El tren diurno número 280 descarriló a su paso por Villada, Palencia, con el resultado de seis pasajeros muertos. Era el 21 de agosto de 2006. Hasta el lugar del siniestro se desplazó Juan Vicente Herrera, entonces presidente de la Junta de Castilla y León.
Esa misma tarde, Herrera fue requerido en el tanatorio de Palencia, no como presidente de la Junta, sino para reconocer el cadáver de uno de los fallecidos, Julián Campo. Horas antes, cuando acudió a Villada, no pudo imaginar que su primo hermano, su primo amigo, era uno de los fallecidos.
Aparte de parentesco y amistad, Herrera y Campo habían compartido mucho, muchísimo: infancia, colegio, casa (con un piso de diferencia), risas, recuerdos, incluso un ruta jacobea. A visitar al patrón de España había ido el político por insistencia de su primo, un enamorado del Camino. La primera vez que Julián peregrinó hasta Compostela fue con 40 años, en 1996. Es probable que muchos de sus amigos y conocidos entonces apostaran porque no completaría una sola etapa. Sin embargo, los múltiples sellos de su compostelana acreditarían que sí, que fue capaz. Algo había empezado a cambiar en él.
No era que Julián Campo fuese un hombre alejado de la fe. Era, más bien, católico practicante, cofrade de la Semana Santa de Burgos, devoto de San Bruno y ocasional adorador nocturno las noches que no tenía plan mejor, que solían ser pocas al año. Para entendernos, el tipo, además de un próspero empresario de lo textil, era un disfrutón de la vida: la mejor colección de corbatas de la ciudad, siempre al volante de buenos coches, amigo de la buena mesa, asiduo los domingos al Calderón y a cualquier plaza del mundo cualquier día de la semana, con la condición de que el que toreara fuese Antoñete.
El misterioso caminante que le habló de Calcuta
Por todo lo anterior, la extrañeza de muchos cuando se calzó las botas de peregrino, se echó la mochila a la espalda, agarró el bordón y una voz en su interior gritó, inflexible, ¡en marcha! La imagen que los escépticos guardaban de él, la de un tipo alto, gordo y de cuidadísimos bigotes, se trocó desde entonces y hasta su muerte por la de otro tipo igual de alto, pero con una de esas barbas apellidadas bíblicas y flaco flaquísimo, con un aura alrededor que unos atribuían a la gordura de tantos años y otros, a la santidad en vida recién estrenada.
En aquella primera peregrinación a Santiago -visitaría la tumba del apóstol en otras nueve ocasiones, una por año, hasta su muerte- conoció a un misterioso caminante, del que no ha trascendido el nombre, que le habló de una ciudad en el mundo en cuyos arrabales crecían las ratas, los niños y los santos, y donde una venerable monja venida de Albania había dotado de sentido su vocación. Eran, claro, Calcuta y la Madre Teresa.
Julián debió de recordar entonces a un viejo compañero del colegio, los jesuitas de Burgos, al que sabía voluntario en alguna casa de las Hermanas de la Caridad, en India y en Etiopía, amén de apasionado del Camino. Se llamaba José Santino Manzano. Quién le iba a decir a uno y quien le iba a decir al otro que de simples conocidos -casi, casi meros saludados- iban a pasar a ser íntimos amigos, hasta el punto de que la muerte les alcanzó juntos el 21 de agosto de 2006, a bordo de aquel tren en el que regresaban a Burgos desde Santiago. Pero no adelantemos acontecimientos.
Betadine y alegría
El caso es que José Santino le remitió a Julián Campo vía fax -eran otros tiempos- cinco folios manuscritos con todo lo que necesitaba saber para irse a servir a los más pobres entre los pobres. Al final, todo podía resumirse en una dirección –Circular Lower Road, 54, Calcuta, donde tenían las hermanas la casa madre- y los dos productos más demandados allí: betadine y alegría. Julián traía aprendida de su primera peregrinación a Santiago una lección que le sería de mucha utilidad los años que le quedaran de vida: que todo lo que podía dejarse por el camino, sobra.
Julián por entonces vivía en un apartamento en Marbella. Llevaba allí un par de años. Al parecer, los negocios familiares heredados amenazaban ruina, lo mismo que su salud, de ahí que un médico le prescribiera por anticipado y con carácter de urgencia un retiro dorado. Y aunque tal cosa parecía ir con su carácter, cada vez estaba más claro que no era ese su destino.
Así, un día condujo hasta el aeropuerto de Málaga, dejando su Audi en el aparcamiento, con idea de recogerlo un mes más tarde, tiempo que tenía planeado pasar en Calcuta. Finalmente, pasó allí seis meses. Del coche, no hay noticia. Lo más probable es que acabara retirado por un grúa y llevado a un desguace. La India había cambiado para siempre a Julián. Al contrario que el del Evangelio, nuestro joven rico lo dejaría todo para seguir a Cristo buscando su rostro entre los más pobres de los pobres o en los pies llagados de los caminantes a Compostela.
‘Bondu’
Porque la próxima década, de 1996 a 2006, Julián la pasaría entre Calcuta y el Camino de Santiago, mitad del año en un sitio, mitad en el otro, más o menos. Como peregrino, completó 10 compostelanas, fue hospitalero en Rabanal y en Castrojeriz y era habitual verlo acompañar en sus rezos a las clarisas o a los benedictinos.
Por lo que respecta al Julián voluntario en Calcuta, llegó a conocer a la Madre Teresa, contrajo una hepatitis que por poco le lleva a la tumba, aprendió bengalí, enseñó a los niños a cantarle a la Virgen en español, se levantaba a diario a las cinco (de la mañana), oía misa a las seis, cuidaba moribundos hasta tarde por la tarde, rezaba el rosario y todos le llamaban bondu, es decir, amigo.
Su recuerdo vive en la memoria de los que le trataron. Así, su amigo Rubén Amón viajó hasta Calcuta para hacerle un reportaje a pie de slum, Antonio J. Mencía publicó en Diario de Burgos la que fue su última entrevista, Petón hizo lo propio en As como un obituario que rozaba la perfección, el sueco Tom Kallene alguna vez ha confesado que en su conversión al catolicismo jugó un papel, y la hermana Nirmala, sucesora de la Madre Teresa, escribió a los familiares y amigos de Julián una sentida carta de condolencia.
Dicen que, tras el accidente, nada pudo hacerse por su vida. Pero dicen también que su muerte sirvió para salvar la de muchos otros.