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La Navidad resuena a dulce porque conecta con la infancia, con lo mágico, con la sorpresa. Nos suena a hogar y a días felices, aunque con frecuencia esté marcada precisamente por la ausencia, y pese a que los preparativos y la organización a veces ganen demasiado terreno.

Es precioso que la Navidad sea una ocasión de celebración social, que se organicen por este motivo cenas y fiestas, que se intercambien regalos como manifestación de cariño. Tal vez, no obstante, parece que cada año se acumulan más y más detalles que comienzan como opción y terminan imponiéndose como costumbre. Papá Noel además de los Reyes, varios amigos invisibles, comprarse jerséis para el “Ugly Christmas Sweater Day”, el elfo que hace trastadas, vajilla y mantelería especiales, etc.

En estas fechas navideñas se hace todavía más evidente la realidad con la que convivimos también el resto del año: tenemos más de lo que usamos y mucho más de lo que necesitamos. A todos nos molesta la insistencia insultante de la publicidad: los anuncios se cuelan, groseros, por todas partes (cuánto incordia la intrusión entre historias de Instagram, vídeos de YouTube o al leer una noticia en un periódico). En general, estamos de acuerdo en que se nos intenta vender de más, que el marketing genera necesidades absurdas y que la felicidad no depende de lo material. Y, sin embargo, me parece que vivimos tan inmersos en la cultura al servicio del consumo que a menudo no nos damos cuenta hasta qué punto nos hemos convencido de que la compra es el medio para encontrar esa felicidad que anhelamos.

Y no sólo es la acumulación de cosas (ropa, cosméticos, maquillaje, dispositivos electrónicos, útiles de cocina, menaje…), sino la facilidad con la que salimos a restaurantes o nos vamos de viaje o con la que paramos a tomar algo incluso cuando hemos quedado para dar un paseo. Es el exceso de redes, de películas y series casi infinitas disponibles a un clic. El consumismo está marcando el ritmo de nuestros hábitos y costumbres.

Que el lector no piense que he venido a sermonearle y mucho menos que es algo de lo que yo no formo parte. De hecho, considero injusta la señalización al individuo cuando se trata de un problema social (de igual forma que es inexacto decir que el obeso es culpable de su peso cuando la estructura empuja al sedentarismo y a la comida basura). En la economía de consumo, el objetivo de las empresas es vender cuánto más mejor y la publicidad se encarga de mantener estimulado permanentemente al consumidor para que incorpore en su vida todos los productos y servicios que se le ofrecen.

Aun así, intuyo que caer en la cuenta de este estar sumergido en un consumismo incansable puede ofrecernos una invitación a tender hacia un estilo de vida algo más austero y, sobre todo, hacia un gasto mucho más consciente. Una austeridad que no puede tener más parámetro que las circunstancias y los deseos del corazón de cada uno y que, por lo tanto, puede verse completamente diferente en cada persona. Una austeridad que no sea desde la rigidez ni desde la restricción, sino que nazca del agradecimiento profundo y que busque dar mayor importancia a los encuentros y a la experiencias. Una austeridad que esté libre de culpabilidades y se viva como algo enriquecedor, que no hable de castigo, sino de libertad.

A pesar de tantas distracciones, ojalá no se nos pase por alto que en Navidad celebramos el misterio del nacimiento del hijo de Dios. Entre tantos compromisos sociales, compras y preparativos, podemos acercarnos al belén y contemplar al Niño nacido en un pesebre. Ojalá que al mirarlo saboreemos la grandeza de la humildad, que nos demos cuenta de que sobre lo material destacará siempre el brillo del cuidado y del amor.