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«Con trece años me fui a dormir en la calle, en casas de amigos, en portales»

Algunos lo conocen por sus libros y documentales sobre cristianos en el Líbano e Irak. Otros lo conocen más por su invención de Tabarnia y los altavoces de su casa que, en octubre de 2017, respondían al secesionismo golpista con música de Manolo Escobar. Muchos lo identifican como un tipo barbudo y tintinófilo que hacía entrevistas en un coche. Ahora lo encasillan más con las campañas de la ACdP contra el aborto o la eutanasia. Es Jaume Vives, nació en Barcelona pocas semanas antes de la inauguración de las Olimpiadas, y en la puerta de su despacho hay un letrero en que se lee: «Para servir a Dios y a usted». Ha publicado la novela Los demonios del padre Joan (2021), y libros reportaje como Las putas comen en la mesa del rey (2013), Tabarnia, la pesadilla de los indepes (2018), y Testigos de un genocidio (2020). Sus documentales sobre «Guardianes de la fe» y «Guardianes de la paz» están disponibles en varios formatos, sobre todo, en su propia página web.

¿Es Jaume Vives un periodista? ¿Esa es su vocación, si así podemos llamarla?

Es algo que me surge incluso antes de terminar la universidad, y lo cierto es que lo mío no es tanto el comunicar o ser periodista; yo no quiero comunicar por comunicar. Hay una serie de temas que me hacen un bien, que me despiertan inquietud, que me ayudan. De modo que lo que yo puedo hacer es escribir, hablar y grabar sobre esos temas. No lo he pensado mucho nunca, pero te diré que la vocación, más que comunicar, más que ser periodista, ha sido la búsqueda de ese bien. No me parece que sea una vocación…

¿Es un proceso?

¡A ver cómo lo explico mejor…! Yo tengo una adolescencia complicada, como puede tener mucha gente, que consiste en no aceptar la autoridad paterna. Me rebelo contra esa autoridad que son mis padres. Si mis padres dicen A, pues yo hago C. Si ellos dicen que algo es bueno, pues yo hago lo contrario. Entonces, con trece años me voy de casa, aunque luego acabo volviendo…

Muy joven con trece años.

Sí. Con trece años me fui a dormir en la calle, en casas de amigos, en portales. Aquello duró cuatro o cinco días. Pero luego, con dieciséis años, me volví a ir de casa en otro arrebato… En esa segunda ocasión, fue una semana larga o así. Al volver a casa, acababa de morir un abuelo y dije: «voy a hacer una peregrinación desde Barcelona hasta la masía de mi abuelo», que está en un pueblo de Tarragona. Me puse a caminar, hacía autostop, dormía en cobertizos, en colegios, algunas veces en parroquias, al aire libre, en bosques.

¿Tuvo esa rebeldía algo que ver con la atmósfera de ciertos ámbitos de Barcelona, donde el fenómeno de la ocupación y el anarquismo ya estaba bien arraigado en los años 90?

No creo, porque piensa que con doce años yo iba de casa al cole y poco más. Era un cole de monjas. No, yo tengo mucho carácter, y eso tenía que ver con mi adolescencia complicada. Con trece años empecé a probar muchas cosas, cosas que tus padres han dicho «está mal», pero la sociedad te lo ofrece; te lo ofrecen, lo pruebas. O sea, empecé a jugar con algunas drogas. Con trece años yo empecé a jugar con temas de sexualidad, con temas de delincuencia menor. No iba con pistola por la calle, pero tampoco voy a entrar en pormenores. Delincuencia menor. Poco a poco empiezas a pudrirte un poco por dentro, porque esas cosas que la sociedad te ha vendido no es lo que tu corazón busca. Y hay momentos de lucidez, por ejemplo, al volver de noche a las cinco de la mañana. Recuerdo que ahí tenía momentos de lucidez, mareado, sentado en la cama para no echar la cena y las copas después de la cena, en ese momento en que los oídos te pitan, que todo te da vueltas. Momentos de bajón, tras la euforia de la noche. ¿Y qué me queda? Me queda un dolor de cabeza, me queda un mareo, y no me crea un vínculo fuerte. No me queda una amistad. El problema es que luego el ruido vuelve a apagarlos otra vez, pero, cuanto más abajo estás y cuanto más fondo tocas, más momentos de lucidez tienes. El alma busca otra cosa. Y cuando uno busca, encuentra. Yo no quiero vivir una vida que sean carcajadas, música a todo volumen o euforia, y una huida hacia adelante. No quiero eso, lo que quiero es descansar, arraigarme, vincularme.

¿Cómo se produce el cambio?

