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A veces, pasa. Inesperadamente, a una le llega el encargo de entrevistar a quien admira, y mucho. Y el sentimiento que nace es doble: la alegría de poder hacerle preguntas a aquella persona y el vértigo algo angustioso de no estar, ni de lejos, a la altura. Así ha ocurrido con Kiko Méndez-Monasterio. Nacido en Madrid en 1972, el escritor y periodista es una de las mejores plumas de esta España nuestra; pese a todo, hidalga, magnánima y noble. Méndez-Monasterio sabe observar y se nota, tanto en sus artículos en prensa, juiciosos; como en su novela, La calle de la luna.

Si vamos a lo importante, quédense con este mensaje: léanla. Les convencerá, seguro, Esperanza Ruiz en su magnífica reseña de la novela, la que faltaba para contar el final de los ochenta y el inicio de los noventa a ojos de quienes los disfrutaron con toda la energía de la juventud. Y, sin duda, descubrirán la fuerza de una historia que suena a acordes pop, tocados en directo en algún garito, y con otra música más de fondo: la del nihilismo, al que llegamos, sí, en brazos del consumo sin mesura. Méndez-Monasterio lo contó porque sabe de la importancia de la literatura, que son los ladrillos y andamios con los que se ha construido nuestro mundo. Y, por si fuera poco, ¡bendice la nostalgia! Sobre todo ello tenemos el privilegio de charlar con él mientras esperamos, impacientes, su siguiente novela.

Defiende que toda sociedad, toda civilización, necesita un relato, contado a través de la novela y los cuentos, fundamentalmente. ¿Por qué?

Bueno, no creo que necesiten un relato… Más bien que están hechas de relatos. Quiero decir que las civilizaciones las construyen los cuentos, antes que nada, que se van contando a sí mismas y a la vez se van imaginando, y que al conocer los cuentos de cada época podemos reconocer el espíritu que la alumbraba, el hombre de cada tiempo. Y, al desconocerlos, o al olvidarlos, los desentendemos. Quiero suponer que cuando Ortega anteponía la razón histórica a la razón pura, o a la razón técnica, se refería más o menos a esto.

Y, en concreto, nuestra civilización es la civilización de la novela. Un producto complejísimo, capaz de contener múltiples relatos, y aforismos, y ensayos, y poemas… y que al mismo tiempo se puede disfrutar con una maravillosa sencillez porque no ha perdido su vocación de entretener, como el de los cuentos más primitivos.

Publicó «La calle de la luna» por primera vez en 2008. ¿Faltaba una novela que contara el final de los ochenta y los primeros años noventa?

No creo que le faltara al mundo… pero me faltaba a mí. Somos una generación a caballo de milenios y dicen que hasta de eras, pero yo no pretendía explicar los grandes enigmas del universo, sólo la historia de un tipo que maduraba cuando decían que se había acabado la historia… y es verdad que se estaban acabando muchas cosas, de golpe. No sólo un siglo, o un modelo económico y político… Somos la última generación que para hablar con la chica que te gustaba tenía que llamar a su casa… y te cogía su padre.

¿Por qué hermanó la escritura con la música? ¿Era la segunda esencial para comprender la historia que nos quería contar?

Esencial para comprender esa época, no. Lo habría sido en los sesenta, cuando las canciones se convirtieron en motores de transformación social… En los noventa ya no era así… Pero pensé, supongo, que era una buena forma de acercarse a la educación sentimental -y también moral- de aquel tiempo. David Gistau tuvo la amabilidad de presentar esa novela… Nos reímos por las diferencias enormes sobre gustos musicales, que a él lo pop le parecía muy blandito…, y sin embargo se extrañaba de reconocer al mismo tiempo una voz generacional… Supongo que, aunque los ritmos fueran tan diferentes, las notas eran parecidas.

Se publica más que nunca, tanto ensayos como ficción. ¿Es imprescindible su paso de generación en generación para entender cada momento histórico?

