Las noticias de estos tiempos parecen esforzarse en hacer realidad los sueños húmedos de todas las películas distópicas. Gobiernos y grandes empresas se han convertido en un meme de sí mismos; ya no podemos distinguir parodia de retrato fiel. No sabemos si la última ocurrencia de Irene Montero —ella sabe que «¡sí se puede!» multiplicar por cien el patrimonio personal… entrando en política— o de Alberto Garzón —el del chándal de la RDA— es una broma de El Mundo Today o una crónica rigurosa y en serio de El Mundo. Porque, gracias al gobierno de progreso, ahora las mascotas deben llevar DNI, con nombre, dos apellidos, foto, fecha de nacimiento y sexo —nada de género autopercibido.
También gracias al gobierno de progreso vamos a ir dando los pasos necesarios para retrasar nuestra edad de jubilación y aminorar los ingresos de una eventual pensión pública. Dicen ahora que son demasiado altas. De hecho, la pensión media durante 2021 fue de 1.192 euros mensuales (1.037 euros, si tenemos en cuenta todos los tipos de pensiones, también las de orfandad), mientras que los ingresos medios de los trabajadores eran de 1.908 euros al mes. Una ratio del 62%, frente a una proporción del 50% de hace una década. Las jubilaciones suben y los salarios se estacan, piensan nuestros políticos. Visto a través del prisma más capitalista posible, no tiene sentido que cada vez haya más carcamal no productivo recibiendo una prestación que merma las ganancias de quienes sí contribuyen al crecimiento de la facturación. Otra cosa es que tengamos que medir al ser humano en estos términos. De momento, Amazon ya supone una capitalización bursátil un 21,5% superior al PIB de España. Y Amazon, por ahora, no tiene pensado pagar pensiones.
Más mascotas y menos niños
En ciudades como Madrid ya hay casi tantas mascotas como niños menores de doce años. Según el Instituto Nacional de Estadística, en la capital del reino hay 318.225 chiquillos menores de diez años; según el Colegio Oficial de Veterinarios en esta ciudad de tres millones de habitantes hay 382.092 perros y gatos que viven calentitos en el hogar de sus dueños. Datos de finales de 2020 que suponen un aumento del 25% en mascotas y una reducción del 10% de niños en apenas un lustro. Cambios culturales, una generación entera de abortos —con datos oficiales, hablamos de unos dos millones de abortos—, crecientes dificultades de conciliación, ruptura completa del patrón familiar que permitía a un cónyuge dedicar mucho tiempo al hogar, depauperación de las clases medias… Y el fácil recurso a la inmigración masiva —en muchos casos, mano de obra más barata que la nacional— para cuadrar cuentas del Estado. Resultado: vamos a un parque, y vemos a muchos ancianos acompañados de una ecuatoriana o un nigeriano, no de sus nietos o hijos. A fin de cuentas, destruir la familia tradicional —heteropatriarcal, opresiva, definida por la violencia sistémica contra las mujeres, tal como nos asegura los ministros, los contertulios y los observatorios de género— es una conquista social. Ana Iris Simón, según este planteamiento, es Pilar Primo de Rivera, reencarnada al tercer mes (Ana Iris nace en junio de 1991; Pilar deja este mundo en marzo de 1991).
La solución final
Durante los inicios de esta prolongada epidemia, algo oímos sobre ancianos que habían muerto abandonados en residencias. En algunos casos, huyeron todos los trabajadores y ahí quedaron sin amparo alguno los provectos inquilinos de esas instalaciones. Pero, como tenemos un gobierno de progreso, el vicepresidente encargado de estas cuestiones dedicaba su tiempo a ver series de televisión y a tuitear desde Galapagar. Según el Imserso, entre marzo y junio de 2020, fallecieron en la Comunidad de Madrid 6.187 ancianos en residencias, debido al virus que escapó de la chinesca Wuhan. El total nacional rozarían los 30.000 mayores muertos en estas circunstancias. Statista eleva estos datos a lo largo del año 2021 hasta 41.174 (en España) y 11.079 (caso de Madrid). En los años previos habían asomado a los noticiarios sucesos de crecientes malos tratos en este tipo de lugares, en parte a causa de la degradación laboral que padece el país. ¿Quién tiene hoy vocación de cuidar a «viejos chochos» —esfínteres rebeldes, olores rancios, demencia senil, pañales gigantes—, cuando se puede ser un youtuber de éxito?
Pero, como disfrutamos de un gobierno de progreso, ya tenemos legalizada la eutanasia —eufemismo que poco se corresponde con el origen antiguo de la palabra, tal como la usaba Octaviano Augusto para desear lo mismo que los católicos devotos piden a san José. Con la eutanasia convertida en «servicio médico» y «prestación de la Sanidad pública», muchos abuelitos o enfermos incurables tendrán plena conciencia de que son una carga para sus allegados, de modo que la opción de dejar de ser un estorbo está ya avalada por la ley. Habrá quien piense así, y quien diga que la opción moral, en esas circunstancias de incapacidad e inutilidad —según los parámetros imperantes—, sea la inyección definitiva, la solución final.
