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En 1922 James Joyce publicaba el Ulysses en París. No sin cierto toque metaparódico, José Jiménez Lozano comenzaba un poema suyo exclamando: «¡Oh, cómo se alzó el coro de las laudes académicas / a Míster Joyce! Había inventado, se decía, / la palabra como al comienzo del mundo…».

Como sucedía por aquellos años, también en aquel escándalo literario T. S. Eliot y Ezra Pound no se habían privado de intervenir y azuzarlo. Los ecos, amortiguados, llegaron a España. La recién estrenada Revista de Occidente, que Juan Ramón Jiménez con su perfidia afilada había rebautizado Revista de Desoriente, publicaba una notable reseña de Antonio Marichalar. En 1926 la revista Nóos ofrecía la traducción en gallego de un fragmento realizado por Ramón Otero Pedrayo. Josep Pla también daba noticias del libro de Joyce en Cataluña. En 1929 salía la traducción al francés revisada por Valéry Larbaud, mientras se iba produciendo el éxito publicitario del contrabando de tiradas clandestinas, secuestradas y quemadas en USA, donde, como el alcohol en aquellos felices 20, también la obra de Joyce había sido prohibida por obscena e inmoral.

La aventura literaria: de París a Vallençana

Entretanto un jovencísimo Juan Ramón Masoliver (1910-1997), pariente de Luis Buñuel, fascinado por el Surrealismo, en relaciones con La Gaceta Literaria de Ernesto Giménez Caballero, inquieto y con temprana comezón aventurera, ponía en marcha en su pueblo de Vilafranca la revista Hélix. En su número 9, precedido por un ensayo sobre la obra de Joyce a cargo de Lluís Montanyà, amigo de Salvador Dalí, también publicaba la traducción de un fragmento uliseico firmado por un misterioso M. R., cuya identidad revelaría sesenta años más tarde el propio Masoliver en Perfil de sombras (1994), una colección de los artículos de toda una vida que conformaban una singular autobiografía: «Desde hacía tiempo nuestro amigo y seguro nauchel en cualquier singladura intelectual, mosén Manuel Trens, de Vilafranca, nos traía y nos cantaba no pocos pasajes de la edición de 1927; la inglesa, por supuesto […]. Ni que decir tiene que el doctor Trens no quería firmar aquella primera versión catalana. Las razones son obvias. A lo sumo, transigió con unas iniciales, ni siquiera las suyas (y con absoluta ingenuidad la T del apellido tuve que cambiársela por la R de Railways)».

Mn. Trens, liturgista e historiador del arte, fundador en 1939 de la revista Ars Sacra, según quienes lo conocieron un dandi, fue lo más parecido a un abate francés del siglo XVIII que a este lado del Pirineo podamos imaginar. Rodeado de jóvenes surrealistas, debió de disfrutar de lo lindo traduciendo unas pocas páginas como una de esas travesuras de sacerdote culto. En la Biblioteca Pública Episcopal del Seminario de Barcelona se conserva el ejemplar de su legado. Hace unos años lo consulté. Exquisitamente conservado, todavía de una tersa rugosidad, podía uno imaginar a su propietario con un abridor repujado separando las hojas con un preciso y exacto gesto de muñeca. Mn. Trens había leído unas trescientas páginas. El resto del volumen permanecía intonso.

Pero a Masoliver no le bastaba esa sedentaria elegancia. En plena combustión, lio los bártulos y se plantó en París frente a Joyce a quien hizo entrega de un ejemplar de la revista. Entre las pocas publicaciones españolas que formaban parte de la biblioteca personal del escritor irlandés, que custodia ahora la Universidad de Buffalo, continúa impertérrita la traducción de M. R.

En todo caso, a partir de los años 30 se inicia el periodo de aventurero literario de Masoliver que, a través de diversas fases, dura unos veinte años. Sònia Hernández Hernández ha reconstruido esa etapa de juventud primero en París (1930-1931) y luego en Rapallo (1931-1936), donde acaba de perfilar su formación como lector de español en la Universidad de Génova y sobre todo alrededor del círculo que tenía por centro la figura de Ezra Pound. Sin el autor de los Cantos es imposible entender no ya las afinidades políticas de Masoliver que le llevaron a afiliarse a Falange Española, sino el interés sostenido por la poesía italiana de ese milagroso Renacimiento que se produjo entre el Duecento y los stilnovistas.

Conectado con Dionisio Ridruejo, con quien colaboró en la Delegación de Prensa y Propaganda durante la guerra civil, todavía por unos años mantiene su energía aventurera cubriendo como corresponsal de guerra para La Vanguardia algunos focos de conflicto en Jordania y los Balcanes. Pero a Masoliver le pasa lo que a otros literatos de adscripción falangista. Enseguida se desentienden —relativamente— o son desentendidos del Régimen triunfante. Al final, por razones políticas, literarias o familiares muchos de ellos acaban replegándose. Es cierto que sus peculiares “ermitas” combinaban más los aires de cuarteles de inviernos, como en el caso más puro de Rafael Sánchez Mazas, con las diversas graduaciones de un cuartel de operaciones. Masoliver dejó transcurrir todavía algunos años como director de la Academia de Bellas Artes de Roma (1945-1953) antes de decidir acogerse a su villa familiar de Vallençana en Montcada y Reixach. A fin de cuentas, «com el Vallès no hi ha res».

Cavalcanti y Masoliver

Sería injusto atribuir a Masoliver la condición de aventurero como Ortega se la aplicaba a Alonso de Contreras. Masoliver siguió siempre una vocación clara. En él la reflexión y la actividad eran apenas distinguibles. A su manera se esforzó por sintetizar la comparación orteguiana: «los aventureros son partidarios de la acción por la acción, como hace años poetas y pintores lo eran del arte por el arte». Sabía muy bien que el pensamiento literario es sólo una dimensión de la literatura. La otra es la actuación. Por ello, había alternado con Joyce y Pound de joven como en su madurez quiso promover, entre otras iniciativas, los Premios de la Crítica. Convirtió la acción en literatura para hacer de ella otra aventura.

Seguiremos así en deuda secreta con su singular trayectoria, aunque fuera por su mítica edición en la editorial Siruela, deliciosa y absurda a la vez, del Cancionero del amigo de Dante, el poeta Guido Cavalcanti (1258-1300). Sus criterios de transcripción del texto italiano y de traducción ponen a prueba, hasta quebrarla, cualquier paciencia filológica. Pero al leer sus versiones se produce el extraño milagro de sentir en los labios el aire salino de la costa ligur, como si todavía Pound o el propio Masoliver, como seguros «naucheles», siguieran «cantando» ahora para nosotros aquellos versos.

El joven Pere Gimferrer en “Mazurca en este día” podía preguntarse ante la muerte de Kublai Khan «Dios, ¿qué fue de mi vida?», mientras imaginaba a Vellido Dolfos deslizarse barbacana abajo entre las murallas de Zamora y los brocados de Florencia a través de los claustros de la Universidad charolados por la lluvia. Y Antonio Colinas, como un Aschenbach viscontiniano, podía sentir la obligación de espiar en Venecia el paso fugaz de la vetusta sombra de Pound «en esa callejuela con macetas, / sin más salida que la de la muerte». Arda el mar o se custodie su sepulcro en Tarquinia, Masoliver vivió y leyó —lo aspiró— todo antes, a su tiempo.