‘Agitación’. Así se titula el ensayo sobre el mal de la impaciencia que ha escrito este joven filósofo, de nombre Jorge Freire. Han leído bien: ensayo y filósofo. O sea, ni el libro es un manual de autoayuda ni el autor uno de esos mercachifles del coaching que, antes de ser monje budista, condujo un Ferrari, y ahora va desplumando a incautos con frases como de galletitas chinas, como de azucarillo del café, como de anuncio de Aquarius. ‘Agitación’ es otra cosa. Son dosis de veneno en cantidades suficientes para no matarnos pero sí hacernos pensar. Y sentirnos menos solos. Y, qué caray, reír (por no llorar, claro, pues de esta -la que sea- ni saldremos mejores ni más fuertes ni, por supuesto, más ricos).
-¿Tengo la suerte de hablar con uno de los miembros más brillantes de la generación mejor preparada de la historia?
-Yo diría la degeneración mejor preparada de la historia. Sabes que Nietzsche decía en el Zaratustra que las generaciones, si no son ascendentes, son degeneraciones. Toda generación tiene como objetivo generar algo mejor que ellas. Y dudo de que mi generación sea mejor que la precedente, que tuvo que hacer de la necesidad virtud y renunciar a muchas cosas, esculpiendo así su carácter. Nosotros, en cambio, nos hemos ahorrado ciertos peajes, a costa, claro, de no formar nuestro carácter.
-¿De qué pecáis? Venialmente, claro.
-De adanismo.
-Tu libro no cae en eso, precisamente. “Todo ya ha sido dicho”, adviertes al lector.
-Es que es así. Los filósofos, en el mejor de los casos, quizás seamos doxógrafos, es decir, comentaristas de lo que han dicho nuestros mayores, sobre cuyos hombros viajamos.
-Y si todo ya ha sido dicho, ¿por qué este libro?
-Es una tentativa de conocer el tiempo que habitamos. Hacía falta radiografiar el presente y alejarse de la actualidad.
-¿No es la actualidad el sustrato del presente?
-Es, stricto sensu, lo contrario. El presente solo se advierte cuando uno se afianza en eso que los latinos llamaban el hic et nunc, el aquí y ahora.
-¿Ventajas del hic et nunc?
-La beatitud, que es la felicidad de los dioses, la de quienes viven instalados en el presente eterno, incorporando el pasado y el presente, pero sin vivir anclado en uno ni proyectado en el otro.
-¿Y no está en eso la Generación Z, en quererlo todo, aquí y ahora?
-Uno de los latidos iniciales del libro fue un artículo de El Mundo, precisamente titulado: “La Generación Z lo quiere todo y lo quiere ya”. Es el hedonismo a corto plazo del que hablaba el psicoanalista Albert Ellis. Cualquiera que esté cerca de adolescentes y jóvenes lo puede advertir.
-¿Qué?
-Su bajísima tolerancia a la frustración. Se les ha acostumbrado a que sus deseos sean satisfechos de inmediato. Lo cual es preocupante. La civilización es la distancia que media entre un deseo y su satisfacción. Y si nos acostumbramos a la satisfacción inmediata, perdemos la civilización. Hay que aprender a renunciar. Lo que no significa vivir según San Francisco de Asís, quien, por cierto, decía: necesito poco y de ese poco necesito poco. Un ideal bastante más sano que el ‘I want it all’ de Queen.
-Queda claro que el hic et nunc de los latinos no es el lo quiero todo y lo quiero ya de Freddy Mercury.
-Cuando pisamos en el aquí el ahora, nos damos cuenta de que el presente es todo lo contrario de la actualidad -¡la rabiosa actualidad!-, esa información constante que nada comunica, ese tiempo que se nos escurre entre los dedos, ese estar haciendo muchas cosas y no estar haciendo nada.
-Entonces ¿no hay que hacer muchas cosas?
-Hay que hacer pocas, pero significativas, y, llegado el caso, a lo mejor no hay que hacer ninguna.
-¿Una llamada al quietismo?
