. No son los peones bien pagados de los reyes y obispos. Al revés, son los de abajo que se erigen en comunidad política y exigen a los reyes, a los obispos y al mismísimo Papa de Roma más decisión, más coraje, más mano dura. Un “marxismo” que -como en la película de Groucho– pide más madera. Son, como dice Leiva en su canción, “lo más rock & roll de por aquí”. Y no les mueve el poder ni la gloria, sino la convicción de encontrarse en el lado bueno de la Historia.

Aquí os dejamos tres cuadros que son el contrapunto a La Libertad guiando al pueblo, de Delacroix. Tres momentos que resuenan como una risotada en el solemne Museo de la Historia progre. Pasen y lean.

La Cruzada Popular

Ante la petición de auxilio del emperador de Bizancio, el papa Urbano II hizo en el año 1095 una llamada a la nobleza europea para combatir al enemigo musulmán y conquistar Tierra Santa. Mientras las distintas cortes hacían los preparativos para una campaña militar de esa magnitud, Pedro el Ermitaño no pudo esperar y optó por tirar por el camino de en medio. Vestido como un asceta, con una sencilla túnica de lana y sandalias, recorrió Europa comunicando la decisión de la Santa Sede y animando al pueblo llano a marchar hacia Jerusalén. Decenas de predicadores itinerantes se unieron a este Jeremías y llevaron la noticia a todos los rincones del viejo continente.

Una enorme ola de entusiasmo y fervor recorría Europa. Y, como consecuencia, una masa de gente inició una peregrinación hacia el este. Muchos se les unían en los pueblos por los que pasaban. Urbano II intentó prohibir que mujeres, niños, monjes y enfermos se unieran, pero no le hicieron caso. Se estima que hasta cuarenta mil pobres y campesinos integraron la hueste. La movilización contó con la ayuda del caballero Gautier Sans Avoir (Walter el Indigente o Gualterio Sin Blanca). Los fieles se cosieron cruces rojas en sus vestimentas y se echaron a caminar sin comida, sin logística y… sin reconocimiento papal. Por no llevar, no llevaban ni armas. Quien más tenía era una herramienta del taller, un garrote o algún útil de labranza.

Pedro el Ermitaño predicando la cruzada a las masas. Grabado basado en una pintura al óleo de James Archer, 1883.

En su ruta pedían limosna o hacían pequeños trabajos para ganarse unos duros. Y, cuando todo fallaba, no eran pocos los que recurrían al robo o al saqueo. Algunos nobles les ayudaron en su camino, apiadados por su fe y su determinación. Otros señores los hostigaron para expulsarlos de su territorio, preocupados por las noticias que les precedían. Además, amparados por la masa, grupos de descontrolados aprovecharon para dar rienda suelta a sus bajas pasiones y masacrar las comunidades judías de los burgos que atravesaban. Y es que en esa peregrinación variopinta entre los devotos y mártires también había delincuentes y buscavidas.

Lo que con el tiempo se conocería como la Cruzada Popular o Cruzada de los Vagabundos, acabó llegando -de forma casi milagrosa- hasta la frontera del imperio turco, que en esos momentos dominaba Jerusalén. Allí, la turba enardecida no quiso escuchar a Pedro el Ermitaño, que aconsejaba esperar hasta que llegaran los nobles cristianos. Así, una masa de campesinos cargó contra el ejército regular turco. Consiguieron una victoria inicial, pero después fueron aplastados.

La Cruzada de los Príncipes (que partió más tarde) tuvo mejor éxito y reconquistó tierra Santa. La historia no la escriben los iletrados. Probablemente por eso a la cruzada de los pobres no se le asignó un número y la que pasó a las crónicas como la Primera Cruzada fue la dirigida por la nobleza.

El movimiento patarino

En los inicios del segundo milenio el Papa (la Iglesia) y el Emperador pugnaban para elegir los obispos. El poder temporal se mezclaba con el poder religioso. Se daban las circunstancias necesarias para que arribistas de todo tipo se acercaran a las instituciones eclesiásticas para medrar socialmente. Las grandes familias de toda Europa intrigaban para que sus vástagos ocuparan las plazas obispales e incluso la Santa Sede. El grano se mezclaba con la paja. Así, se extendieron las prácticas de la simonía (tráfico mercantil de cargos eclesiásticos) y el concubinato de los clérigos sin verdadera vocación.

En paralelo, surgieron por todo el territorio europeo nuevas órdenes que invitaban a la santidad, la pobreza e incluso a la clausura. También aparecieron santos eremitas por todas partes y la población se contagió de un fervor religioso.

En este contexto, estalló en Milán una revuelta popular de los llamados “patarinos” que exigían una regeneración y un retorno a los valores apostólicos.