Cultura de la muerte
La invitación institucional al suicidio «asistido» no es nueva. La literatura lleva más de un siglo planteándosela, sobre todo al observar la transmutación de valores dentro de un mundo donde la tecnología y el dinero han sustituido por completo a Dios y a la piedad. La belleza y la verdad poco importan frente al imperio del chip y de la cuenta de resultados. Quizá las referencias populares más famosas pasan por el llamado «Hogar» de Soylent Green (Cuando el destino nos alcance, 1973), adaptación al cine de la novela Make room! Make room! (1966). Allí es donde iban a bien morir —observando paisajes naturales que sólo los más longevos habían conocido, allá en su lontana infancia— los hastiados de este mundo. Cosa fácil, habida cuenta de los estragos del efecto invernadero, cambio climático, escasez de comida, superpoblación… Ese mundo apocalíptico que nuestros gobiernos y Greta Thunberg dicen que nos espera dentro de muy pocos años, en justo castigo por nuestra irresponsabilidad medioambiental.
En La fuga de Logan (novela de 1967, película de 1976) cumplían a rajatabla ese lema sesentayochista de que no había que fiarse de nadie que hubiera cumplido los treinta años. Porque, al poco de cambiar de prefijo, los habitantes de esta distopía se sometían, de grado o por la fuerza, a la acción recicladora de unas Moiras artificiales. La ancianidad era impensable, y la vida adulta terminaba apenas se estrenaba. El ideal de nuestro tiempo: la adolescencia como única etapa vital. Los ordenadores gobiernan y los humanos juguetean.
En la serie Futurama mostraban, desde el primer capítulo, unas cabinas de suicidio que facilitan la muerte por veinticinco centavos. Un fotomatón, pero sin la fotografía. A fin de cuentas, la ficción es una manera de contar la verdad, como ya sabía Aristóteles. Homero sigue siendo el mejor conocedor de la condición humana, como lo demuestra en las fantásticas aventuras de Odiseo. Las hipótesis de cineastas y escritores no son sino una muestra de las pretensiones de los Jack Kevorkian y otros impulsores de esta cultura de la muerte como un servicio de consumo.
Por eso, a finales de 2021 Suiza ha aprobado la comercialización de Sarco, la cabina de suicidios diseñada por el australiano Philip Nitschke (un veterano en este negocio) y el neerlandés Alexander Bannink. Suiza, Australia, Países Bajos y Bélgica constituyen la vanguardia de todo lo que tenga que ver con suicidio «asistido» y eutanasia. Llevan dos décadas dando todos los pasos posibles en esta ruta; en el caso de Holanda, desde 1993. Se aplica a bebés y a personas que no pueden decidir por su cuenta en un porcentaje amplio de casos: hasta un tercio. En 2005 se registraron en el país del queso gouda 2.425 prácticas de este tipo; en 2015 la cifra era de 7.254. En el país helvético, unas 1.300 personas decidieron acabar con su vida el año pasado, dentro del marco legal, gracias a una «prestación» que consiste en la administración de pentobarbital sódico.
Con la llegada de Sarco, el refinamiento se acelera, pues no se precisa de nadie que ayude o intervenga, sólo el moriturus, que incluso puede activar los mecanismos con un parpadeo; ingenio pensado para los parapléjicos. Según sus inventores, el artefacto provoca un fallecimiento relativamente rápido e indoloro, y con la mínima consciencia posible tras el inicio irreversible del proceso, pues funciona a base de saturación de nitrógeno.
Big Data is watching you
Cabría preguntarse si estas alteraciones sociales y morales son inevitables en este tipo de mundo y cultura que «nos hemos dado». En una entrevista publicada en El País (5 de enero 2022), el neurocientífico Rafael Yuste y el ingeniero Darío Gil disertan alegremente sobre la muy próxima instalación de dispositivos que conectarán el cerebro con máquinas «inteligentes». En opinión de Yuste, la implantación de estos nuevos cachivaches «va a cambiar la naturaleza del ser humano; nos vamos a convertir en híbridos». Dice:
«Tener el sensor en la cabeza te permitirá hacer grandes cosas, pero en principio perderás también el control de los datos mentales … El vicepresidente y jefe de inteligencia artificial de Google nos enseñó una demostración de su nuevo asistente personal … Estuvimos conversando con este programa y fue como una conversación con una persona inteligente y, además, cultísima, porque tiene acceso a toda la información del mundo … Me dio la impresión de que vamos a tener un asistente de estos en la mesa, a la hora de cenar con la familia. Y, por un lado, será buenísimo, porque será como una ventana al mundo».
Si el Big Data es el verdadero y absoluto Big Brother, ¿de qué nos sirve un apolillado Grand Father que no sabe llevar una cuenta de Instagram, porque su memoria está saturada con las vaquerías de la España en blanco y negro, y las peripecias del Capitán Trueno?