Juan Vilá juega limpio con el lector en la solapa de su última novela, 1980, editada por Anagrama. Le advierte de que su novela no va ni de abusos sexuales ni de palizas. Podría habérselo callado. O peor: podría haber falseado la historia, su historia, y atribuir a su segundo padre, un señor muy de derechas, todo tipo de monstruosidades. Es lo que se lleva, ¿no? Pero habría faltado a la verdad. La de aquel viejo burgués de Barcelona con aquella joven progre de Madrid y los tres hijos de esta fue, con todas sus sombras, todas sus taras y todas sus dificultades, una historia de amor.
¿Eres consciente del riesgo que entraña un título como 1980? Habrá quien lo lea y piense: bah, otra novela sobre la movida madrileña.
Por eso rechacé cualquier propuesta de portada con ilustraciones de Ceesepe, El Hortelano u otros pintores de la época. Porque la novela no va de la movida. Ni habla de los 80. Soy muy antiochenta. Los 80 son la codicia de los yuppies, el hedonismo de supermercado, la fiebre de los gimnasios, la música pop española, el color flúor, el cine de Spielberg, los centros comerciales, la cultura del pelotazo… Todos los males que nos gobiernan hoy surgen entonces.
La novela, sin embargo, capta el ambiente de la época.
De rebote, sin pretenderlo. Se titula 1980 porque es el año en el que estoy a punto de morir y en el que irrumpe mi segundo padre.
Hilar un acontecimiento con otro puede hacer pensar que tu segundo padre te salvó la vida.
De alguna manera lo hizo. Fue el elemento extraño que da forma a la familia desestructurada que formábamos mi madre, mi hermano, mi hermana y yo. Nací con padre, lo perdí, viví años de ausencia y vacío, y entonces apareció mi segundo padre. Qué celebración, ¿no?, qué cosa tan de puta madre. La figura del padre, digo. De un buen padre. Es lo mejor que te puede pasar en la vida. Como una buena madre.
¿La tuya lo fue?
Cuando le conté a mi madre que a todo el que leía la novela le encantaba su personaje, me respondió: “Juan, yo no quiero ser un personaje de novela. Quiero ser una madre tradicional”. Y pensé: “Pues tendrías que nacer de nuevo, porque has sido todo menos eso”.
¿La culpas?
No solo no la culpo, sino que la novela me ha servido para reconciliarme con ella. Me lo decía un amigo de edad como la de mi madre y trayectoria parecida: “la nuestra fue la primera generación que abandonó a la familia; nos equivocamos”. Era la generación de los nacidos en los 40, la generación progre, la que puso sus prioridades en otros asuntos.
¿Tu madre también se lo reprocha?
No sé si se lo reprocha o le pasa lo que a todos, que terminamos queriendo lo que no tenemos.
Como personaje, cotiza al alza: es la mujer empoderada.
Una mujer fuerte, echada para adelante, que hace lo que le da la gana. Cómo no elogiarla. Lo que pasa es que el empoderamiento tiene sus sombras. Cuando ejerces un poder, suele ser contra alguien.
No parece que ese alguien fuese tu segundo padre: en la novela ni se deja oscurecer ni desdibujar.
Para mí, es el auténtico héroe de la novela. Pocos lectores se fijan en él. Los que lo hacen son, principalmente, lectores de derechas.
Tu padre, tu segundo padre, también lo era.
Él se reconocía de derechas, pero a la catalana, supongo que para diferenciarse de los franquistas de la época, los que frecuentaban los puestos de la calle Goya y llevaban una banderita de España en el reloj.
La precisión no le habría servido de mucho en estos tiempos: le habrían llamado facha igual.
Porque hoy cualquiera es facha. Pero mi padre no lo era. Él era un conservador. En un sentido antropológico, diría. Con las ideas muy claras y también su cuota de hipocresía. No lo digo como crítica. La hipocresía muchas veces es signo de buena educación. Es todo lo contrario que la asertividad, la gilipollez esa de la que hablan los psicólogos. El hipócrita todavía puede salvarse. Otra cosa es el desalmado.
¿Inscribimos en esa cuota de hipocresía que aparcara su vida anterior y se fuera con tu madre?
Un sesentón burgués de Barcelona que pierde la cabeza por una progre de Madrid más joven que él. Es una historia que todavía no me explico.
¿Por eso has escrito la novela?
Teorizo muy poco acerca de lo que hago. Solo sé que llevaba tiempo queriendo escribir sobre mi familia, pero no sobre mi segundo padre.
¿Por qué dejarlo fuera de la narración?
Porque solo escribo de aquellas cosas que me causan problemas. Y mi padre, como te digo, me salvó. Sin embargo, fue imposible no escribir de él también.
No solo tu padre sale bien parado, también tu familia, incluso la familia.
Quería escribir contra la familia y he terminado haciendo un alegato. Mi postura crítica ha cambiado con los años.
¿Debido a qué?
A que he pasado toda la vida dando bandazos, matando y resucitando padres de dos en dos, y hasta a mi pobre madre. Es muy curioso, porque la mayor parte de la gente que conozco y que han crecido en un ambiente de izquierdas, no han pasado por ese proceso. Me resulta extraño no forjar tu personalidad, al menos durante la adolescencia, mediante ese proceso de rebeldía y enfrentamiento con la autoridad familiar y los modelos que te quieren transmitir.
Existen excepciones en la izquierda.
Claro, como la hija de Almudena Grandes y Luis García Montero, que se ha hecho falangista. Pero fíjate lo raro o exótico que nos parece, cuando a la inversa, un pijo que cambia de bando, lo vemos la cosa más normal del mundo.
Y esos bandazos aplicados a la idea de familia, ¿cómo se concretan?
Antes, pensaba que la familia era una plasmación de las mierdas que todos llevamos dentro. Ahora, sé que somos peores solos que en familia. 1980 es, de alguna forma, una reivindicación de la necesidad de la familia.
Una reivindicación, sí, pero sin moralinas, lo que se agradece.
Las novelas no tienen que ser ejemplares. Igual que las películas y las series. Tienen que hablar del ser, no del deber ser.
Pues ahora es al revés.
Cuando estrenaron Chernobyl, alguien se quejó en Twitter y se creó una polémica porque no aparecían personajes negros. ¿Negros en la Ucrania de los años 80? ¿Acaso había alguno? Fíjate que hasta en una producción basada en hechos históricos, se pretende enseñar el mundo tal y como a algunos les gustaría que fuera, o tal y como consideran que debería ser, y no como en efecto fue. El problema, creo, es doble.
¿Por un lado?
Demuestra hasta qué punto nos estamos convirtiendo en una civilización incapaz de asumir la realidad, con las cosas buenas o malas que pueda tener.
¿Y por otro?
Se acaba produciendo un efecto muy perverso: se centran gran parte de los esfuerzos y la supuesta lucha en cambiar los mundos de ficción e incluso el pasado, se quedan muy orgullosos y muy tranquilos con eso, mientras en la realidad todo sigue igual. O peor.
Lo que permanece es la familia.
Porque, insisto, la necesitamos. Con todas sus taras. Porque todas las familias son extrañas.
¿Qué hay de las familias felices de las que hablaba Tolstoi al comienzo de Ana Karenina?
Odio ese comienzo, porque asume que existen las familias felices. Yo, cada vez que veo una aparentemente perfecta, desconfío. Seguro que sus miembros ocultan crímenes tremendos. Lo que no significa que todas las familias sean monstruosas. Si acaso son raras, incluso las normales, que son las que al final nos salvan.