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El paseo en coche hizo evidente que algo estaba cambiando esa Navidad. Decenas de casas de ese pequeño pueblo de Wisconsin mostraban en sus jardines un cartel azul con la figura del niño Jesús. El mensaje, sencillo y contundente: “Keep Christ in Christmas” (mantén a Cristo en la Navidad).

Este lema pasó a ser replicado rápidamente en cientos de jardines y porches de todo el Estado. Estamos a principios de los años noventa y la iniciativa muy pronto se propagó a lo largo y ancho de los Estados Unidos.

La idea de reivindicar públicamente el verdadero sentido de la Navidad desde los hogares cristianos se le había ocurrido a Emmett Schuchardt. Schuchardt era el líder de una asamblea local de los Caballeros de Colón en un suburbio de Wisconsin y llevaba tiempo pensando en cómo causar un mayor impacto en su comunidad. La iniciativa del cartel fue un gran éxito y pronto su organización se implicó para difundirla en todos los municipios en los que estaba implantada.

Casi dos millones de personas de fe y acción

Los Caballeros de Colón son una organización católica dedicada a la promoción de obras de caridad para los más necesitados. En la actualidad agrupa a casi dos millones de personas “de fe y de acción”, así que no debe sorprendernos que la idea de los cartelitos reivindicativos prendiera como la pólvora. La Orden fue fundada en 1882 por el padre McGivney como una sociedad de beneficio mutuo para los inmigrantes y obreros católicos de Estados Unidos, que eran discriminados y excluidos de los sindicatos de ascendencia anglosajona. McGivney eligió para su organización alternativa el nombre de Cristóbal Colón para recordar el origen católico de la América actual.

La campaña Keep Christ in Christmas es uno de los muchos proyectos impulsados por la Orden y enlaza muy bien con su causa fundadora porque reivindicaba tanto el cuidado del sentido religioso de un pueblo como la defensa de la tradición cultural del país. El mensaje elegido suponía, al mismo tiempo, un toque de atención y una llamada a la acción. Hizo fortuna entre los cristianos de diferentes tradiciones porque sintetizaba el sentimiento que muchos de ellos vivían en esos días: la pérdida del espíritu trascendente de la Navidad y su creciente sustitución por un consumismo descontrolado.

Una agenda laicista que buscaba ahogar la celebración pública de la Navidad

Muchos estadounidenses lamentaban que desde hacía unos años se ponía un énfasis desmesurado en la figura de Santa Claus, los calcetines, los copos de nieve y el muérdago en perjuicio de las imágenes religiosas del niño Jesús y que el inicio de la Navidad no lo marcaba el calendario de Adviento, sino el Black Friday. Los más perspicaces intuían que esto no se trataba de un fenómeno surgido por generación espontánea, sino que detrás había una agenda laicista que buscaba ahogar la celebración pública de la Navidad por medio de la censura de la corrección política.

Por eso, no era casualidad que la publicidad comercial omitiera cualquier referencia a los signos cristianos o que los dependientes de las grandes cadenas fueran instruidos para decir “felices fiestas” (“Happy Holidays”) o “feliz invierno” (“Season’s Greetings”) en vez de “feliz Navidad” (“Merry Christmas”). Tampoco era de extrañar que en muchos colegios se prohibiera cantar villancicos para hacer las celebraciones de esas fechas más “abiertas e inclusivas”. Así, muchas familias estaban enfadadas porque los antiguos festivales navideños se parecían cada vez más a algo así como una mezcla entre una postal de esquí y un anuncio de Benetton.

De ahí que empezara a hablarse de la batalla por la Navidad

En este contexto empezaba a extenderse la idea de que la censura de la Navidad no era más que otro frente de la guerra cultural que el progresismo de matriz laicista lleva librando en Estados Unidos desde los años sesenta. De ahí que empezara a hablarse de la batalla por la Navidad.

Los americanos ya vivieron su primer ataque contra la Navidad en el siglo XVII. En esos momentos eran los puritanos quienes, debido a su particular interpretación de la Biblia, intentaron prohibir los festejos navideños. A principios del siglo XXI, los defensores de la celebración de la Navidad empezaban a asumir que debían hacer frente a un nuevo tipo de puritanismo progre que quería expulsar de la plaza pública un sentimiento de alegría que hermanaba a millones de americanos.

Un punto de inflexión en la historia

El año 2005 supuso un punto de inflexión en nuestra historia. John Gibson publicó el libro “La batalla por la Navidad: Por qué la trama progresista para prohibir la sagrada fiesta cristiana es peor de lo que pensabas”. En este ensayo, el comentarista político del canal de televisión Fox News analizaba el extraño fenómeno que vivía su país. A pesar de que los Estados Unidos son un país con una amplia mayoría cristiana, cualquier signo de Navidad en público podía dar lugar a denuncias, protestas y litigios. En muy pocos años se había extendido en el mundo empresarial y político la idea de que desear a los vecinos una “Feliz Navidad” podía ser interpretado como un gesto intolerante o discriminatorio.