-No diría que la quietud es lo que defiendo, sino la quiescencia, y perdona la pedantería. La quietud es, digamos, el atributo esencial de una piedra, que no se mueve. La quiescencia, sin embargo, es la capacidad de moverte cuando podrías no hacerlo. O de no moverte cuando podrías hacerlo. Ahora mismo, mientras hablo contigo, puedo pegar botes o estar quieto. Elijo lo segundo. Eso es la quiescencia.
-Parece la mayor cantidad de epopeya que permite el mundo moderno.
-Es verdad que el mundo moderno no permite grandes aventuras. Y sí, pararse y no moverse o permanecer calladitos no deja de ser una hazaña o, si se prefiere, una suerte de desacato a esta sociedad del movimiento perpetuo.
-¿Las cosas, más o menos, no han sido siempre así?
-La agitación es un problema que no tiene enmienda, pues deriva de la naturaleza humana. Lo que pasa es que en nuestro tiempo ha llegado al paroxismo. Pascal decía que todos nuestros males derivan de nuestra incapacidad de estar a solas, quietos y callados en una habitación. Pascal lo decía hace cinco siglos. ¿Qué ha sucedido en este tiempo? Que hemos llegado al extremo, al absurdo.
-¿Como ganar un premio de ensayo con un libro que en realidad te han escrito los amigos?
-Eso lo digo entre bromas y veras (más de veras que de broma). Todo empezó en 2018, viendo con mis amigos los planes para ese verano. Uno proponía descender el Sella en kayak disfrazado de Doraemon; otro viajar a Kuala Lumpur a practicar una suerte de puenting extremo; y así todos. Fue entonces cuando pensé que quizás habría una explicación para el mal de la impaciencia.
-¿La hallaste?
-En parte, se trata de vivir experiencias extremas, sabiendo que no nos va a pasar nada. Es apuntarse al vivere pericoloso de Mussolini, sin que te peguen un tiro.
-¿El deporte como origen de la sociedad de la agitación?
-Para Orwell, el deporte consistía en que los jovencitos corriesen por los campos, treparan por los árboles, hiciesen el imbécil, en fin, para desfogarse y canalizar así esas energías sobrantes que Arnold Gehlen llamó el hiato.
-El deporte no es la única manera de desfogue.
-Otra es ir a los estadios de fútbol e insultar a la madre del árbitro. Siempre es mejor que insultar al vecino de asiento y llegar a las manos. Digamos que cumple una función, igual que el deporte.
-¿Pero?
-El problema es cuando entendemos el deporte no como una cuestión olímpica, de competición contra uno mismo, sino contra el adversario. Es criticable que gane tu equipo y, al día siguiente, le digas a tu compañero de oficina: os hemos metido siete.
-Otra forma multisecular de desfogue ha sido el recreo en los colegios. ¿Lejos de nosotros la funesta manía de enseñar jugando?
-Ya lo decía el viejo lema monástico: ora et labora. Y antes, el Eclesiastés: hay un tiempo para todo. Igual que hay un tiempo para rezar y otro para trabajar, hay un tiempo para estudiar y otro para jugar. Estudiar a todas horas es contraproducente, porque lo niños tienen que jugar. Y también al revés: enseñar jugando, so pretexto de la gamificación y tonterías de esas, idiotiza a los chicos y convierte al docente en un animador socio cultural, cuando debería ser un ejemplo a seguir.
-Detrás de todo esto se adivina la mano de los pedagogos. ¿Qué hacemos con ellos?
-Sería delicioso asustarlos con un lirio cortado, que era lo que Neruda quería hacer con los notarios.
-También quería dar muerte a las monjas con un golpe de oreja.
-Hombre, una colleja a los pedagogos a lo mejor sí, pero darles muerte no.
-Al fin y al cabo, son hijos de su tiempo, como el resto de nosotros.
-Que seamos hijos de nuestro tiempo no significa que tengamos que ser productos perfectos del siglo. “Vive con tu siglo, pero no seas obra suya”, leemos en el Kallias de Schiller. En cuanto a los pedagogos…
-Dime.
