Unos pocos días antes de que se decretase el confinamiento por el COVID en marzo de 2020 fallecía José Jiménez Lozano (1930-2020). Al recordar aquellas fechas, resulta difícil sustraerse a la impresión que sigue provocando la lectura de su poema “Los primeros quince días”. En él, el tema de la muerte y la consiguiente pregunta ante la disolución se abordan contraponiendo la percepción maravillada de los detalles más cotidianos –el olor a lilas, el café, el membrillo o los libros abiertos por un autor querido– a una eternidad en la que el yo debería volver a descubrir, como entre la bruma, la presencia enamorada de Dios. La voz poética, angustiada, no puede acabar sino suplicando: “¡Deus absconditus, / ahórrame las primeras jornadas, tan inciertas, / de cementerio y amargura!”. Pensando en el dolor que comenzó en aquellas dos primeras semanas, sus versos no dejan de ejercer el efecto de un viático.
Permítanme los lectores conmemorar el segundo aniversario de su ausencia trayéndoles el recuerdo de su singular trayectoria, pues, desde su Petit Port-Royal de Alcazarén, alcanzó a construir un singular espacio de civilidad humanista: un simbólico y real omphalós, o centro de un mundo. Era la suya una intimidad -lo que él llamaba sus adentros- atenta a los latidos del mundo y a las voces de tantas historias que le rondaban y le pedían que las rescatase del olvido con la fidelidad transfigurada que sentía serle exigida por la literatura.
EL PULSO DE ESPAÑA A TRAVÉS DE LA LITERATURA
Aunque establecer clasificaciones sea siempre un ejercicio arriesgado, en la evolución del autor de El mudejarillo (1992) a través de las seis décadas de compromiso con la literatura y el periodismo que median entre la publicación de Nosotros los judíos (1961) y su cuaderno póstumo de diarios, Evocaciones y presencias (2020), se advierte el trazado firme de unas cuantas líneas de fuerza. Entre los artículos de Meditación española sobre la libertad religiosa (1966), que giraban, entre otros temas de aquella actualidad ya irreconocible, sobre el «galicanismo hispánico», la separación entre Estado e Iglesia o las dificultades de la reforma, y el estudio que culminó con la aparición de Los cementerios civiles y la heterodoxia española (1978) -reeditado en 2008 y, sin embargo, prácticamente inencontrable-, Jiménez Lozano logró sentar las bases de una comprensión muy personal sobre la articulación de la Modernidad en España desde el siglo XVI y a través del liberalismo de los siglos XVIII y XIX hasta las consecuencias de la Guerra Civil. La cuestión religiosa siempre yacía al fondo de la identificación que adivinaba en nuestra historia entre «gens hispanica» y ortodoxia.
El ejemplo cívico que encarnaba para Jiménez Lozano Port-Royal, vinculado a su modo de ver con la mística española de los Siglos de Oro, se convirtió en el hilo del que partieron también sus primeras exploraciones novelísticas, como si fueran el desdoblamiento de sus preocupaciones ensayísticas. A los momentos finales de la abadía cisterciense tratados en Historia de un otoño (1971) le siguieron las indagaciones sobre dos momentos claves de la historia española: el fracaso del «jansenismo» español ilustrado en El sambenito (1972) y la memoria silenciada de la posguerra en La salamandra (1973).
Aunque no se editara hasta 1986 su primer volumen de diarios, Los tres cuadernos rojos recogía entradas de toda una década tan incierta como son todas las de «transición» (1973-1983). Su aclamada aportación al diarismo español radica en que esos cuadernos contenían ya las señas de identidad de su madurez creadora donde ensayo, relato y poesía se alternan tanto como si llegaran a fundirse caleidoscópicamente. A través de la experiencia del tiempo y de los relieves que determinaban la manera de narrar la construcción de una interioridad en un paisaje político, social y cultural muy concreto, Jiménez Lozano fue afinando una concepción historiográfica que había encontrado en Américo Castro un interlocutor privilegiado, como lo demuestra el interesantísimo epistolario que ha visto la luz también hace poco con el título de Conversaciones (1967-1972) (2020).
