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Hace unos meses andaba yo callejeando por Madrid, escudriñando las esquinas para ver dónde narices se había metido ella, que —afrontémoslo— no es quien mejor se orienta del mundo. De pronto, mis ojos chocaron con el cartel, ese con la tipografía tan poco elegante, no podía ser de otra manera. «Coño, ahí está la Dator». No me acuerdo de si sólo lo pensé o si llegué a musitarlo en voz alta. Pero el «coño» lo dije seguro.

Ya llevo algún tiempo en Madrid, pero todavía hay muchas zonas que no sitúo, no digamos sitios concretos. Que me perdonen los capitalinos, pero no creo que llegue nunca a ser de Madrid. No del todo al menos. Tal vez por eso —entre otras cosas, está claro— el avistamiento fue tan crudo como repentino. Como un casi resbalón en la ducha. Como toparse con un ciervo muerto en la carretera, los ojos negros abiertos pero inexpresivos. Como cuando ves reflejado en la pantalla del móvil el nombre de esa persona que es más de escribir que de llamar y piensas que sólo pueden ser malas noticias.

El encuentro me cogió, eso, en fuera de juego. Pero ahí estaba. No lejos del Bernabéu, aunque en la otra orilla de la Castellana. Con más dominio de mí y en circunstancias normales, habría emitido una pequeña plegaria, pero creo que en aquel momento sólo acerté a continuar mi camino para alejarme cuanto antes de aquel lugar. Porque tengo bastante claro que todo eso de las energías, positivas y negativas, es una soberana chorrada, pero les aseguro que en esa esquina se siente una opresión particular. La de la banalidad del mal, en palabras de Hannah Arendt, y de su amarga cotidianidad.

Un lugar al que enfrentarse

Algo tendrá ese lugar cuando allí se ha librado tantas veces la gran batalla de nuestro tiempo, la de un puñado de gente sencilla y recia aferrando un rosario en las mismas puertas del infierno («vosotros que entráis, abandonad toda esperanza»). Unos valientes que ahora se exponen incluso a una multa nada desdeñable desde la aprobación de esa perversa ley impulsada por el partido del Gobierno que convierte en crimen el rezar frente a uno de esos centros (me niego a llamarlos ‘clínicas’).

Otra ley de este Ejecutivo, ésta patrocinada por la ministra de Igualdad, ha blindado la posibilidad de que una niña de dieciséis años aborte sin contar no ya con la autorización sino tan siquiera con el consentimiento de sus padres. La vileza no entiende de edades: muy joven para tomarse una cerveza; no para abortar.

El caso es que aquel encontronazo con la Dator me sirvió de aldabonazo para caer en la cuenta de una realidad, la del aborto diario, común y corriente, que muchas veces acallo sin darme mucha cuenta. Tal vez esta columna sea, a su vez, un toque de atención para alguien más. El siguiente paso consiste en preguntarnos qué vamos a hacer al respecto. Qué estrategias —educativas, comunicativas o legales— pueden ponerse en práctica. Pero antes hay que atreverse a mirar a los ojos al mal, o al menos tener la fortuna de tropezárselo por accidente.