-Ser obra de su tiempo es lo que les hace caer en el error de pensar que toda novedad educativa es buena per se. Por eso se postran de hinojos ante el último smartphone, tablet o pizarra digital. Piensan que por venir avalados todos estos gadgets por las nuevas tecnologías los niños van a aprender más, cuando resulta que cada vez están más atontados.
-¿Hasta el extremo de no reaccionar?
-Quizás me equivoque, pero como profesor diría que las nuevas generaciones están demandando un retorno a la autoridad.
-Esa afirmación vas a tener que matizarla.
-Autoridad no es autoritarismo. Autoritarismo es enarbolar la potestas cuando te falta la auctoritas. Por eso el autoritario es el que, sintiéndose carente de autoridad, saca la garrocha y golpea con ella a la gente en la cabeza. La autoridad es recuperar esa idea según la cual el docente era aquel que enderezaba a los chicos ayudándoles a crecer rectos, no dejándolos a la birlonga y la buena de Dios. ¿Sabías que el fulcro en el que se apoyan las plantas se llama tutor?
-Las metáforas que ahora se llevan, más que vegetales, son maquinales.
-Habitamos el tiempo del hombre-máquina. Vivimos obligados a la puesta a punto constante, a rendir siempre y no rendirnos nunca, como si fuéramos conejitos de Duracell.
-Que duran y duran y duran, con la consecuencia de que se ha totalizado nuestro tiempo de trabajo.
-Efectivamente. Nos vendieron como un gran avance que podríamos consagrarnos a la diversión, y en realidad ha pasado lo contrario: pasamos 24 horas al día, siete días a la semana, pensando en el trabajo; nuestras casas, incluso, son lugares de trabajo. Y, sin embargo, somos menos productivos que antes.
-Algunos todavía encuentran tiempo para consumirse viendo serie tras serie de televisión, incluso ostentando el mando único durante la pandemia. Pero no hablemos del Pablo Iglesias vicepresidente y sí del Pablo Iglesias candidato. O por no personalizar: hablemos de agitaciones y propagandas.
-La agitación es el precipitado en el que se cocina la propaganda. Lo vemos en las arengas constantes a movilizarnos. Es el viejo concepto de Trotski de la revolución permanente. El plebiscito diario del que hablaba Renan ahora es plebiscito a cada minuto. Todo el tiempo nos están preguntando qué opinamos de esto o de lo otro. No por si podemos aportar, sino por saber en qué lugar del tablero te colocas. Es un sondeo continuo. La dictadura del posiciónese.
-¿Cómo mantenerse al margen sin levantar sospechas?
-Es muy difícil. Ni siquiera parece permitido encogerse de hombros y decir: francamente, no tengo ni puta idea de ese tema.
-Si lo haces, ahora corres el riesgo de que te acusen de militar en el centro centrado.
-Hoy es el poder el que te anima a romper límites. Y eso no es estimulante; es subversión tolerada.
-Los hay que, aceptando el juego, se piensan muy transgresores, muy sin complejos, muy sin pelos en la lengua.
-Son los que arengan a quienes titubeamos ante cualquier lid. Caen en lo que Ortega llamaba el sincerismo. “Te voy a ser muy sincero”, te dicen. “Cállate, mejor”, dan ganas de responderles. Representan el peligro de la barbarie.
-Eso sí son palabras mayores.
-La civilización, en verdad, es un baile de máscaras. Y si uno quiere saber moverse en sociedad ha de saber que la máscara que se ponga no es algo superficial. No nos portamos igual según estemos con nuestra madre, nuestros amigos o nuestro jefe. Pero en ninguna de esas situaciones dejamos de ser nosotros. Esto no lo entienden los que van por ahí con la verdad desnuda, como gimnosofistas. Son, ya digo, la excusa de la barbarie o, si se prefiere, la coartada de la grosería.
-¿Pero esto qué es, una reivindicación de la hipocresía?