TRAS LO BELLO Y «REAL VERDADERO»
Escrito por aquellos mismos años, el ensayo Guía espiritual de Castilla (1984) constituía ya un fruto pleno de esta evolución, hasta el punto de que debería ser considerado el libro imprescindible para comprender la trayectoria entera de su autor. Es el lugar en que toman su forma definitiva las intuiciones primeras de Jiménez Lozano sobre la historia española -y castellana- que acabarán desembocando en un libro tan inclasificable como Retratos y naturalezas muertas (2000), donde la mirada a las Magdalenas de George la Tour se combina con la seriedad y el rigor ascéticos que reclama la búsqueda de una belleza desnuda y esencial, entre las luces de una candela.
Desde los años 90 se suceden con regularidad volúmenes de relatos que proporcionan a la novelística de su autor una mayor flexibilidad y amplitud para descubrir lo «real verdadero» que siempre había perseguido. Fuesen los relatos de El grano de maíz rojo, diarios como Segundo abecedario (1992) o novelas como Teorema de Pitágoras (1995), Jiménez Lozano quiso siempre cumplir con el mandato que remontaba a la tradición de Pascal y con el que adaptaba de manera personalísima el programa realista de la generación del medio siglo a la que pertenecía: “No mentir, no engañar ni engañarse, no hacer parecer más de lo que es y lo que no es; sólo lo real. Ética y estética de lo verdadero”. Tan importante como no dejarse arrebatar por ningún barroquismo le era permanecer con el oído atento, aunque fuera a las expresiones mudéjares que todavía quedaban en los labios de mujeres sencillas, o hacer constar la dolorida conciencia ante la imparable maquinaria de uniformización social y política que la (pos)modernidad habría ido imponiendo al precio de progresos sociales y políticos.
LA POESÍA COMO CULMEN DE GRANDEZA
Todo este itinerario que se prolongó en el nuevo siglo había encontrado una nueva vía de expresión pública mediante la poesía. Un conocedor de su obra como Álvaro de la Rica ha llegado a afirmar que “a pesar de que su publicación es tardía, para mí antes que nada está la poesía”. Por desgracia, es difícilmente accesible. Aunque contamos con la excelente antología El precio (2013), así como con reediciones de Tantas devastaciones (1992) y Un fulgor tan breve (1995), nos falta un volumen de Poesías Completas que incluya también los poemas propios que empezó a introducir paulatinamente en sus diarios. Podría volverse a oír, más densa, la nitidez del timbre y la escala de registros de quien permaneció siempre fiel a unos pocos “amigos y cómplices” y a unos cuantos motivos literarios y morales. La Antología palatina, John Donne, Umberto Saba o Emily Dickinson son referencias que, impulsadas por la lección de la lírica moderna española, le sirven para regresar a las historias de desgracia tanto como a la floración de los almendros las madrugadas del Viernes Santo o a sostener entre las manos un gorrioncillo cuyo cadáver es capaz de poner en jaque el sentido entero de la Creación.
Ante el misterio de la muerte y el sufrimiento sobre el que reflexionó sin descanso, bien puede decirse que el amigo de Qohélet y del «señor cuco» que creía en el amor y en la justicia dejó en la lectura de toda su obra, como una de esas laudas que solía ensayar en su poesía, un consuelo para todos los que quisiéramos seguir deteniéndonos a su lado:
Sin nombre el mármol de la tumba,
una simple estela donde estaba escrito:
χαίρε χαίρε, ¡sed dichosos!,
para los que vivieran;
y el agobiado caminante dijo:
¡Gracias!, porque el que vive necesita
estas anunciaciones, pero
luego volvió sobre sus pasos, y gritó:
Tú también, χαίρε
Por si la ceniza precisara esta insistencia.