Se nos ha ido de las manos lo de «desmitificar la maternidad». Hace décadas no se necesitaban discursos sobre los aspectos menos luminosos de la maternidad porque 1. nacían más niños; 2. por eso mismo era probable que tuvieras siempre a alguien cerca teniendo hijos y/o criando; 3. las familias no vivían tan dispersas y era más frecuente vivir de cerca la experiencia de maternidad de hermanas, primas, tías…
Todo eso suponía un aprendizaje casi por osmosis: nadie te tenía que decir nada porque lo veías. Lo bueno y lo menos bueno. Lo bonito y lo costoso (que muchas veces no son contrarios). La alegría de tener en brazos a un bebé, de escuchar sus primeros gorjeos, de celebrar cada hito; y el cansancio de noches sin dormir, las hormonas alocadas en el posparto, las visitas más frecuentes que nunca al médico y a la farmacia. Todo el pack.
Hace unos meses, una famosa contaba en una entrevista su experiencia de soledad máxima tras tener a su primer hijo, y elevaba su mala vivencia a regla universal: «La maternidad es esto». Y «esto» era la sensación de vivir en una cueva 24/7, amigos que la habían dejado de lado, al padre de la criatura ni se le nombraba… Hice un comentario al respecto en Instagram y varias personas me dijeron que el discurso de esta mujer era tan válido como cualquier otro. Sí y no. Por supuesto que cada cual tiene el derecho de compartir cómo ha vivido la maternidad y nadie puede decirle: «No, no lo viviste así». Pero convertir en definición absoluta escrita en piedra lo que ha sido una experiencia propia es dar un triple salto mortal. Ahí hay un fallo a la hora de contar la maternidad.
Quedarnos en el lamento victimista y autocomplaciente no suma para una visión realista de lo que supone ser madre. Si se habla de lo malo de la crianza pero solo por quejarse y desahogarse… ¿eso adónde lleva? ¿Simplemente a poder mirar que otros están como uno mismo o peor? No se trata de callar, pero no hay que quedarse ahí: hay que hablar de lo difícil, sí, pero también dar herramientas para sobrellevarlo.
La importancia del relato, en un momento de auge de desmitificación de la maternidad, no consiste en presentar imágenes idílicas de familias perfectas (que no existen), la línea de acción puede encontrarse más bien en esto que apunta un artículo del Institute for Family Studies: «Para aceptar los sacrificios de convertirse en padre o madre, hay que percibir el valor inherente de tener hijos». Y añade que «puede ser una empresa difícil para los jóvenes adultos de hoy, que están impregnados del materialismo moderno y la ambición individualista, como sugieren algunas investigaciones».
La maternidad en la ficción
Francisco J. Fernández Romero, en una tribuna de ABC, destaca que los niños no están desapareciendo solo de las calles, sino también «de las series, las películas y los contenidos que los jóvenes ven en las plataformas televisivas y redes sociales». «Si queremos fomentar la natalidad», concluye, «tenemos que convertir nuevamente en algo inspirador el objetivo vital de formar una familia».
Y esto, insisto, no consiste en mostrar en la ficción historias idílicas, sin defectos, donde todo fluye entre tonos pasteles. El realismo es ver el mundo como es. Lo que está a la luz del sol se encuentra iluminado y proyecta sombras. Todo forma parte del conjunto. Las historias planas, sin arco de transformación del personaje, sin conflictos, de esas que parecen un manual de autoayuda hecho película / serie… pueden entretener pero es difícil que convenzan. Para la catarsis, como explica Aristóteles en su Poética, necesitamos ver al protagonista con sus pasiones, con sus dudas; necesitamos un lance patético, ese momento en el que el personaje, donde pensaba encontrar la alegría, la gloria, el éxito, la paz… se topa con la tristeza, la derrota, el fracaso, el caos…
«La maternal» aborda el tema del embarazo adolescente y, sin edulcorar las situaciones duras que viven algunos de los personajes, tampoco cae en el morbo. El resultado es un mosaico sobre la maternidad en unas circunstancias complicadas del que se desprenden las notas universales de toda vivencia de ser madre, más allá de casos particulares: los miedos, las inquietudes, la incertidumbre, la ilusión, los sueños, la incondicionalidad del amor materno aun con sus fallos y limitaciones.
En «Cinco lobitos», la protagonista es Amaia, una madre primeriza que se enfrenta como puede al posparto, a las dificultades para la lactancia y para conciliar, a las preguntas sobre quién es ella y qué quiere hacer, a su reubicarse en el papel de hija ahora que es madre. No está sola en esos primeros pasos titubeantes en la maternidad: sus padres, cada uno a su manera, son el colchón donde caer en blando; muestran cómo el hogar, con todas las imperfecciones de cada uno de sus componentes, siempre puede ser el lugar al que se vuelve, las raíces donde empaparse del amor incondicional… y desde donde se aprende a construir el hogar propio.
¿Y los padres en la pantalla?
Ahora que parece haberse iniciado una tendencia a contar la maternidad desde el realismo de la vida y no desde un programa o una ideología, sería deseable que la ola llegara al retrato de la paternidad. Un informe de The Family Watch analizó 42 personajes de padres en las películas y series más vistas en España en 2022: «Los anillos del poder», «Los Bridgerton», «The Crown», «Encanto» y «No mires arriba», entre otros. Según la investigación, más de la mitad son padres ausentes, el 75% son disfuncionales y el 70% tienen una relación conflictiva con sus hijos. El 40% representan un padre autoritario. El 35% son asesinos o corruptos. Isidro Catela, autor del estudio, ha explicado que, aunque muchas de esas relaciones padre-hijo son conflictivas, “también es verdad que, en bastantes ocasiones, esto es un recurso necesario para un abrazo final, una reconciliación entre ellos, o, al menos, una búsqueda del padre que se ha perdido”. No se trata de mostrar solo el bien, sino el bien como bien y el mal como mal, el bien como deseable y el mal como rechazable.
Pensando sobre qué relato se vuelca de la maternidad y la paternidad, desde la cotidianidad, en las redes y también en la ficción, me he acordado de lo que dice Erica Komisar, en un texto del blog del Institute for Family Studies: fracasamos como sociedad al «no haber transmitido nuestra alegría por la paternidad a la siguiente generación». Queda tarea por hacer.