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En Antígonas (1984) George Steiner subrayó su fascinación por la obra teatral de Antígona (1944) de Jean Anouilh, que fue representada por primera vez bajo la ocupación nazi en París. En ella el Creonte de Sófocles actúa como un político implacable, absolutamente moderno, carente de escrúpulos que se deshace de la fantasiosa hija de Edipo enfrentada a la inhumana dinámica del poder. Como ha ocurrido con tantas otras obras de nuestra época que han retomado los grandes mitos clásicos, también la obra de Anouilh se ha leído en una clave alegórica en la que los diferentes personajes y situaciones de la trama sofoclea constituían los trasuntos disfrazados de los problemas de su presente. Tras esa alegoría permanecían apenas oscurecidas cuestiones éticas y estéticas que la historia del siglo XX ha observado bajo la forma del horror.

En el caso español, dos obras coetáneas del francés las exploran sobre la base simbólica de nuestra Guerra Civil: la Antígona de Salvador Espriu, escrita en 1939 y publicada por primera vez en 1954; y «una adaptación muy libre de la tragedia de Sófocles» en palabras de su autor, José María Pemán (1897-1981). Estrenada esta última en el Teatro Español el 12 de mayo de 1945, apenas una semana después de la rendición de Alemania en la II Guerra Mundial, contó en su reparto con Mercedes Prendes, José Rivero y José María Seoane en los papeles principales.

LAS ANTÍGONAS Y LOS CREONTES

José María Pemán

Tal vez no sea muy excesivo señalar que la Antígona de Espriu parece movida por la respuesta que da la protagonista sofoclea al tirano Creonte («No nací para corresponder con odio, sino para corresponder con amor»). Aunque recogida también en la versión del propio Pemán, que en justicia debería calificarse de «reescritura», puede decirse que esta alcanza su clímax en ese verso de Sófocles que, según Steiner, ha desafiado a través de los siglos cualquier intento de traducción. «Admirable» o «aterrador», como sospechaba Hölderlin, el hombre, según Pemán, se alzaba como «entre todos los misterios, / el misterio mayor».

Para Sófocles, el ingenio del hombre es capaz de saltar cualquier obstáculo y dolencia, excepto la de escapar a la ley del Hades. Con un fatalismo cristiano que merecería ser analizado a la luz de su famoso senequismo, Pemán constató, a través del coro de ancianos, que ese mismo ingenio es la facultad que lo arrastra a su perdición: «Cegados por los númenes, los hombres / van buscando ellos mismos sus desgracias».

Si por razones muy debatidas, tanto para Sófocles como para Anouilh el protagonista de su obra sería en realidad Creonte, mientras Espriu hace de la joven hija de Edipo su modelo de ejemplo cívico, Pemán reparte el protagonismo entre esas agrupaciones en que se fragmenta el coro griego como una agregación de ancianos, muchachos y muchachas que se despliegan, con un sentido casi operístico, por un escenario que pretende representar la Ciudad entera de Tebas. Estos coros no se limitan a acompañar la acción. Al padecerla son los sujetos que la dotan de sentido.

Al principio de la obra de Sófocles, el tenso diálogo de Antígona y su hermana Ismena sitúa la trama en el conflicto de la decisión individual. Pemán comienza el Acto I con el alivio que siente Tebas ante «¡La Victoria!». En su primera escena la interacción de los diversos coros busca como único objetivo que tal victoria sea capaz de poner paz y prosperidad a la crisis del orden que ha vivido la Ciudad. El Soldado remata: «Tébanos: el vencido con nobleza / torna a ser digno de respeto y gracia / cuando suena el clarín de la Victoria…».

Es esta esperanza, que intenta conjurar la memoria de la guerra fratricida entre Eteocles y Polinices, la que quebranta la hybris de Creonte. Antígona, más que desafiar la ley de la Ciudad, resiste en la versión pemaniana la violencia que supura la ley. Su Creonte es un protagonista trágico: ciego como Edipo debe, por el camino inverso, recobrar la vista. Sólo así alcanza a reconocer su ruina, llorando sobre los cadáveres de Hemón y Antígona mientras cae el telón final: «¡Ay, soledad del mar, cuando se pierden de vista / las orillas!… ¡Desastrada / soledad infinita del tirano / que ha perdido de vista la templanza!».

UNA ADAPTACIÓN CON RENOVADA PROFUNDIDAD

Como decíamos al principio, en la obra de Anouilh se ha querido ver, tras Creonte, al mariscal Pétain y, en el acto de piedad de Antígona, el atentado contra Pierre Laval en 1941. Creo que en la de Pemán es todavía más incierto este juego de superposición histórica de personajes concretos. Más bien en ella asistimos al enfrentamiento de realidades políticas y sociales que condensan la acción dramática. Más que del general Franco, Creonte representa un Régimen cuya valoración es ambivalente: admirado y respetado por haber traído la paz, su inflexibilidad provoca en el coro una reticencia, tímida si se quiere, temerosa de sus sombrías consecuencias.

No es difícil imaginar la impresión que debió de producir en los espectadores de 1945 la puesta en escena de una interpretación así de la gran tragedia ática. En aquella dura posguerra Pemán planteaba temprano el duro camino de la reconciliación. Si tras el personaje de Antígona de Anouilh se ha visto la Resistencia comunista, me atrevo a atisbar tras la puesta en escena de Pemán, que dirigió Cayetano Luca de Tena, la reivindicación de la monarquía como forma de gobierno que, aun en crisis, mantiene la llama vacilante de la continuidad histórica. En el drama de la casa real tebana apunta el origen de un conflicto que Creonte habría podido concluir, si no se hubiese dejado arrastrar por el vértigo de una voluntad de poder capaz sólo de ver enemigos en lugar de hermanos que comparten en la muerte una misma tierra. «¿Quién, Antígona, aprueba tu locura?», espeta el tirano. La hija de Edipo le responderá: «Jamás sabrás, Creonte, lo que dicen / sus corazones y sus mentes piensan. / ¡Oh, silencio…, canción de los tiranos! / ¡Oh soledad… escolta de los déspotas!».

En su Antígona José María Pemán, permaneciendo fiel a sus principios, dio un paso adelante en el concepto de su credo político y estético. El autor de El divino impaciente (1933) adaptó, con una renovada profundidad, el espíritu lírico y dramático de la tragedia ateniense al cauce moral y religioso de la tradición española. Desde la división en cinco actos y la combinación de verso y prosa, que remiten a nuestro teatro clásico barroco, tamizado tanto por la renovación poética de los años 20 y 30 como por las lecciones del teatro histórico modernista, hasta los temas cívicos de la legitimidad del poder y la necesidad de una unidad que debe curar las llagas de una herida fratricida – de una desmesura fundacional-, su obra constituye un alegato comprometido con la realidad histórica de España.

Casi ochenta años después de su estreno, no sólo parece borrado el recuerdo de aquella Antígona, sino que, en beneficio de una enfrentada memoria histórica, se pretende disponer el olvido del propio nombre de su autor. José María Pemán, monárquico y trágico, antimoderno y actualísimo, caballero cristiano que jamás perdió la esperanza, sigue mereciendo la única gloria, por más secreta que puede llegar a ser, de un escritor entero: la de sus lectores infatigables de entonces y de ahora, movidos no por el odio, sino por el amor que demuestra toda su obra.