Cuando llegó al periodismo desde la publicidad no hace mucho tiempo le llamaron la atención varias cosas. Por ejemplo, que lejos de ser una profesión en contacto con la realidad, lo fuese enormemente ensimismada, siempre preguntándose qué es periodismo y qué no lo es (como si eso tuviera alguna importancia). Él, Benegas, parece tenerlo claro: periodismo es la última historia que hayas publicado y la próxima en la que estés trabajando ya.
Yendo por ahí, el periodismo de Benegas serían sus textos en ‘Voz Pópuli’ -el tiempo que anduvo por allí logró lo que pocos columnistas, que sus análisis de opinión ocuparan siempre los primeros puestos de lo más leído- y sería también ‘Disidentia’, un digital empeñado en volver a poner de moda la cosa esa de pensar.
¿Es la corrección política una mala aplicación de una buena idea?
La corrección política, que mitológicamente se asocia a la Escuela de Frankfurt, es una desviación de la lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos de los años 60. No bastaba con promover la discriminación positiva en favor de las minorías o grupos débiles, a los que había que compensar por haber sido oprimidos, también se impuso la obligación de usar un neolenguaje que evitara cualquier ofensa verbal, fuera intencionada o no. Esa era la idea. Luego la cosa degeneró.
¿Hasta qué punto lo hizo?
Hasta el de censurar, por ejemplo, La maja desnuda, de Francisco de Goya. Y no es broma. Ha sucedido en una universidad estadounidense. Al parecer, el cuadro era susceptible de herir algunas sensibilidades.
A los ofendiditos siempre les quedarán los ‘safe spaces’.
Salas habilitadas en las universidades con cuadernos para colorear, ositos de peluche, vídeos de encantadoras mascotas y apoyo psicológico.
«¿Para qué todo eso?», se preguntará alguno.
Para que, si durante un debate en clase dices algo que pueda molestar a otro, este pueda correr a ese espacio seguro para recuperarse de lo que entiende como una agresión: tu opinión. El problema es que al impedir que tengan lugar debates, muchas universidades se han convertido en sí mismas en enormes espacios seguros o, mejor dicho, espacios tomados.
Porque de seguros al menos para muchos no tienen nada.
Muchas de esas universidades han establecido sus propios tribunales para juzgar determinadas conductas, erigiéndose en una especie de poder judicial paralelo, lo que equivale a expropiar a la justicia ordinaria su función legítima.
¿De qué conductas hablamos?
Por ejemplo, las agresiones sexuales. El disparate viene cuando, según determinados códigos, agresión sexual es que un chico mire raro a una chica. Y dependiendo de qué se entienda por «mirar raro» cualquiera puede ser un agresor sexual. Que se lo digan si no a ese estudiante alemán becado en una universidad americana.
¿Cuál fue su problema?
Tener demasiado éxito con las chicas. Una de ellas, despechada, le acusó de agresión sexual, y a esta le siguieron otras. La universidad expulsó al chico, que acudió a la justicia ordinaria, que terminó dándole la razón y condenando a las denunciantes. Sin embargo, para él era demasiado tarde: en las redes sociales ya quedó registrado para siempre como un agresor sexual.
Todo parece confirmar que el puritanismo ha cambiado de bando.
La misma izquierda que hace años defendía la liberación sexual (dentro de la cual se incluía el exhibicionismo) hoy considera el bikini como una opresión heteropatriarcal.
¿Y no será esto de lo que hablamos consecuencia, como sostienen algunos, de que los niños ya no sueñen con ser héroes, sino víctimas?
Es peor que eso. Es encaminarnos hacia una sociedad de individuos incapaces de superarse a sí mismos. Al fin y al cabo, el héroe puede estar loco y el heroísmo ser cosa de un instante. En cambio, la capacidad de superación es una herramienta que todos necesitamos a diario.
¿Hablamos, por tanto, de…?
Del valor cotidiano de hacer las cosas, de aprender a encajar los golpes, de no pensar que todo lo que nos pasa es una tragedia. Porque se nos está haciendo creer que las contingencias de la vida que hasta ahora eran normales, ya no lo son, y es el Estado quien tiene que velar por nosotros.
¿Desinteresada o interesadamente? O lo pregunto de otra forma: ¿puede hablarse de una industria de la corrección política?
Sí, siempre que por industria no entendamos una corporación regida por un consejo de administración definido.
¿Entonces?
Hablemos mejor de buscadores de buenas causas para convertirlas en negocios con ayuda del Estado, de la Administración.
¿Y Clint Eastwood? ¿Qué opina Clint Eastwood de todo esto?
Clint Eastwood ha hablado de una generación de blandengues en la que todos caminan como si pisaran cáscaras de huevo.