Tras la muerte del arzobispo milanés se produjo una disputa por la elección de su sucesor entre la misma ciudad de Milán y el Emperador. Ganó este último y nombró a Guido de Velatte, que era el candidato de la nobleza feudal local.

Este acto fue un golpe duro para los milaneses, que no veían con buenos ojos al elegido. La reacción no se hizo esperar y los diáconos y miembros del bajo clero hicieron un llamamiento que fue seguido por el pueblo llano, el artesanado y los pequeños comerciantes.

Para que comprendamos bien la importancia del origen de la sublevación, debemos resaltar que Milán era un enclave comercial internacional de primer orden. Y, por tanto, allí se congregaban la flor y nata de la nobleza italiana y los grandes comerciantes de todas las religiones y nacionalidades.

El asesinato del diácono Arialdo, líder de la pataria.

Pues fue precisamente en Milán (y no en otra ciudad -digamos- más piadosa o ascética) donde los de abajo cogieron las antorchas y fueron a hacer visitas nocturnas a los eclesiásticos disolutos para obligarles a abandonar sus concubinas. Era allí donde más se había pervertido el espíritu cristiano porque era una de las plazas donde más flujo de dinero y más tráfico de influencias había.

“Los patarinos, rebeldes milaneses a los que se llamará harapientos y traperos, quieren una Iglesia santa con hombres santos a su cabeza”, escribe Angela Pillicciari en Una historia de la Iglesia.

Como no podía ser de otra manera, los beneficiarios del sistema corrupto (las grandes familias y los clérigos indignos) lanzaron sus fuerzas armadas contra los insurrectos. “En el 1057 Milán se rebela y se forma una alianza inédita entre el pueblo y la Santa Sede, que cuenta con Roma a favor de la reforma y con Alejandro II que en 1063 envía a los patarinos el estandarte de San Pedro”, sigue Pillicciari.

Netflix no hará una película pseudohistórica sobre estos sucesos, pero lo que ocurrió en Milán fue el levantamiento del pueblo sencillo contra el alto clero y la nobleza… no para liberarse de ningún yugo, sino para exigir hombres virtuosos a la cabeza de la Iglesia.

La Revuelta de los Malcontents

La Revuelta de los Malcontents (Agraviados) fue un episodio protagonizado por los realistas puros que se sublevaron en Cataluña frente a la política reformista de Fernando VII durante la segunda restauración de la monarquía tradicional (1823-1833, denominada Década Ominosa por los liberales). Ellos se referían a sí mismos como “ultras”. Los liberales les llamaban “apostólicos”.

El Trienio Liberal (1820-1823) terminó con el levantamiento realista, apoyado por los Cien Mil Hijos de San Luis. Este ejército francés cruzó los Pirineos y llegó tan ricamente hasta Cádiz. Los mismos españoles que en 1808 se habían alzado en armas contra el ejército invasor de Napoleón (y sus ideas revolucionarias) aplaudieron desde la cuneta a estos nuevos franceses como si fuera el Tour.

Tras la victoria, Fernando VII disolvió las Cortes, abolió la Constitución y restableció la monarquía. El rey anuló los actos de las Cortes: devolvió las diócesis a los obispos expulsados, los conventos a los religiosos proscritos y el diezmo a la Iglesia. Pero se negó a reinstaurar el Santo Oficio, a pesar de las peticiones recibidas de universidades, concejos, monasterios e incluso generales.

En esos momentos la Inquisición tenía mucho prestigio entre el pueblo cristiano. Veía a sus doctores como un antivirus frente a las doctrinas nocivas y subversivas que llegaban del extranjero. Tal vez el monarca temiera ese contrapoder o tal vez se plegó a las peticiones de sus aliados de la Santa Alianza, que en sus respectivos países habían desmantelado el Santo Oficio y abogaban por la restauración de la monarquía absoluta pero en una modalidad más suavizada.

Según expone Menéndez Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles, después de la purga política de rigor contra los liberales, “la tarea de Fernando VII consistió más bien en refrenar que en alentar el entusiasmo popular”. El rey “comenzó a mirar con desconfianza y tedio a sus más acrisolados servidores, a los más fieles adalides del altar y del trono, y, divorciado cada vez más del sentimiento público, no acertó a restaurar la tradicional y venerada monarquía española, sino a entronizar cierto absolutismo feroz, degradante, personal y sombrío”. Fernando VII llegó a dar entrada en sus consejos a los afrancesados y a los amigos del despotismo ilustrado.

El bando realista se dividió. Apareció una rama moderada, colaboradora de Fernando VII, y otra “pura” o “ultra”, que pedía mano dura contra la infiltración ilustrada. Esta rama protagonizó, en la primavera de 1827, la revuelta de los malcontents. Fue impulsada por los voluntarios realistas, que contaron con una masa civil de campesinos y artesanos a modo de contingente principal. Las fuerzas rebeldes tuvieron un éxito considerable, sobre todo en la Cataluña interior, donde tomaron rápidamente varias ciudades. Este éxito no se debió a que los sublevados tuvieran una gran fuerza militar, sino a que la población les apoyaba y los clérigos locales simpatizaban con ellos. Otros “agraviados” se levantaron en pequeños grupos en Aragón, el País Vasco, Córdoba y el Maestrazgo. 

