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Se supone que los filólogos hemos de torcer el gesto ante los anglicismos, sobre todo cuando desbancan una palabra nuestra de toda la vida, una con su etimología latina, su hueco en el Covarrubias y sus fonemas erosionados de entrar y salir de la boca de los españoles. Sin embargo, hay que reconocer que, a veces, el anglicismo resulta necesario porque viene a designar una realidad inédita; y a nuevas realidades, nuevas palabras. Y comoquiera que lo nuevo suele provenir del mundo angloparlante, especialmente de EE. UU., no hay más remedio que tragarse la palabreja e intentar no pronunciarla como un cabrero, poco más.

Cierto que los extranjerismos pueden castellanizarse, pero no siempre es conveniente. Así, por ejemplo, en el caso de coach, que si bien designa algo con antecedentes en los predicadores carismáticos, los vendedores de crecepelo y el cuñadismo, es nuevo como tal. Podríamos traducir por “entrenador”, pero para qué ensuciar un término que con tanta fidelidad nos ha servido hasta ahora. No. La porquería es suya, que la acarree entonces su propia palabra.

Un charlatán entrenado

Fuente: Intramed

¿Qué es un coach? Un charlatán que te da una noticia mala –todo lo negativo es culpa tuya– y una buena –está en tus manos, o mejor, en tu cabeza, ponerle remedio–. Su negocio está montado sobre la teoría simpática de que pensar con optimismo hace que las cosas te vayan mejor, y que, del mismo modo, el pesimismo siempre acierta no tanto por vaticinar lo negro, sino por incitarlo, por atraerlo; en otra palabras, como piensas mal, los acontecimientos deciden darte la razón y, de paso, el disgusto. Las cosas del coaching también han sido llamadas “filosofía práctica”, lo que viene a decir que la verdad no les importa mucho y que, por eso mismo, es la primera filosofía de la historia que sirve para algo; quizá con la salvedad de los sofistas, otro de los ancestros de la criatura.

Infectados por la inteligencia emocional

Y hasta aquí que cada cual haga lo que se le antoje. Y si alguien quiere estar jodido pero contento, allá él. El problema es que toda esa casquería psicológica ha rebasado los anuncios de YouTube, las convenciones de desdichados y las merendolas de ejecutivos de pupilas anchurosas, para entrar en las universidades con una legitimidad sorprendente. Al amparo de autores rebatidos como Howard Gardner o Daniel Goleman, tanto la inteligencia emocional como el pensamiento positivo han infectado las facultades de educación y psicología, de modo que ahora resulta casi imposible dar con un trabajo que no esté pringado de esa baba iridiscente. A los mismos profesores nos conducen a charlas donde un coach nos explica que la asfixiante burocracia solo está en nuestras cabezas y que el hecho de que el alumno se haya convertido en cliente está lleno de ventajas que nuestra ofuscación emocional nos impide ver.

Sonríe o muere

Para conocer el funcionamiento de esta corriente, resulta obligado citar el ya clásico ensayo de Barbara Ehrenreich Sonríe o muere (2009). La autora acometió el estudio al sufrir tanto el cáncer como los llamamientos al optimismo para superarlo; porque la quimioterapia está bien, pero nada como el pensamiento positivo, que rastrea las células cancerosas, las agarra de las orejas y las echa a puntapiés. Ehrenreich disecciona los orígenes puritanos del movimiento, su desarrollo y los peligros de una posición en último término individualista y tendente a la inmovilidad, ya que el problema nunca está fuera, nunca busca en las circunstancias, sino en uno mismo. Vale que estás a cuatro patas, lo sabemos, te entendemos, pero depende de ti hacer que sea una experiencia placentera y, sobre todo, productiva. Amóldate, ten la mejor de las actitudes y sé resilente, o resiliente, o comoquiera que se diga.