Gibson analizaba con precisión las campañas de determinadas organizaciones progresistas para eliminar los símbolos religiosos y navideños de la esfera pública, bajo la coartada de estar protegiendo los derechos constitucionales de los no cristianos. El analista político denunciaba que con esta ofensiva se vulneraban los derechos constitucionales de millones de estadounidenses que simplemente quieren celebrar sus vacaciones como siempre lo habían hecho, sin tener que reunirse a puerta cerrada y sin que ello tuviera que suponer una ofensa para sus vecinos no creyentes o de otras confesiones.

La cosa pudo quedar aquí: un ensayo político que, con más o menos acierto, diseccionaba las implicaciones políticas que tenía la expresión “felices fiestas”. Pero el presentador estrella de la Fox, Bill O’Reilly, decidió hacer de la batalla por la Navidad una causa propia y le dio difusión diaria durante todas las fiestas de ese año. Y de los años siguientes.

Durante los ocho años de la legislatura de Obama, el mandatario temía la llegada de la Navidad. Y tenía buenos motivos para ello. Millones de americanos esperaban la publicación de su postal post-navideña en la que deseaba a todos unas felices vacaciones de invierno y un próspero año nuevo para desatar en las redes un granizo de críticas. Para muchos, el combate cultural en la Navidad se convirtió en un ejercicio tan saludable como una guerra de bolas de nieve.

Como es fácil imaginar, los líderes de opinión de la Fox no libraron la batalla solos. Ni siquiera la iniciaron. Simplemente dieron voz a un descontento profundo que emergía desde las bases de la sociedad. Cuando en el año 2005 O’Reilly hizo sonar el cuerno del valle miles de activistas voluntarios bajaron de las montañas y se sumaron a la causa. Ellos ya estaban concienciados desde hacía tiempo, solo necesitaban que alguien tomara la iniciativa y liderara la acción.

En ese mismo año las organizaciones evangelistas Liberty Counsel y American Family Association empezaron a recopilar y publicar historias sobre los nuevos Grinches. El Grinch es un personaje de ficción de un popular libro infantil que tiene la desgraciada ocurrencia de querer robar la Navidad. En este estudio se recogen historias tan delirantes como la de una escuela de educación básica de East Manatee (Florida) que prohibió los copos de nieve por considerar que tenían una connotación religiosa o la de una escuela de Plano (Texas) con una política que elaboró unas normas de conducta que prohibían a los niños vestir de rojo y verde durante las celebraciones de las “fiestas de invierno”.

La Liberty Counsel y la American Family Association también iniciaron unas listas con las empresas que apoyaban la Navidad y las empresas que la censuraban. En la lista amable estaban compañías como Hobby Lobby, Walmart, Target o AC Moore Arts & Crafts. En la lista antipática estaban viejos conocidos como GAP, Old Navy, Best Buy, Barnes & Noble o Victoria’s Secret.

Los partisanos navideños (llamémosles así) apoyaban activamente a las empresas amables en sus campañas navideñas y enviaban comunicaciones a las empresas antipáticas pidiéndoles que rectificaran y que dejaran de ser como el Sr. Scrooge, ese avaro amargado del cuento de Dickens que odiaba la Navidad. Los partisanos denunciaban la hipocresía de estas corporaciones que trataban de rentabilizar las celebraciones propias de la Navidad a la vez que censuraban el espíritu de las fiestas. Con el tiempo, algunas cadenas como Dillard’s, Lowe’s y Staples pasaron a ser miembros habituales de la lista amable.

Un alcalde obligado a rectificar

El activismo no se limitó al ámbito comercial. A lo largo y ancho de todo el país se sucedían actuaciones en los que la gente corriente se organizaba para defender las tradiciones y la identidad de su pueblo o ciudad. El caso de Denver llegó a las portadas de los grandes periódicos. El alcalde John Hickenlooper retiró del tejado del ayuntamiento el letrero luminoso que decía “Feliz Navidad” para sustituirlo por una felicitación más genérica de “Felices Fiestas”. En cuestión de horas Hickenlooper se vio obligado a rectificar, después de que su oficina se viera inundada con emails y llamadas de vecinos que lamentaban verse privados de la decoración navideña tradicional en la plaza central. El alcalde optó por pedir disculpas a la ciudadanía: “No lo he pensado bien y tal vez haya sido por mi inexperiencia como cargo electo”.

