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Como la guerra de la Vendèe, en Francia, la de los cristeros en México fue una epopeya y una cruzada. Tuvo lugar entre 1926 y 1929, si bien su origen hay que buscarlo en la revolución de 1917. La nueva Constitución pretendía recluir la fe en las sacristías, pero eso debió de parecerle demasiado espacio al presidente masón Plutarco Elías Calles, quien se propuso borrar de México todo rastro de catolicismo.

Buena parte de los mexicanos se opusieron, con más determinación en las zonas rurales que en los núcleos urbanos. Eso sí, primero agotaron todas las vías pacíficas de resolución de conflictos. Y sólo entonces se alzaron en armas.

Por un lado estaban los federales o ‘comecuras’ del presidente Calles, un ejército bien pertrechado y más numeroso que los rebeldes o cristeros, peor equipados y con escasa formación militar. Sin embargo, éstos contaban con algo que sus enemigos no: la fe en Dios, el conocimiento del terreno y el apoyo de la población, compuesta muchas veces por ancianos, mujeres y niños.

Tras tres años de guerra, al Gobierno no le quedó sino rendirse a la evidencia de que ni las balas ni las torturas pararían a los cristeros, con lo que optó por el engaño. Al poco de declarar la tregua trampa, se ordenaba apresar a los líderes desarmados, descabezando así al movimiento.

Hoy podemos decir que Calles y los suyos ganaron el poder pero que los cristeros obtuvieron la gloria, como acreditan sus numerosos mártires hoy en los altares. Que el grito de guerra cristero -¡Viva Cristo rey!- no fue un grito en vano.