¿Por qué tantos miedos, si nunca el mundo fue más seguro?
Porque el miedo es una herramienta de control social. ¿Cómo hacen el poder político y las organizaciones afines al mismo para convertirse en necesarios, cada vez más? Generando neurosis y amenazas constantes entre la población. Lo vemos en todo, incluso en los alimentos.
¿Los alimentos?
Nunca antes habían estado más controlados y, sin embargo, nunca habían sido potencialmente tan peligrosos para la salud… o eso dicen.
Ya ni le cuento si esos mismos alimentos van en bolsas de plástico.
Es cierto que se tiran muchas de esas bolsas. Pero ,¿por qué no intentar algo tan sencillo como persuadir a la gente de que no las tire, en lugar de meterle miedo? Lo mismo con los coches. ¿Que contaminan? Claro que contaminan. ¿Y qué tal si se prueba a convencer a los usuarios de que hagan un uso lo más racional posible y se permite a la industria del automóvil desarrollar tecnologías más eficientes, en vez de imponernos a todos, empresas y particulares, cargas tributarias cada vez más asfixiantes? Pero por volver a Clint Eastwood…
Sí.
La de hoy es una sociedad inmadura, infantil, donde todos queremos ser eternamente jóvenes y donde también todos demandamos derechos, derechos y más derechos, pero en cuanto nos hablan de deberes protestamos airadamente.
Deberes en un sentido amplio, pues aquí en España uno de los debates ha sido, precisamente, deberes escolares sí o deberes escolares no.
Un debate paradigmático de la sociedad en la que vivimos, que es una sociedad sin adultos, que ha renunciado a la madurez, en la cual, como digo, solo existen derechos, no obligaciones. Por tanto, ¿cuál es el paso lógico que dar, el hito final? Quitarle las tareas, los deberes, a los niños en casa después del colegio.
¿De verdad no hay en España otros debates, otros problemas?
Claro que los hay; muchísimos.
¿Por ejemplo?
Las pensiones, un tema muy sangrante que lleva 30 años metido en un cajón. Cualquier persona mínimamente informada sabe que las generaciones que seguían a la del baby boom eran mucho menos numerosas, y que cuando los baby boomers empezaran a jubilarse el sistema sería insostenible. Pero como el problema no era acuciante, sino que se plantearía décadas después, los políticos prefirieron dejar la mecha encendida y gastar el dinero en vez de ahorrar.
¿Y qué ocurre ahora?
Que la mecha es cada vez más corta y la bomba está a punto de estallar.
Es que a ver quién le pone el cascabel al gato.
Suecia, por ejemplo. Tardó 10 años en reformar su sistema de pensiones. Al principio, la medida provocó estupor entre los suecos. Pero hoy las pensiones ya no son un problema en ese país. Si en España se hubiera acometido el problema antes de estallar la crisis de 2007 hoy la cuestión ya estaría resuelta. Ocurre que cuando no se quiere gobernar, el largo plazo se vuelve muy corto.
Más elefantes en el cuarto de estar, o sea, más problemas de los que nadie quiere hablar.
El más grave, a mi juicio, y que solo se toca de soslayo, es la hiperregulación, que genera pobreza a mansalva, mucho más que la inteligencia artificial o la robotización, que tanto parecen preocuparnos, y que aún están en pañales. La hiperregulación es por el contrario un problema real, acuciante, que lleva agravándose décadas.
Vayamos con un ejemplo.
Montar un taller mecánico en Madrid. Tienes que hacer 14 trámites administrativos, cuyo coste representa el 38% de la inversión total para iniciar el negocio. Así es muy difícil emprender nada, ser empresario. Pero lo malo no es solo esto, sino que es un tema que se toca de soslayo, como digo, y no debería por tres razones.
Primera.
La hiperregulación es una barrera de entrada a la economía para muchísimas personas, convirtiendo lo que debería ser un sistema de libre acceso en un sistema de acceso restringido.
Segunda.
Si logras superar esa primera barrera regulatoria y montas tu taller, la hiperregulación lejos de desaparecer se dedicará a drenar tus recursos, comprometiendo el crecimiento de tu negocio, la capacidad de generar empleo o la calidad de ese empleo.
Y tercera.
La hiperregulación es una ventaja competitiva para los que tienen poder y pueden sortearla, hasta el punto de que en política la línea divisoria ya no es entre izquierdas y derechas, sino entre los que reciben un trato de favor de una administración cada vez más poderosa y aquellos a los que esa administración les afecta negativamente. Y no solo porque les complique ganarse la vida, sino porque además sus constantes cambios regulatorios, generan incertidumbre.
Todo esto, ¿cómo se combate? Imagino que no con más leyes.
