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Ella y algunos otros. Pero la florentina fue una de las escasas representantes del gremio de periodistas en alzar alto y claro la pluma y la voz, cuando el terrorismo islamista se nos acababa de desvelar en todo su horror el 11 de septiembre del 2001. Oriana Fallaci (1929-2006) escribió su yo acuso personal, titulado “La rabia y el orgullo”, a las pocas horas de perpetrarse el atentado de las Torres Gemelas. Su libro es un grito  torrencial, “un llanto incontenible”, dice ella, y la prueba de que llevaba años rumiando la idea de una yihad silenciosa que iba conquistando Europa, heredera de una riquísima cultura, pero que creía culpablemente repantingada en Babia.

Ahora, veinte años después del 11-S, con Kabul de nuevo bajo el yugo de los talibanes y la extensión del pánico por el mundo, como un perverso déjà vu, la Fallaci demuestra su clarividencia, porque muchas de sus denuncias se están cumpliendo casi como una profecía bíblica, punto por punto. Para empezar, predijo que el gozo por la caída del régimen talibán en Afganistán no duraría mucho y que sus guerreros volverían al poder, estimulados por la derrota del 2001. Ante este acierto es oportuno, pensamos, volver a los libros donde plasmó sus inquietudes, se comparta o no su tesis al completo.

Desde su metro y medio de estatura (154 centímetros, para ser exactos), Fallaci protagonizó varias anécdotas en los países musulmanes adonde fue enviada como reportera y corresponsal de guerra. Se quitó el chador durante una entrevista a Jomeini (que entró en cólera, pero continuó respondiendo las preguntas) y replicó, fiel a su estilo contestatario, a Arafat. También tuvo que esquivar un matrimonio forzoso, buscar alojamiento en un Irán donde los hoteles tenían prohibido alojar a mujeres y visitar peluquerías clandestinas. Sus peripecias, junto a su capacidad de observación y las oleadas de inmigrantes mahometanos que llegaban a Italia, le valieron, dice, para conocer bien el Islam.

“Una Cruzada al revés”

Para la Fallaci, muchos musulmanes pretenden imponer en los países “infieles” su religión y costumbres, algo que, en su opinión, van consiguiendo, sin usar la fuerza, “protegidos por el cinismo” de no pocas autoridades en Occidente. Importándole muy poco, por no decir nada, las reacciones negativas a sus acusaciones e incluso que le amenacen de muerte, asegura la existencia de “una Cruzada al revés”. Y recopila, escandalizada por la, dice, pasividad continental, las detenciones de terroristas islámicos en suelo europeo, la participación de “binladenianos” en atentados en todo el mundo o el trato a las mujeres.

Vicios y virtudes en América

Hay también algún hueco (pequeño) para el optimismo en el alma de Fallaci. Pese a los muchos defectos y vicios de Estados Unidos, que para la periodista forman un país desconocedor del refinamiento, orgulloso de su falta de cultura y obsesionado con la opulencia, a la vez reconoce que se trata de una nación “que envidiar, de la que sentirse celosos”, por su patriotismo. Hay que recordar que el mundo ha cambiado, y mucho, estos últimos veinte años, y que Estados Unidos cada vez es menos la superpotencia que era en septiembre de 2001. Pero, entonces, Fallaci era consciente de la salud de roble de la que gozaba allí esta virtud, cuando centenares de personas en todo el país ondeaban, incansables, banderitas estrelladas y gritaban sin parar “¡Iuesei, Iuesei!”, reaccionando unidos al brutal atentado de Nueva York. Por contra, se queja de que los italianos sólo lucen la tricolor durante las Olimpiadas y los Mundiales de fútbol y se cuidan de cantar las glorias de su pasado, no vaya a ser que les señalen al grito de “fascistas” (¿les suena?)… Y Fallaci cree que sólo un pueblo patriota, regido por la libertad y la igualdad, como EE.UU., podrá enfrentarse a la que cree una amenaza islámica.

Las cigarras

Mención especial merecen ciertos personajes a los que Fallaci dedica no pocos insultos y acusaciones: las cigarras. Aquellos europeos que se escandalizan de las denuncias de la periodista y le llaman racista y ante los cuales la aludida mantuvo casi siempre una actitud impertérrita. Casi siempre, porque a veces les contestaba. En su yo acuso, Fallaci carga sin piedad contra ellos. Nadie, ni siquiera el Papa, se libra de las sacudidas de la florentina, cansada de que ignoren lo que cree un problema gravísimo y se avergüencen de su propia cultura. Fallaci les acusa de “cobardes e hipócritas” que, tras el parapeto del progresismo y el relativismo, perdonan los pecados de los islamistas radicales y hacen caso omiso de lo que considera un peligro para los occidentales y su modo de vida.

Europa anestesiada

Pero, si algo duele especialmente a la Fallaci de todo este embrollo multicultural, es la actitud de Europa ante este problema. Cree que “nos hemos vuelto señoritos”, que el Estado del Bienestar nos ha anestesiado y que, preocupados sólo de acumular experiencias y placeres y de viajar, quitamos importancia a lo que ella considera una invasión islámica. Hasta que llegue el día, vaticina, en que los musulmanes nos superen con holgura en número y nos impongan su modo de vida. Y donde había campanarios, haya minaretes; donde minifaldas, velos o burkas; donde cerveza, leche de camella; donde obras de arte, la nada.

El panorama que nos deja la Fallaci -bajita, pero fiera-, es desalentador, lo sabemos. Muchos de sus postulados pueden no ser ciertos o, al menos, ser exagerados. Pero nos parece oportuno recordarlos, además de porque se han cumplido algunos de los vaticinios de la periodista, por un segundo motivo, más alto: no escatima, ni en sus palabras ni en sus actos, en pasión por su patria. Y, estos días más que nunca, si algo hace falta en nuestra querida Europa, en Hispanoamérica y en Estados Unidos, es, pensamos, un apasionado amor por nuestra cultura, por nuestra Historia, por nosotros mismos. Sin leyendas rosas, pero tampoco negras. Un sano orgullo (bien frenado, en ambos extremos, por la virtud) que se vuelve urgente renacer para volver a vivir de ideales y no de placeres. Y, en esto, la Fallaci es una maestra. Si abren alguno de sus libros, asegúrense de tener algún tiempo por delante libre. No podrán parar de leer hasta terminarlos.

“La gente calla, resignada, intimidada, chantajeada por la palabra «racista». ¿No os importa nada de vuestra dignidad, borregos? ¿No tenéis un poco de amor propio, conejos?” Con ustedes, Oriana Fallaci, periodista que jamás conoció el miedo.