Si ETA lo llega a saber, los mata. Nos referimos a aquellos que, desde dentro de la banda, contribuyeron a su derrota, no importa el motivo. Porque los había de distinto tipo: por cumplimiento patriótico del deber, por afán de aventuras, por sincero arrepentimiento, por librarse de la cárcel, por necesidad de dinero, por sed de venganza… Muchos fueron héroes, otros no, pero todos militaron en el lado correcto de la historia. Que aquí no nos andamos con equidistancias.
De los que desde las fuerzas y cuerpos de la seguridad del Estado lograron penetrar las filas enemigas, rara vez ha trascendido el nombre. Normal. Había que velar por su vida, incluso una vez cumplida la misión. Las más de las ocasiones, el feliz desenlace se resolvía con un reconocimiento en el BOE, sin especificar el porqué del ascenso o la medalla. Otras, su nombre y su foto se publicaba en primera página de Egin, el boletín oficial de ETA. Era una manera de ponerle precio a la cabeza. Que se lo digan a José Antonio Anido, Joseph.
La historia de José Antonio Anido, Joseph
Joseph reunía las condiciones para infiltrarse en los círculos donde la banda reclutaba a sus alevines: tenía la sangre caliente, la cabeza fría y unos cojones del tamaño del caballo de Espartero. Además, hablaba español con un fuerte acento francés. Nacido y criado en Estrasburgo, de padres españoles emigrados, siempre podría inventar para estos un pasado de exiliados políticos, lo que facilitaría su integración en los ambientes juveniles del sur de Francia donde se huía de la mili, se fumaba hachís, se escuchaba música reggae, se hablaba mal de España y se celebraban con priva y marisco las bajas de la Guardia Civil, cuerpo al que pertenecía Joseph. Sus superiores le habían reclutado para la misión estando él todavía en la academia de Baeza.
Joseph hablaba mal el español, pero todavía peor el vasco, así que se apuntó a un curso para adultos, uno de cuyos profesores era Iñaki Bilbao, de los más sanguinarios pistoleros de la banda. No fue el único etarra al que conoció y del que se ganó la confianza. Al principio, le encomendaban encargos de poca monta, hasta convencerse de que el joven maqueto tenía madera de gudari. Llegó a ser chico de los recados y chófer de Mikel Antza, jefe de ETA. Sus superiores en la Guardia Civil nunca soñaron con semejante acceso a tanta información y tan vital.
No está claro cómo el etarra Zorion Zamacola, uno de los etarras con los que Joseph fingía amistad, se presentó un día en casa de los padres de este en Estrasburgo, sin avisar. ¿Cómo tenía las señas? Es improbable que Joseph se las hubiese facilitado. ¿Las había averiguado por su cuenta el terrorista buscando el apellido en el listín de teléfono? Y más inquietante: ¿sospechaba Zamacola de su compañero?
Lo cierto es que llamó a las puertas de los padres de Joseph; estos, que sabían de la condición de guardia civil de su hijo pero no de infiltrado en ETA, le invitaron a entrar. Después de la comida, a la hora del café, sometieron al visitante a la pequeña tortura doméstica de mostrarle el álbum de fotos familiar: aquí José Antonio recién nacido, aquí el día de su primera comunión, aquí con sus amigos del instituto, aquí con su primera novia, aquí jurando bandera como guardia civil…
Las sospechas de Zorion, si es que las había tenido, quedaron confirmadas. Improvisó una excusa y salió de la casa disparado a una cabina, desde la que informar con urgencia a la banda: Joseph, el chico para todo del jefe Antza, era un picoleto. No quedaba sino liquidarlo. Como la fortuna ayuda a los audaces, quiso aquella que ese día Joseph telefonease a sus padres en una de sus llamadas rutinarias para saber qué tal estaban. Cuando le contaron la reciente visita del amigo, el joven agente enseguida colgó para marcar el número de su contacto en la Benemérita en casos de vida o muerte. Este lo era. Tocaba huir. Se había descubierto el pastel. En el argot de la seguridad del Estado, Joseph estaba quemado.