Los ensayos están en desventaja cuando existen cambios profundos y rápidos. Y nunca han cambiado las cosas tan rápida y profundamente como ahora… así que me temo que tienen más desventaja que nunca. La ficción, por el contrario, si logra reflejar el espíritu del hombre en el espíritu de su tiempo, se convierte a la vez en cátedras y en profecías. Nos va a costar entendernos con nuestros hijos, que crecen, aprenden y maduran llevando en el bolsillo una pantallita que contiene un universo entero, es como si procediéramos de planetas diferentes, que solo por casualidad compartimos el mismo mundo. Y tengo esperanza de que, a través de la ficción, podamos seguir convencidos de que somos de la misma especie.

«La calle de la luna» cuenta las aventuras de un universitario de los noventa. ¿Cree que, ahora, es más difícil escribir novelas generacionales, de adolescencia o de juventud, porque ambas etapas se alargan cada vez más? Si es así, ¿será un problema?

¡Será un problema porque serán más largas! (ríe) Uno de los límites de la novela es la memoria… si no, podría pasar lo de aquel oyente que le dijo al conferenciante: “se ha alargado usted tanto que he olvidado el principio de su discurso… y por lo tanto no he entendido el final”.

Creo que las adolescencias alargadas eran las nuestras… pero al menos tenían final. Ahora -y es una sensación, más que un juicio- casi parecen permanentes. Perdona que hable de política, pero me gusta mucho el título que el señor Rajoy eligió para su libro: “política para adultos”. Es un elegante reproche. Pero es que la madurez necesita cierta calma… y no parece que nuestro tiempo nos la quiera proporcionar.

Y sí, puede que las novelas de aprendizaje -todo ese género literario sobre el camino hacia la edad adulta- ahora se compliquen un poco, como todo de lo que es difícil vislumbrar el final.

Muchos critican a los jóvenes, o, mejor dicho, a los adultos nacidos a finales de los ochenta y principios de los noventa, por nostálgicos. ¿Se abusa de la nostalgia porque no hay un relato que contar?

¡La nostalgia es algo maravilloso! ¡Mucho menos peligrosa que el utopismo! El abusar de ella puede conducir a la melancolía, pero en buenas dosis nos mantiene unidos a las raíces profundas de las que hablaba Tolkien, las que no se hielan.

John Senior creó escuela con su programa «Grandes libros», que le sirvió para formar a alumnos educados en el nihilismo. En España, algunos, como Natalia y Miguel Sanmartín, opinan, si no me equivoco, que los buenos libros sirven (no en el sentido utilitarista) para educarse, para acercarse a la verdad, la belleza y el bien. ¿Leemos para educarnos o para comprender el mundo en el que vivimos?

Es magnífica la idea de educar a través de los grandes relatos, que lo son, precisamente, porque han sabido conectar con lo verdadero, con lo bueno, con lo bello. Como te decía al principio, ellos construyen la civilización. Además, hay un voluptuoso gusto reaccionario al observar que quienes los desprecian no tienen ni idea de qué trata el capítulo siguiente, que es el de mañana, y se pierden en adanismos pueriles, y se frustran cuando nada sale como habían planeado.

Parece que existe un boom de series de televisión: muchos actores, directores y guionistas han pasado del largometraje a esta fórmula que parece que compite todavía más con el libro que el propio cine.

Me interesa mucho el fenómeno de las series, quizá porque creo que me da la razón cuando hablo de la importancia de la novela. Se ha producido -no inducido- un cambio profundo en la creación y consumo de lo audiovisual que encaja mucho mejor con los parámetros de la novela. No creo que sea una casualidad. Necesitamos esos grandes relatos que comentábamos… y me alegra que existan varias fórmulas para contarlos.

Volviendo al principio, ¿publicará otra novela? ¿Cuándo? ¿Sobre qué tratará?

Hace años dejé el periodismo para volver a escribir únicamente ficción… Y cuando iba por la primera página se me cruzó un lío del que todavía no he podido librarme. Imagino, y deseo, que más pronto que tarde se librará él de mí… Ojalá entonces no sea demasiado tarde.