-La hipocresía es la palabra que utilizan los bárbaros para hablar de civilidad, para hablar de cortesía, para hablar de -¿cómo decirlo?- ese aceite que permite engrasar las bielas y los pistones de la sociedad. Así entendida, la hipocresía es el único dique de contención para no decirle al vecino que el abrigo le queda mal o se está quedando calvo. Seguramente sea -con la bipedestación, claro- el único rasgo que nos diferencia de nuestros predecesores.
-¿Y el humor? ¿Dónde queda el humor?
-Por todas partes. El humor -o mejor dicho: el humorismo- ha colonizado nuestras vidas. Todas nuestras conversaciones tienen que estar transidas de risotadas, como si viviéramos en La Chocita del Loro o El Club de la Comedia. Es insoportable.
-¿Qué, el humor?
-No. La pérdida de valor de las cosas cuando se vuelven rutinarias. Que es lo que sucede con el humor. El humor, decía Gustavo Bueno, es una cosa muy seria, desde un punto de vista antropológico. Con el humor tú le dicen a otro homínido: entierro el hacha de guerra, no te voy a atacar, vengo en son de paz. Pero ese mensaje no es posible si estás todo el día descojonándote.
-Que es lo que buscan los humoristas, al menos con sus chistes.
-Toda la vida han existido albardanes, o sea, bufones. Su misión era corroer los cimientos de la sociedad. Hoy, en cambio, no. Hoy todos los bufones, todos los albardanes, están a favor del bien y en contra del mal, tienen miedo a salirse del discurso oficial. Eso explica que nuestros humoristas, en general, tengan tan poca gracia
-Ojo, la crítica se te puede volver en contra: no renuncias al humor en tu libro, y es un ensayo filosófico.
-Platón decía que la filosofía es el único saber que tiene alas. Lo gracioso es que casi todo lo que se publica son mazacotes académicos ininteligibles que no hay por dónde coger. El humor ayuda a aligerar lo pesado, más a mí, que tengo tendencia a ser muy barroco, muy arborescente. El humor también ayuda a instruir deleitando (que no es igual que enseñar jugando).
-El libro es particularmente divertido -y ligero- cuando desmontas frases hechas.
-Toda frase hecha representa una tentativa de colonizar nuestras mentes. Cuando uno habla con frases hechas, deja de pensar: es la muchedumbre la que habla y piensa por él.
-Los automatismos, las coletillas, los tópicos, como queramos llamarlos, no son sinónimos de falta de instrucción, necesariamente.
-Más bien lo contrario. Jünger decía que el problema no lo representa el hombre sin cultura, sino aquel deformado por la cultura. Tú hablas con un labriego y te responde de forma precisa, con frases robustas, definidas. Hablas, en cambio, con un universitario, y te responde con frases hechas, como un periodista. Y es preferible hablar como un quinqui de los 80 que como un periodista.
-No solo los universitarios hablan como fact-checkers.
-Todos lo hacemos un poco. También los niños, muchos de cuyos docentes les urgen a huronear en la información con luz y taquígrafos. Eso no es la instrucción, eso es un dislate. Los niños primero tienen que incorporar una serie de información y, ya más adelante, falsarla.
-Mira que si nos metemos de nuevo en la cosa educativa no salimos. Sigamos con la vulgarización de lo excepcional.
-El lujo, por ejemplo. Todo es lujo porque, de pronto, todos somos señoritos o, peor, connoisseurs y prescriptores. No nos basta comer un menú de ocho euros en Casa Vicente, tenemos que entrar en Trip Advisor y ponerle un cinco a la ensaladita, que estaba muy rica, pero un uno al servicio.
-Entiende que haya quien resuelva así su particular búsqueda de la felicidad.
-Es un dislate buscar la felicidad como si estuviera fuera de nosotros. Decía Spinoza que la virtud no es el premio obtenido por actuar de forma virtuosa; siendo virtuoso se está en la virtud. Con la felicidad pasa parecido. Empeñarse en buscarla es una tontería como lo es pretender que el lujo o el humor se den a cada rato. Cuanto más tiempo prestamos a la agitación del empeño, menos hueco dejamos a la alegría de vivir.