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Se cumplen cuarenta años de la publicación en la revista La Luna de Madrid del Manifiesto del Nuevo Renacentismo (o qué diablos es eso de la Línea Clara). Lo escribió Juan d’Ors (Madrid, 1957), que es él mismo un tipo renacentista: escritor, actor de doblaje, músico y traductor, y desde niño un apasionado de la tintinología que se carteó durante años con Hergé. Dirigió el doblaje español de la serie animada de Tintín de principios de los 90 (Ellipse), un trabajo en el que también realizó la adaptación y sincronización y puso voz al protagonista. Actualmente prepara con Andrés Sanz un audiovisual sobre su relación con el corpus y el personaje y sobre los aspectos menos conocidos de la obra gráfica. Charlamos con él sobre aquel original manifiesto y sobre otras cuestiones tintinescas.

Por generación, llegué antes a la serie animada de Tintín que a los álbumes, así que la tuya es la primera voz que nuestro ilustre belga tuvo en mi cabeza. Además de tu labor profesional como actor y director de doblaje, te implicaste en muchos otros aspectos de la adaptación española.

A pesar de que fue una de las primeras cosas que dirigía en doblaje, Canal+ me dio bastante libertad, ya que sabían que era especialista en Tintín. Trabajé el guion para ser más fiel a Hergé que el original, intenté que nos recordara a la traducción española de Editorial Juventud y traté de conseguir una verdadera coherencia argumental.  Más allá del doblaje, mi misión con la serie fue devolver a Hergé lo que era de Hergé. No fue fácil, ya que las imágenes no se podían cambiar…

¿Y el sonido?

Para la época, creo que estaba bastante bien. Lo hice en el estudio Sincronía, en el que trabajé varios años. Las dos historias de la luna -el espacio, el cohete…- nos dieron especial trabajo, aunque por razones técnicas no todo se refleja en la versión final. Por ejemplo, me inventé un método casero para las escenas de escafandra: los actores se ponían vasos de Duralex en la boca.

En abril de este año se cumplen exactamente 40 años de tu Manifiesto de la Línea Clara, poco más de un año después de la muerte de Hergé. ¿Había un caldo de cultivo para esa reivindicación?

Sí. En España ya había habido algunos precedentes de interés en la Línea Clara -un buen ejemplo es la revista ‘Cairo’, fundada en 1981-, aunque yo fui el primero en hablar de forma sistematizada del fenómeno. Precisamente en los años 80 hubo una gran reivindicación de Tintín, desde una perspectiva más bien adulta e igualmente de coleccionismo.

Tintín y la moderna Línea Clara. De izquierda a derecha: Didier Savard (Francia; boceto); Garen Ewing (Inglaterra); Hergé (Bélgica; dibujo publicitario); Ted Benoit (Francia; proclama).

Llama la atención que el texto apareciera en la revista La Luna de Madrid, vinculada a la Movida y con vocación agitadora. ¿A nadie le sorprendió encontrarse en sus páginas con una defensa de la Línea Clara?

Cuando conocí ‘La Luna’, supe que era la única revista en la que podía publicar ese manifiesto. Fue mi primer y único contacto con ellos. Aceptaron el manifiesto con gusto y le dedicaron dos de sus grandes páginas completas. Una vez publicado, eso sí, creo que recibieron críticas buenas y malas. Mi manifiesto seguía el estilo de los de entreguerras, con un tono algo dogmático, incluso, por momentos, paródico, demasiado estricto tal vez, que molestó a algunos. El director de la revista, Borja Casani, me comentó que habían tenido muchas felicitaciones: “Habéis sido muy valientes al publicar este manifiesto”, les decían. Cosas del eclecticismo de la postmodernidad…

Otra cosa original es el nombre que elegiste para definir la tendencia. ¿Por qué Nuevo Renacentismo?

Forma parte de la autoparodia y es un poco redundante: «Nuevo nacimiento», «renacer». Se trataba de volver a Hergé. Y para mí volver a eso significaba volver también al Quatroccento de alguna manera. Yo veía a Hergé, y sigo viéndolo, como un discípulo de Leonardo y de Botticelli (por sus bocetos, su actitud y su amor al contorno).

Pocos meses después, en octubre de ese año, la exposición de la Fundación Miró sobre Tintín en Barcelona desató un debate agitado. Un grupo de dibujantes e intelectuales publicó un manifiesto en el que tildaba a nuestro reportero favorito de “una obra con destinatarios infantiles y sin el rango estético suficiente para ser huésped de una entidad con un nombre tan ilustre”.

Así como mi manifiesto tenía una vocación estética, la polémica sobre la Fundación Miró, en el fondo, fue principalmente un tema económico y editorial. En la pugna se enfrentaban dos polos, uno representado por el editor Josep Toutain y por el inevitable Javier Coma, y otro encabezado por Rafael Martínez, fundador de la Editorial Norma, y Joan Navarro, director de la revista Cairo; estos últimos eran más cercanos a Hergé y a la Línea Clara. Se dijeron cosas tan estúpidas como que Tintín era un producto meramente infantil. Tintín tiene la suerte de llegar a un público muy amplio; lo disfrutan tanto los niños como los adultos.

Un ángulo del Museo Tintín en Madrid, colección privada de Juan d’Ors

En tu manifiesto intentabas explicar “qué demonios es eso de la Línea Clara”, una categoría cuyos límites todavía hoy siguen en discusión. ¿Qué papel jugó Hergé en el desarrollo del concepto?

