Obergefell vs. Hodges. Así se llama el caso de la Corte Suprema de los Estados Unidos que en 2015 daría lugar a la legalización del matrimonio entre homosexuales. A partir de la sentencia, cualquier norteamericano podía casarse con una persona de su mismo sexo, y ningún Estado de la Unión podría impedírselo. «No es obligatorio», habían dicho con sorna los partidarios del llamado matrimonio igualitario a sus oponentes durante los debates previos a la legalización.
Lo que sí podría llegar a ser obligatorio era la participación de algunos en las nuevas bodas que se celebraran. Era el caso de los fotógrafos y de los reposteros especializados en bodas. De nada servía que objetasen en conciencia. Si los novios (o las novias) lo decidían, no les quedaría otra que tomar parte en el evento. Lo que no hace mucho podía sonar a distopía, está sucediendo ahora mismo. Por ejemplo, en Kansas.
De nada sirvió al Partido Republicano de Kansas tratar de blindar las garantías en materia de libertad religiosa de los fotógrafos, los pasteleros y, en general, de cualquier otro proveedor de bodas. Y eso que los republicanos tenían mayoría en las dos cámaras legislativas del Estado. Era puro trámite que el proyecto de ley aterrizara de vuelta en la mesa del gobernador Sam Brownback para que lo validara con su firma. Pero en algún momento del procedimiento el texto fue tumbado, precisamente por el voto en contra de algunos republicanos.
Una cuestión cultural
Muchos votantes tradicionales del partido se sintieron huérfanos, entre ellos, uno muy destacado; tanto, que hasta hacía no mucho había ocupado un escaño en la Cámara de Representantes de Kansas. Se trataba de Lance Kinzer. El año anterior, Kinzer había anunciado que abandonaba la política. Diez años en la primera línea eran más que suficientes para demostrar su vocación de servicio público. Por otro lado, quería volver a su bufete de abogados y dedicarle más tiempo a su familia. Pero la traición perpetrada por algunos de sus antiguos correligionarios iba a impedir que su afán por el sosiego se saliera con la suya.
Lance Kinzer no volvió a hacer campaña para optar por algún cargo electo para desde allí volver a definir el matrimonio como la unión estable entre un hombre y una mujer. No merecía la pena desgastarse en una batalla que parecía perdida, al menos por algún tiempo. Kinzer hizo algo que en apariencia nada que tenía ver con la política: implicarse más con su comunidad religiosa de siempre, la iglesia presbiteriana de Oberland Park, un suburbio de Kansas City. Allí organizó un curso de oración para matrimonios y empezó a impartir clases sobre el libro La ciudad de Dios, el libro de San Agustín. «¿Y la política? -se preguntará alguno con razón- ¿Dónde queda en todo esto?”.
A Kinzer nadie le quitaba de la cabeza que los republicanos que habían votado a favor de obligar a los proveedores habituales de bodas a que participasen en los enlaces gays donde fueran requeridos, lo habían hecho más por la presión ambiental que por convencimiento propio. Como político, Kinzer había sido testigo de furibundas campañas desatadas por los lobbies LGTB, pero era verdad que ninguna lo había sido tanto como aquella. Por tanto, al tratarse de una cuestión cultural, la respuesta debía ser principalmente cultural, más que política. Y como para él la labor de restauración no podía llevarse a cabo al margen de la religión y tenía que revestir carácter local… Bueno, eso explicaría que su involucración en su parroquia de toda la vida.
Antes de que fuera demasiado tarde para reaccionar
Ahora bien, de nada servía edificar instituciones comunitarias clave para preservar la identidad y los principios cristianos si la primera enmienda de la Constitución de los Estados Unidos -la que garantiza la libertad religiosa- quedaba vacía de contenido. Urgía, por tanto, garantizar que las generaciones actuales de cristianos pudiesen seguir alimentando la fe de las generaciones por venir. Esa era la prioridad; cualquier otro punto de la agenda podía perfectamente esperar.
Porque que nadie se llame a engaño: parafraseando a Martin Niemöller, primero obligarían a los pasteleros, luego a los fotógrafos y cuando finalmente obligaran a los pastores y a los sacerdotes a celebrar ceremonias gays, ya sería demasiado tarde para reaccionar; la religión -el cristianismo, en concreto- sería solo un resto del pasado.
Se trataba, en fin, de afianzar espacios tan grandes como fuera posible para que los cristianos siguiesen siendo ellos mismos. Por eso Kinzer, sin abandonar su compromiso con su familia y con su iglesia -con su comunidad- volvió a enfundarse el traje de político y se puso a recorrer los Estados Unidos de costa a costa, en defensa de la libertad de culto. Por eso sus charlas por todo el país y por eso también sus entrevistas con legisladores republicanos de distintos estados. Su implicación local había mutado, de manera orgánica, natural, en una más global.
Sin caer en lo incendiario e irrespetuoso
Pero la de Kinzer no es la cruzada de un hombre solo. Anima a dar la batalla -cultural, eh- a todos los que se sientan interpelados, sin importar cuál sea su confesión, ni siquiera que sean creyentes. Es la acumulación de fuerzas. En este sentido, aconseja tender la mano a los gays y lesbianas partidarios de la libertad religiosa y de pensamiento, sin exigirles el acuerdo en todo lo demás. No es esta su única recomendación.
Invita, por ejemplo, a ponerse en contacto con los medios de comunicación para que en los debates se oiga la voz de la parte religiosa. También recomienda inundar de correos los buzones de los políticos. No las alertas esas que copian y pegan por miles los más furibundos activistas. Cartas escritas para la ocasión, bien redactadas, cargadas de argumentos, que puedan dar paso a un encuentro cara a cara con el político de turno. Y si la secretaria de este no te da una, no es el fin del mundo, ni muchísimo menos.
De lo que se trata es de fijarse objetivos realistas y alcanzables, no pretendiendo ganar la batalla cultural en una sola mañana y, muy importante, sin caer nunca en lo incendiario, lo irrespetuoso y lo extravagante. No sea que se le de la razón a los que dicen que la libertad religiosa y su defensa son solo un pretexto para el fanatismo. Lance Kinzer es la prueba de que no.