Año tras año la intensidad de la reivindicación de los partisanos navideños fue en aumento. Enfrente no parecía haber amplios sectores de la población, sino tan solo periodistas censores, académicos dogmáticos y algunas organizaciones híper-ideologizadas. Las encuestas realizadas mostraban que la mayoría de los ciudadanos no religiosos o pertenecientes a confesiones no cristianas no se sentían ofendidos si los niños cantaban villancicos en los festivales infantiles o si alguien les deseaba una feliz Navidad.

A fin de cuentas, suprimir los villancicos en un festival navideño es algo tan ridículo como prohibir las banderas culés en una celebración de liga en la fuente de Canaletas para hacer el evento más abierto e inclusivo.

Volver a celebrar la Navidad de nuevo

La batalla por la Navidad subió de nivel cuando Donald Trump, por entonces candidato republicano a la Casa Blanca, apadrinó la causa. El excéntrico magnate supo ver en la censura navideña un nuevo abuso del extremismo de la corrección política y un intento de marginación de la mayoría cristiana en nombre de la diversidad. En un mitin en Wisconsin a mediados de 2015, Trump prometió a los estadounidenses que si le elegían presidente volverían a celebrar la Navidad de nuevo.

Año y medio después, en diciembre de 2016, Trump volvió a Wisconsin, exultante, para recordar sus palabras: “Os dije que volvería aquí algún día y que volveríamos a desearnos una feliz Navidad –dijo ante una multitud que le aclamaba-. Así que feliz Navidad a todos. Próspero año nuevo, pero feliz Navidad”.

Como era de esperar, la postal de felicitación de la Casa Blanca de ese año deseaba a todos una feliz Navidad. 

En esas mismas Navidades Bill O’Reilly volvió a la carga con la cuestión de la batalla por la Navidad, pero en esta ocasión su tono era victorioso. “Libramos esa guerra cultural y la ganamos –dijo desde el plató de su programa-. Donald Trump ha tomado cartas en el asunto”.

Un panorama social y político distinto al de principios de los años 90

Probablemente las palabras de O’Reilly sean excesivamente triunfalistas, pero algo tienen de cierto. El panorama político y social no es el mismo que se vivía a principios de los noventa, cuando Emmett Schuchardt ideó los carteles azules con la imagen del niño Jesús. Sin embargo, una guerra cultural no se gana nunca: se ganan batallas individuales. No puede decirse que el consumismo navideño haya sido reducido, sino más bien todo lo contrario.

A pesar de que la cuestión no está en absoluto cerrada, existen motivos para la esperanza. Un estudio reciente de Dan Cassino, publicado en la Harvard Business Review, muestra un marcado cambio de tendencia. En una encuesta de diciembre de 2005, el 41% de los encuestados dijeron que preferían ser saludados con «Felices fiestas» frente al 56% que preferiría escuchar «Feliz Navidad». Diez años más tarde, otra encuesta ha revelado que ahora el 65% de los estadounidenses prefiere escuchar un «Feliz Navidad» frente al 25% que prefiere unas «Felices fiestas». Para Cassino la conclusión es clara: En la última década, muchos estadounidenses han cambiado de opinión sobre el saludo que quieren oír, y la cuestión de cómo dirigirse a los clientes y vecinos se ha llenado de significado social.

A juzgar por estos datos, parece que los partisanos navideños han tomado la delantera a los Grinch en la mente y en los corazones de los estadounidenses.

La batalla por la Navidad ha servido para que muchos abran los ojos frente a un fenómeno que estaba poniendo en riesgo una tradición muy arraigada en el pueblo americano. Lo más ilusionante de todo es que la reacción no se ha limitado a una movilización contra una ofensiva laicista, sino que ha servido como estímulo para revitalizar un sentimiento compartido por muchos. Desde hace años, son cientos y miles las iniciativas privadas que tratan de recuperar el verdadero espíritu de la Navidad. Así, cuando se acerca diciembre incontables parroquias, asociaciones civiles, blogs y publicaciones de todo tipo se activan para animar a sus vecinos a realizar pequeños gestos como poner el Nacimiento en casa, seguir el calendario de adviento, asistir en familia a servicios religiosos, redoblar el compromiso con los más necesitados y, en general, participar con alegría en la vida comunitaria.

Y es que en la vida social los huecos se llenan. Si las fiestas navideñas se vacían de su sentido tradicional, el espacio que quede será ocupado por una cosa distinta. Y no hace falta ser muy perspicaz para anticipar que lo que se avecina es un consumismo desaforado envuelto en el celofán de un buenismo ruidoso y vacío. Por eso, en España también hace falta una revuelta de partisanos navideños. Un signo claro de nuestro deterioro es la conversión de las tradicionales cabalgatas de Reyes en stravaganzas surrealistas pobladas tanto por reinas magas republicanas como por mascotas de multinacionales de telefonía móvil.

Y es que a una Navidad sin alma solo le puede seguir una Navidad desalmada.