Hay en mi vida tres momentos importantes, tres momentos fuertes; uno es un viaje a Medjugorje. Otro son unos campamentos con un sacerdote que me pone en vereda, un sacerdote muy especial, que, además, ayudó muchísimo a mis padres. Y lo tercero es un grupo de jóvenes que son los jóvenes de San José. Es un grupo que todavía hoy sigue funcionando. Ahí es donde yo he visto cómo se ejerce la caridad dentro de la Iglesia de un modo más perfecto. Es un grupo que da pan al que tiene hambre. Pero también da hambre de Dios al que tiene pan. Los conocí de casualidad, y a través de algunos conocidos. Ellos eran un grupito pequeño con una furgoneta. Ahora son varios grupos. Es casi una multinacional. Ellos salían a la calle y repartían comida caliente, bien cocinada… Iban también sacerdotes, porque había gente que se quería confesar. Luego organizaron un día de Primeras Comuniones, porque también impartían catequesis a los pobres. Y no se quedaban sólo en el bocadillo del sábado noche, sino que también entre semana los iban a ver, para buscarles trabajo o piso. Es decir, ahí se establecía un vínculo real. Recuerdo que una noche salí de parranda, me los encontré y eran gente súper divertida. Y esa noche dormí como hacía tiempo que no dormía. Fue genial. Lo había pasado bien, había reído, había hecho algo que era salir de mí; era algo bueno, era pensar no sólo en mí mirándome al ombligo, y eso me gustó mucho.

¿Luego diste otro paso?

En ese momento tenía que hacer el TR, el «Treball de Recerca», que es un trabajo que se hace al final del bachillerato en Cataluña. Y me propuse contar esa historia. A mí me han hecho mucho bien, y quiero vivir como ellos. Por una parte, yo con esa gente me divertía mucho, se lo pasaban teta, estaban como una cabra, pero también quería explicar qué es lo que hacen, por qué lo hacen, lo que consiguen. Aquí volvemos a lo de la vocación. El afán no era comunicar, el afán era explicar su historia, no cualquier historia, sino su historia: la historia de la gente que vive en la calle. A raíz de aquello, me vinculé más al mundo de la calle. Y de ahí salió el libro de Las putas comen en la mesa del rey, hecho a base de ir a tomar cafés con ellos, y de cervezas y bocadillos, y que me explicaran sus vidas, conocer sus vidas, es decir, dónde habían nacido, quiénes eran sus padres, dónde habían estudiado, qué habían hecho con su vida, por qué habían acabado en la calle. Es un libro con unas veinte historias, de veinte personas de las calles de Barcelona. Luego, en segundo de carrera, me fui a la calle a vivir con ellos. Fue la tercera vez que me marché de casa, pero la primera que me fui de manera responsable y con el visto bueno de mis padres.

En este caso eras rebelde con causa y nihil obstat de tus padres.

Sí, y estuve viviendo en cajeros, donde fuera. Y la idea era que me contaran sus vidas, pero también quería ver cómo vivían. Partiendo de dos limitaciones muy evidentes. Una es: no voy a vivir la soledad como ellos la viven, porque yo no estoy en la calle. Vivo ahora temporalmente, pero tengo mi familia y tengo mis amigos, tengo todo. Y luego, vivir el abandono como ellos, porque yo sé que mañana, pasado, cuando quiera, vuelvo. Ellos no saben si algún día van a poder volver. Esas dos limitaciones te impiden percibir esa vida, vivirla como ellos la viven. En todo caso, pude llegar a empaparme de todo lo que me contaban. Aquello se convirtió en un libro y ahí descubrí que hay un mundo paralelo. Esa es una realidad y en lo esencial son como nosotros, pero, en lo accidental, son muy diferentes.

Vivir en la calle, la soledad, el recurso fácil a los mecanismos de evasión, el Don Simón acaba siendo el compañero… ¿Muy simplista?

Ahí descubrí que cada persona es un mundo. Soy bastante enemigo de establecer patrones. Hay realidades muy complejas, por ejemplo, uno que se separa de su mujer, y que pierde el vínculo con su familia, pierde el trabajo. En un momento dado, acabas en la calle, y volver atrás es muy difícil. Hablé con uno que había roto su matrimonio, había perdido el trabajo y estaba viviendo en un coche, en el barrio donde toda la vida había vivido con su familia; un amigo del barrio le dejaba el coche y ahí dormía. A las once de la noche se ponía a dormir y a las seis de la mañana salía para que los vecinos no le vieran, y se iba al centro de Barcelona.

Mucha gente de la calle también tiene un cierto «horario laboral», porque saben que a tal hora hay que estar a la puerta de un supermercado o de una iglesia.

Hay una rutina muy clara en la calle, de cuando abren un comedor, y antes haces cola, o lo que sea. Tienes gente que se da al alcohol, se da a las drogas, gente que ha tenido muy mala suerte en la vida y cayó en la calle, y a raíz de caer en la calle, empiezas a caer en un montón de cosas nuevas, para que los días sean más livianos. Es algo muy comprensible. Tienes gente que lleva ya un año, dos años de una pieza, que lo que les falta es encontrar un trabajo. Y te encuentras con gente que lleva veinte años y que les da igual el trabajo que les ofrezcas; sólo un milagro los puede sacar de la calle, porque al final los hombres nos acostumbramos a todo. Aunque a nosotros, desde nuestra atalaya, desde nuestra casa con colchón, nos pueda parecer muy raro, alguien que vive en la calle aprende a vivir cómodamente, y uno aprende a vivir con sitios de comida, de ocio, con su grupo de amigos, sus lugares de descanso. Uno se hace a esta vida. Cuando llevas veinte años, diez años, quince años así, cuanto más tiempo pasas, más complicado es sacarte de esa vida. La cosa cambia, si hay un vínculo de amistad real con la persona que está en la calle; esa dificultad disminuye. Que venga un externo, uno de fuera a decir que lo que haces está mal, como si viene mi padre…, no, así no se arregla nada. Hace falta un vínculo de amistad, una relación de igual a igual, de tú a tú.