En una ocasión, tuve un rifirrafe con una persona vinculada a Ciudadanos. Estaba de acuerdo en que había que luchar contra la hiperregulación. El problema era cómo: creando un organismo público. Y así llevamos demasiado tiempo, construyendo leyes sobre leyes, sobre más leyes, sobre más leyes. Cuando lo que hay que hacer es empezar a desmontar todas esas leyes (y no digo con esto que no haya que haber Gobierno, que tampoco se trata de ser antisistemas).
Otra opción para el que quiera emprender es instalarse en uno de esos garajes de la costa oeste de los Estados Unidos. ¿O ya ni eso?
Ya ni eso. A muchos emprendedores de entonces, ahora se les exigiría una acreditación administrativa de haber pasado por la universidad o, como mínimo, tener la FP. Habrá que ir olvidándose de esos Steve Jobs encerrados en un garaje pensando cómo modernizar la sociedad fabricando un ordenador. Y no solo en Estados Unidos. Hoy, Soichiro Honda habría tenido problemas para fundar Honda Motor por ser un simple aprendiz de tornero en lugar de un ingeniero titulado.
Sin embargo, no parecen correr malos tiempos para los outsiders: Donald Trump, sin ir más lejos.
Donald Trump es la consecuencia de un proceso muy largo en los Estados Unidos, donde una socialdemocracia cada vez más agresiva ha ido invadiéndolo todo, con un discurso que dice que la iniciativa, el mérito, las fronteras o el Estado-nación, por poner algunos ejemplos, son cosas del pasado y, como tales, tienen que desaparecer. Y cuando el votante medio pregunta qué se le ofrece a cambio de todo eso, la respuesta es un salto al vacío.
Algo a lo que no todo el mundo parece dispuesto.
Parece que empieza a darse en la sociedad una reacción contra una serie de clichés que llevan décadas complicándonos la vida; y las personas sensatas, en lugar de rasgarse las vestiduras, llamar idiotas a los votantes o pasarse al lado contrario, deberían ayudar a tomar esa colina para que sea la razón lo que prevalezca al final.
Son ya muchos los que lo hacen, y de todo sexo, clase, raza o religión.
Es que eso de tener que alistarte porque sí en algún colectivo (que si los hispanos, que si las mujeres, que si los negros, que si los homosexuales) ha terminado por resultar muy cargante. Al final, han sido más los que piden un Gobierno para todos que los que quieren imponer una coalición de minorías.
¿Eso dónde, en Estados Unidos?
En Estados Unidos y también en Europa. España, de momento, parece estar al margen de esa reacción. Pero es engañoso. Porque al final siempre terminamos asimilándolo a todo, aunque sea tarde, mal y de manera más brusca que otros países.
¿A qué se refiere exactamente, al populismo?
No se puede meter toda reactancia social en ese cajón de sastre que es el populismo. Entre otras cosas, porque populista es también ese Estado que, no satisfecho con redistribuir tu riqueza, se preocupa también de tu felicidad. Al fin y al cabo, el populismo es el hijo bastardo de una socialdemocracia que ha durado décadas. ¿O no es acaso Podemos el hijo bastardo del régimen del 78?
Que no le oigan los de Pablo Iglesias.
Ya me han leído y, en su momento, me dijeron de todo. Pero es que es verdad. Si no, ¿cómo es posible que desde el principio los chicos de Podemos estuvieran en todos los platós de los programas de máxima audiencia, cuando para eso hace falta tener un salvoconducto? Porque son un producto de las dinámicas donde se desenvuelven el poder, la política y la influencia en España.
Por resumir: ¿un producto del sistema?
Lo de sistema suena muy conspiranoico.
Sin embargo, las conspiraciones, existir, existen.
Hace no mucho, el francés Bernard-Henri Lévy, supuestamente liberal, escribía un artículo (más bien, una deposición) elogiando el Estado profundo, es decir, ese poder administrativo en la sombra que se dedica a sabotear a determinados gobernantes elegidos en las urnas. Lévy no solo reconocía la existencia de ese Estado profundo (término, por cierto, acuñado por la extrema derecha), sino que lo animaba a sabotear a Gobiernos democráticos.
Que es tanto como decirle a la gente lo que tienen que votar y lo que no.
Como si fuéramos idiotas. Y es precisamente esa consideración que tienen de nosotros lo peor de eso que, por qué no, podemos llamar conspiración. Porque sí, las conspiraciones existen, por supuesto. Pero obedecen a un cúmulo de intereses que, ocasionalmente, se entrelazan. No existe un Doctor No, un malo malísimo que lo planifica y dirige todo. Es mucho peor que eso.
¿En qué sentido?
En el de que las conspiraciones son hijas del caos de esos intereses creados. Por eso al final se vuelven contra todos, también contra los que están detrás.