Cuando se empezó a hablar de la Línea Clara –concepto que creó y difundió el holandés Joost Swarte–Hergé lo recibió con una actitud de agradable sorpresa, pero también con cierta distancia. En la primera etapa del ‘Journal Tintin’,  Hergé había impuesto su criterio sobre la forma de contar historias y de dibujarlas: todos los autores, en mayor o menor grado, seguían su estilo. Con los años, a medida que fueron cambiando los redactores-jefe, la revista se transformó, fue adquiriendo contenidos más adultos y variados. Hergé en cierta forma se arrepintió de haber ejercido – voluntaria o involuntariamente-  «monopolio estilístico»  en la primera etapa y, sospecho, empezó a pensar que hubiera sido mejor dar más libertad a los autores de la revista, no haber dejado que los contenidos siguieran tanto «su propio modelo de aventura». Cuando le preguntaban mucho después si se sentía reflejado en otros autores de la Línea Clara de finales de los 70 y primeros 80 respondía que “vagamente”.

Dices en el texto que “el Nuevo Renacentismo no es sólo una actitud estética y estilística; es también una actitud ética y narrativa”.

Para Hergé lo más importante era contar una historia: la imagen tenía que estar en función de la narración. Pese a la importancia que concedía a los detalles y a los fondos, nunca fue un decorativista. Además de una cuestión de dibujo, la Línea Clara es una cuestión narrativa. En cuanto a lo ético, yo descubrí que, si tienes un dibujo limpio y cuidado, lo que estás contando no puede estar en contradicción con ese estilo. Cuanto más sucia, oscura y puramente emocional es la historia, menos claro será el dibujo. En la Línea Clara, fondo y forma deben ir de la mano.

Otra frase del manifiesto: “Nuestra Aventura tendrá imaginación, incluso fantasía y fenómeno paranormal; eso sí, dentro siempre de la credibilidad”.

En las historias de Hergé es muy importante la verosimilitud, más que el realismo. Nunca fue un entusiasta del “relato maravilloso”, aunque utilizó elementos fantásticos dentro de una lógica racional. En La estrella misteriosa, por ejemplo, todos los fenómenos extraños, que son muchos, se explican por un material desconocido. En el caso de Las siete bolas de cristal, un libro más fantástico de lo normal, se nota la influencia de Jacobs, más partidario de un enfoque efectista y teatral. Incluso los sueños, muy importantes en sus historias, están expuestos desde una coherencia muy construida. Por otro lado, un espectador de cine, un lector de una novela o de un cómic… tienen que creerse la historia para poder gozarla como algo vivido. Ésa es una de las razones por las que Hergé se documentaba tanto.

En 1985, un año después del manifiesto, terminaste tu libro “Tintín, Hergé… y los demás”, un profundo estudio del autor y su obra en el que incluiste el manifiesto y una segunda parte. Si el primer texto apareció en ‘La Luna de Madrid’, la editorial que elegiste para tu obra era todavía más sorprendente: la muy transgresora Ediciones Libertarias. ¿Encajó bien?

Fue algo puramente fortuito. Borja Casani me sugirió hablar con Antonio J. Huerga, que efectivamente era un hombre más bien ácrata pero abierto. Los autores que publicaban en la editorial tenían en general poco que ver conmigo o con el tema de Tintín, aunque eran casi todos «postmodernos», por decir algo. Aceptó el manuscrito casi immediatamente y fue uno de los más entusiastas… aunque tardó tres años y medio en publicarlo. Por cierto, una de las críticas o reseñas de mi libro, caricaturizando mi pasión por el autor y el personaje, le cambió el título por “Tintín, Hergé… ¡y nadie más!”

Juan d’Ors

Terminemos casi por el principio. En 1971, con sólo trece años, comenzaste a cartearte con Hergé. Mantuviste la correspondencia hasta 1980, cuando el autor cae muy enfermo. ¿Cómo trataba el maestro a sus fieles seguidores?

Después de caer Hergé enfermo, seguí mi correspondencia con sus colaboradores más cercanos, con su viuda y con algunas de sus relaciones.

Hergé era un hombre sorprendente. Dedicaba una gran parte de su tiempo a contestar personalmente cartas, fueran éstas de niños o adultos. Desbordado a veces, acudía a su secretario Van den Branden para que contestara por él, pero finalmente perdía más tiempo, porque tenia que revisar cada una de las respuestas de su asistente, vigilar el estilo y por supuesto firmar autógrafamente. De la misma manera que en sus viñetas no debía notarse que había varias manos, tampoco en la correspondencia debía distinguirse al creador del ayudante. Se distingue perfectamente, lo mismo que un Tintín dibujado por Hergé de otro de Bob De Moor… Menos florido y más preciso Hergé, más maniático (subrayando manualmente algunas palabras mecanografiadas, o poniendo palabras todas en mayúsculas). ¡¡Creo poder afirmar que prácticamente todas las cartas de mi correspondencia firmadas por Hergé (una buena veintena) son obra suya!!

Hergé distribuía a sus corresponsales lectores entre los «exigentes» (que deseaban que les enviara dibujos, fotos o libros dedicados), los «enfermizos» (que utilizaban al historietista como remedio para sus males) y los «precisos» (que le señalaban cualquier error deslizado en las viñetas). Creo que a mí me veía como la mezcla de un «lírico» (a la manera de un Tornasol ante su inminente llegada a la Luna) y un «invasor» (como un Serafín Latón penetrando en el castillo de Moulinsart). Sin embargo, me parece que el maestro se sentía algo compungido y culpable teniendo que decirme por enésima vez que no podía contestar a todas y cada una de mis cuestiones…