Alrededor del mundo hay unas cuantas bibliotecas que destacan por su majestuosidad y belleza, sirven como ejemplo la del Trinity College de Dublín, el Real Gabinete Portugués de Lectura de Río de Janeiro, la biblioteca Peabody de Baltimore, la pública de Nueva York o (barriendo hacia casa) la de la Universidad de Salamanca. La arquitectura de las salas, la calidez del papel, las estanterías robustas e infinitas, el olor que trasciende las fotografías y el silencio respetuoso al que invitan; esas bibliotecas tienen aire de sacralidad.
También hay belleza –una belleza de otro tipo– en las bibliotecas de barrio, a menudo más discretas y sencillas. Tal vez porque de niña me acostumbré a recurrir a ellas al ser lo que veía en casa (para ir a buscar libros, a hacer una consulta para un trabajo del colegio…), las bibliotecas públicas tienen para mí un aire muy familiar. Hay mañanas en las que prefiero salir e ir a trabajar en la que está cerca de donde vivo. Me gusta dedicar un rato a fijarme en lo que ocurre a mi alrededor antes de ponerme a mis cosas. Los universitarios llegan pronto, con sus portátiles, sus apuntes, un boli suelto unos pocos, la mayoría con un surtido muy completo de subrayadores y post-its de colorines, su botella de agua, su cara de agobio por los próximos exámenes. Me hacen recordar los años de la carrera y en cómo me hubiera gustado impedir que fuera una continuación del colegio y sacarles más jugo a las asignaturas. A primera hora también llega la gente mayor, algunos cogen el periódico del día con la naturalidad que dan las rutinas y pasan las páginas sin prisa, sin que les atropellen las tareas de después: estar en lo que se hace (qué sencillo suena, qué difícil a menudo); otros, se sientan frente al ordenador y trastean con poca soltura entre el correo y alguna que otra web. Si hago descanso a media mañana es probable que en el rellano me tope a alguna mamá con el cochecito esperando al ascensor para acceder a la zona de niños. No pocas veces he ido yo con mis sobrinas (especialmente los días de lluvia o de demasiado calor o demasiado frío en los que el parque resulta menos atractivo): es un espacio agradable, con colchonetas de colores donde pueden sentarse los pequeños y estanterías a su alcance. También van entrando, como es lógico, personas a devolver libros o tomar otros o a pedir información sobre algún evento próximo.
Las bibliotecas están para facilitar el acceso a la información y al conocimiento (no sólo por los libros, sino también por el servicio a internet gratuito, por mucho que a la mayoría de nosotros nos resulte lejano que haya quien hoy quien lo necesite) de igual modo que son un lugar de socialización, por los espacios que ofrecen y especialmente por las actividades culturales que se llevan a cabo, desde los clubs de lectura o de debate hasta ciclos de conferencias o cursos relacionados con la literatura, pasando por los cuentacuentos para niños. En una sociedad como la nuestra en que todavía seguimos tendiendo hacia la fragmentación, es bonito que existan instituciones que faciliten la pertenencia a una comunidad, que haya espacios que propicien el encuentro entre personas.
Por otra parte, a pesar de que el gasto en libros pocas veces resulta superfluo, combinarlo con el servicio de préstamo de las bibliotecas se traduce en un consumo mucho más consciente, tanto para poder seguir leyendo en periodos en los que la economía personal exija reajustes como para cribar la compra de aquellos libros que nos entran por los ojos, pero de los que tenemos pocas referencias por lo que se convierte en una lotería que los vayamos a disfrutar o no. Además de esta invitación a sacudirnos un poco el consumismo en el que vivimos asentados, las bibliotecas (como las tiendas físicas) desafían la inmediatez de lo online de la que somos todos medio adictos, nos alejan de tenerlo todo a golpe de clic y nos animan a pasear, a palpar, a un proceso envuelto en más calma.
Es decir, las bibliotecas son un resquicio por el que sigue asomando humanidad. Y por eso hay belleza, por muy sencillas que puedan verse.