Esclavos de la alegría

Más reciente es el libro Happycracia (2018) del español Edgar Cabanas y la israelí Eva Illouz. Ambos autores, si bien reconocen la deuda con Ehrenreich, se centran en la ciencia de la felicidad, resultado de poner birrete a los presupuestos del pensamiento positivo y tan incontestable en su éxito como débil en su fundamentación científica. La idea, que no el descubrimiento, se encendió en la cabecita de Martin Seligman, profesor de la Universidad de Pensilvania y durante años presidente de la todopoderosa Asociación Estadounidense de Psicología (APA). En realidad, y Seligman lo reconoce en buena lid, la idea no fue suya, sino de su hija, que por entonces contaba con un lustro de vida. Su padre le había regañado mientras arreglaban el jardín porque tiraba los hierbajos por donde le venía en gana. Nikki, que así se llamaba la niña, le respondió:

Papá, ¿te acuerdas de cuando aún no tenía cinco años? De los tres a los cinco, me quejaba todos los días. Cuando cumplí cinco, decidí no quejarme más. Es lo más difícil que he hecho en mi vida. Si yo he podido dejar de quejarme, tú también puedes dejar de gruñir.

Y así, con las palabras de una niña de cinco años, se hizo la luz. Era el día primero. El día segundo, las empresas, que intuyeron una herramienta que disminuiría el descontento de los empleados sin trabajar más que el propio descontento, empezaron a bañar en billetes a Seligman y a sus risueños secuaces. Y he aquí otra de las denuncias del libro: la perfecta compenetración de la ciencia de la felicidad con el neoliberalismo; si es que “neoliberalismo” es el nombre que merece lo que tenemos en lo alto. Y si en su día Deleuze escribía que “los afectos tristes son todos aquellos que disminuyen nuestra potencia para actuar y los poderes establecidos tienen necesidad de nuestras tristezas para hacernos esclavos”, ahora la cuestión parece haberse dado la vuelta y es la alegría la que nos coloca los grilletes, pues la esclavitud, como la moda, siempre encuentra nuevas formas de seducir.

Antes, cuando la felicidad era considerada una prebenda compensatoria del tonto del pueblo, todo era más relajado y estoico; pero en el momento en que se convierte en una obligación, el hombre se embelesa con su propio ombligo y deviene un histérico emocional en busca de un algo, siempre cercano, siempre escurridizo, que le separa de la felicidad.

Una ciencia a base de presupuesto

La epifanía de Seligman tuvo lugar en 1998 y desde entonces han arreciado los estudios dirigidos a respaldarla, es decir, dirigidos a que el pensamiento positivo alcanzara el estatus de ciencia. Y no ha sido difícil. Recordemos que los profesores Pluckrose, Lindsey y Boghossian, para destapar la negligencia epistemológica de algunas ramas, consiguieron que una revista de campanillas le aceptara un artículo consistente en una reescritura feminista del capítulo 12 del Mein Kampf.

La revista no se sintió atraída tanto por la prosa de Hitler, sino porque el refrito llegaba a unas conclusiones que, a sus ojos, merecían ser ciertas. Igual con la ciencia de la felicidad, del todo constituida en nuestros días y con enorme influencia pese a que, en palabras de Cabanas e Illouz, está llena de “presupuestos infundados, inconsistencias conceptuales, problemas metodológicos, resultados no probados y generalizaciones exageradas”. Así se construye la ciencia no científica, con voluntad y presupuesto.

Primero la solución, después el problema

De alguna forma, parece como si los terapeutas, cansados de sus raquíticos logros con los enfermos, hubieran decidido dedicarse a los sanos, lo que supone sin duda una clientela más numerosa. Partieron de la solución –mejorar a quienes ya estaban bien– y luego crearon el problema, primero con discutibles definiciones de la felicidad y, segundo, con una sesgada manera de medirla de la que resultan conclusiones que nadie con dos dedos de frente aceptaría; pero como vienen empanadas en datos y porcentajes, pa´ dentro, que una tontería porcentual ya no es tanta tontería.

Dan ganas de ser infeliz solo para llevar la contraria, pero un infeliz sin remisión, un infeliz crónico. Y cuando en la próxima entrevista de trabajo te pregunten cómo te definirías –siempre lo hacen los muy…–, responder que te consideras alguien frustrado de pies a cabeza que oscila entre la melancolía y la rabia y que, además, no sabes trabajar en grupo. Eso es: un tipo tóxico, envenenado, purulento, una mina antipersona que va, con infinita desidia, de aquí para allá. Dan ganas, en fin, de que nadie en este dislocado mundo tenga motivos para envidiarte.