El caso más conocido: Lobo
En cuarenta años de lucha contra ETA, José Antonio no fue el único agente que la guardia civil logró infiltrar en la banda. Tampoco el de la infiltración fue el método exclusivo para recabar información. Otra manera era contactar con gente del submundo etarra y ofrecerles, a cambio, dinero y protección. El caso más conocido fue el de Mikel Lejarza Lobo.
Al contrario que Joseph, Lejarza hablaba vasco a la perfección y no tenía que fingir simpatías hacía la banda: las sentía, al menos en un principio, hasta que las fuerzas del orden le hicieron una oferta que no pudo rechazar. La cúpula de la banda contaba con él por la eficacia con la que resolvía las papeletas. Normal. Contaba con el respaldo del Estado. Así, cuando ETA le pidió que montara la infraestructura de un comando en Madrid, Lobo cumplió en tiempo récord. Los pisos en los que se alojaban los etarras y los vehículos en los que se desplazaban eran propiedad de los servicios de inteligencia.
Ser un topo del Estado en la banda no garantizaba a Lobo un escudo protector contra las balas. Durante un tiroteo con la policía en la plaza de Cuzco, en Madrid, a punto estuvo de caer abatido, como dos compañeros de comando, uno herido de gravedad y otro muerto. Lobo escapó por poco, yendo a refugiarse a una vivienda particular, en la que irrumpió a punta de pistola y desde donde llamó a su contacto en los servicios, ante unos aterrorizados ocupantes que no entendían nada. La huida le dio una aureola dentro de la banda, que disipó cualquier sospecha de colaboracionismo, si es que las había albergado, e hizo que se siguiese contando con él. Hasta que se quemó.
Una corona de flores «inflitrada»
Lobo es el topo más conocido de ETA por haberse llevado a la gran pantalla sus peripecias. Pero hubo otros, no menos eficaces: Palomo, Jokin, Cocoliso… Todos tenían en común una temprana militancia en ETA o sus alrededores, haber sido captados durante unos interrogatorios y un temperamento que los inclinaba hacia la vida peligrosa. A pesar de los servicios prestados, muchos resultaron auténticos quebraderos de cabeza para el Estado. Precisamente por su inclinación a buscarse líos, a complicarse la vida. No todos se conformaron con una operación de cirugía, una pensión más que pasable y un pisito en algún barrio del extrarradio de Madrid. En ocasiones, se vieron envueltos en escándalos de escuchas ilegales a altas personalidades de la vida pública española o en el planeamiento del robo de un furgón blindado. Algunos incluso frecuentaron el mundillo de la extrema derecha, donde hasta los más bravucones les reservaban tratamiento de leyenda.
Caso distinto fue el de Luis Casares Pardo, fiel colaborador de la banda… o eso pensaban los etarras, equivocadamente. Con quien de verdad colaboró Casares fue con Enrique Rodríguez Galindo, máximo icono en la Guardia Civil en la lucha contra ETA. El primer soplo lo dio en 1989, cuando informó de que tenía alojados en su casa a los miembros del comando Eibar. El tipo estaba harto de que los etarras le tratasen a él y a su familia como si fueran sus sirvientes. No fue la única información de valor que proporcionó.
Luis Casares Pardo siguió colaborando con la Benemérita hasta su muerte, en 1995, sin levantar una sola sospecha. Si no, la muy etarra Gestoras Pro Amnistía no habría organizado su funeral y corrido con los gastos, a modo de homenaje y reconocimiento a los servicios prestados a la causa de una Euskadi grande y libre. Qué equivocados andaban. Entre las coronas mortuorias, llegó una sin firma pero con texto: “Tus amigos no te olvidan”. La enviaban los guardias civiles del cuartel de Inchaurrondo.