En Manresa, capital de la rebelión, se empezó a publicar el periódico El Catalán realista, en el cual aparece el lema de la insurrección: “Viva la Religión, viva el Rey absoluto, viva la Inquisición, muera la Policía, muera el Masonismo y toda la secta impía”.

En un primer momento, los realistas confiaron en la persona del rey, creyendo que sus políticas “blandas” se debían a que su gobierno y la Administración estaban infiltrados por revolucionarios y masones. Pero tras el viaje de Fernando VII a Cataluña para exigirles personalmente que depusieran las armas, los sublevados empezaron a comprender que el rey no representaba ya los verdaderos ideales de la monarquía hispánica. Podía tener la legitimidad de origen o nacimiento, pero no la de espíritu. Su hermano, Carlos María Isidro de Borbón, encarnaba mejor esos valores.

Así, en la “Cataluña profunda” se produjo una especie de 15-M tradicionalista. Si se me permite decirlo así, se mezcló el “no nos representa” con el “monarquía real ya”.

La rebelión había contado con el apoyo del clero catalán, que la había alentado y legitimado. ​Pero en cuanto llegó el rey a Tarragona, la mayoría de los obispos cambiaron de bando, condenaron a los “agraviados” e hicieron llamamientos para que cesara la guerra.

Uno de los líderes de la revuelta, Narcís Abrés, “Pixola”, denunció el cambio de posición de los obispos catalanes sobre la revuelta: ​

“Tiempo es ya de romper mi silencio para vindicarme… de la calumnia con que nos acusan todos los obispos del Principado en sus respectivas pastorales, atribuyendo nuestros heroicos hechos a ser obra de sectarios jacobinos… Alguno de estos mismos prelados saben bien que [a] los que ahora llaman cabecillas desnaturalizados nos hicieron saber palpablemente que el rey se había hecho sectario, y que, si no queríamos ver la religión destruida, debía elevarse al trono al infante don Carlos. […] Y ¿qué es lo que han hecho? Dejarnos en la estacada sin salir en nuestra ayuda los que estaban conformes, porque ven el peligro y no quieren exponerse a perder sus pingües prebendas y destinos”.

Algunas ciudades se rindieron voluntariamente, pero la revuelta no cesó y la mayor parte del clero de a pie siguió del lado realista. Finalmente, la rebelión fue sojuzgada y sus líderes fusilados. Cientos de “agraviados” fueron condenados a penas de prisión o deportados a Ceuta. Los curas más comprometidos fueron recluidos en conventos muy alejados de Cataluña. La misma suerte corrió Josefina de Comerford, la gran animadora de la revuelta. “La Juana de Arco carlista”, como se le conoció, fue confinada en un convento de Sevilla.

Ahí donde la Santa Alianza y la mayoría de los obispos habían optado por el pragmatismo, los malcontents no se conformaron y siguieron pidiendo a gritos más Inquisición.

Los sin nombre

La Historia está atravesada por movimientos populares que no se conforman con la posición tomada por reyes y obispos y algunos pueden ser incluso más papistas que el Papa. Es una de corriente de fondo que emerge en momentos críticos, bajo diferentes apariencias y diferentes nomenclaturas, para reequilibrar el juego. A veces gana la partida. A veces evita que todas las fichas se escoren a un lado de la mesa. Otras veces simplemente quiere dar una patada al tablero.

La Cruzada de los Pobres puede verse como la vanguardia popular de una Cristiandad que toma conciencia de un proyecto político común. La revuelta patarina es un movimiento de base que buscaba regenerar las instituciones eclesiásticas en un momento en el que había una íntima comunión entre la vida civil y la religiosa. La revuelta de los malcontents se sitúa en la dinámica Revolución / Contrarrevolución y es uno de los últimos actos de resistencia de un mundo que termina.

Orillados por los cronistas de los dignatarios por ser plebeyos que han osado ir por libre. Censurados por los otros por ser “reaccionarios” o “fanáticos”. Ante nuestros ojos emergen unos personajes excluidos y sin nombre que tanto pueden escribir renglones torcidos como versos libres.

Idealistas, coherentes, mártires, exaltados, héroes, fieles, hiperventilados, rebeldes, revoltosos. Con sus luces y sombras, el mosaico de inconformistas y ultrapapistas es muy rico en matices. En este artículo hemos ofrecido solo algunos mimbres. Ojalá pronto algún historiador nos traiga el cuadro de todo el cesto.