Con solo doce años Financial Times le fotografió leyendo el periódico en una habitación rodeado de peluches. Tanto y tan precoz protagonismo se debió a haberle afeado durante una junta su gestión al presidente de General Electrics, compañía de la que el pequeño Jacob Rees-Mogg era accionista. Ni sería su última aparición en medios ni la más polémica.
Cada vez que este diputado tory habla, la izquierda suelta por la boca sapos y culebras. Que si reaccionario, que si euroescéptico, que si más papista que el Papa, que si trasnochado lord del siglo XVIII, que si anticuado como una cabina de teléfonos roja… Este y otros insultos él se los cuelga en la pechera con el indisimulado orgullo con que luciría la insignia de caballero del imperio británico.
Tanto odio solo es comparable con el entusiasmo que despierta entre las bases del Partido Conservador. Las bases, ojo, no el establishment. Si por este fuera, Rees-Mogg jamás habría abandonado la última fila de la bancada tory para sonar como posible primer ministro. Y eso que Rees-Mogg es uno de los suyos, como acredita su paso por Eton y por Oxford. De hecho, es más conservador que todos ellos juntos. Es quizás el último conservador.
Padre de familia numerosa, orgulloso de no haber cambiado un pañal en su vida, partidario del Brexit duro, contrario a tasar con un impuesto las mansiones, ligeramente multimillonario… Súmese a esto su deje eduardiano al hablar, sus trajes de chaqueta cruzada y su costumbre de dirigirse por carta a los votantes de su circunscripción, por más que se haya abierto una cuenta de Twitter y otra de Instagram por aclamación de la juventud contestataria de Gran Bretaña, que lo idolatra como sus mayores idolatraban a Sid Vicious.
Si es que ser conservador es el nuevo punk.