Es un mundo propio, como dices.

Es un submundo. Es decir, en lo esencial son iguales. La gente busca amar y ser amada, y, en la medida en que uno es capaz de amar o no es capaz de ser amado, aparecen un montón de cosas en sus vidas que intentan llenar ese hueco inmenso de nuestro corazón. Porque nuestro corazón está preparado para que haya un espacio enorme ocupado para amar y ser amado, y un espacio pequeño para tener riquezas, para tener posesiones. La parte importante está reservada para eso, para amar y ser amado. Por eso digo que en lo esencial son iguales, no en lo accidental. ¿Cómo llenar ese vacío que hay en tu corazón? Lo que en nuestro caso hacemos el viernes por la tarde, ellos lo hacen el lunes, el martes, miércoles, jueves a las ocho de mañana. A nosotros nos escandaliza. Pero a ellos, que no viven en una sociedad con normas, al final qué más les da un lunes por la mañana que un viernes por la noche. A nosotros nos escandaliza el lunes por la mañana. Pero no nos escandaliza el viernes por la noche. Sucede con la bebida o con el sexo. Porque uno sale y sale a pillar, a ver qué trofeos me consigo esta noche. Y eso lo hemos normalizado. Y no nos escandaliza. Pero quien vive en la calle aprovecha el rato que tiene de internet en la biblioteca para masturbarse, o ve a unas niñas que salen de fiesta, se esconde detrás de un árbol y se masturba en el árbol. Sorprende y es muy desagradable, pero no deja de ser una forma igual de desordenada que nosotros en la discoteca, o con el Tinder, o haciendo el marrano en cualquier otro lado. De modo que descubres que en lo accidental ellos no tienen normas, pero en lo esencial somos iguales.

Y luego te vas de viaje a Irak, al Líbano.

En 2013 empiezan a llegarme noticias de persecución religiosa. Aunque por entonces ya he vuelto al redil, siendo un pecador, pero un pecador con un deseo de acercarse al Señor. Y tengo la huella de la mirada cristiana sobre la realidad, de mis tíos, de mis abuelos, que tienen historias para escribir un libro cada uno de ellos, sobre la guerra o la persecución.

Esos referentes te hacen cercana a la historia.

Yo siempre he visto que la fe es algo por lo que merece la pena vivir y dar la vida, y eso es algo que transmitir, que comunicar. Pero eso lo viven de verdad en aquellos países, la idea de que Dios es lo central en la vida, lo principal, lo primero y lo último. Pero, claro, yo vengo de una sociedad en la que yo mismo no diría eso, en la que uno se avergüenza o se esconde, o reniega de ser católico.

Los cristianos de Oriente Próximo son otra realidad.

Ahí los cristianos están dispuestos a morir, a perder el trabajo, los ahorros, la casa, la educación de los hijos, los amigos, perderlo todo. Y además lo hacen y dicen que lo volverían a hacer. Cuando uno ve eso, sabe que hay que contarlo, porque explicar eso puede hacer bien a la gente como yo, que estamos aquí a por uvas. Nos ayudan a vivir la fe como a mí me han enseñado a vivirla mis padres, mis abuelos, mis tíos abuelos. La fe es algo que lo impregna todo, la vida no se compartimenta. Lo que me ha impactado es que yo fui ahí pensando que volvería triste, deprimido, encabronado. Y no; a veces lloro de emoción, o de alegría. Y lo que más me sorprende de estar detrás de cámara es que yo soy un niño bien español, que no me puedo quejar, pues tengo casa, trabajo, amigos, familia; y estoy con un tío que no tiene ni casa, ni trabajo, que ha perdido a su familia, no sabe dónde están sus amigos. Y tiene una alegría y una paz que yo la estoy envidiando. Lo que más me sorprende es la normalidad y la alegría y la paz con la que viven. Nos avergonzamos de decir que somos católicos, pero para ellos es lo lógico, lo normal, lo natural. Nosotros andamos en el optimismo y en las patochadas de la autoayuda y de ver el lado bueno de las cosas, la resiliencia y esas chorradas. Pero lo de ellos es otra cosa. Es fe, es gracia de Dios. Gente sin dinero, que lo han perdido todo, pero que conserva el humor, la paz. Y te dicen que, si vuelve a pasar lo mismo, volverán a decir que ellos creen en Dios, que no se arrepienten y que volverían a perder todo por no querer convertirse al islam. Aquí hay una gracia muy especial. Ahí es donde ves a Cristo; en ese punto que supera lo humano y que es esa alegría.