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A la izquierda debería encantarle la Reconquista. Al fin y al cabo, el episodio podría contarse como la lucha de un puñado de campesinos libres contra un despotismo teocrático y esclavista. Esas historias de labriegos que ganaban tierras hacia el sur, la lanza en un hombro y la azada en el otro, orgullosos en sus pequeñas aldeas frente a la opulencia del invasor oriental… Así fue al principio y hasta bien entrado el siglo XI. ¿No es evocador? ¿No es un perfecto ejemplo de épica popular contra el poderoso, contra el tirano? Pues no: la sensibilidad de izquierdas suele ponerse del lado del oprimido y el pobre frente al rico, pero, en este caso, asombrosamente, nuestros progresistas toman partido por el emirato de Córdoba con su pompa y su boato.

La Reconquista se transformó luego en otra cosa: la iniciativa personal de las comunidades de colonos dejó paso al protagonismo de unos pequeños reinos cristianos (León, Navarra, enseguida Castilla y Aragón) que pugnaban por afianzar sus territorios frente al poder andalusí. ¿Hablamos de ese poder andalusí? Primero, las monarquías ostensiblemente corruptas (aunque bastante vivibles, es verdad) de los reinos de taifas. Después, los despotismos fundamentalistas de almorávides y almohades. Enfrente, en la España cristiana, órdenes políticos que cedían a la presión de sus pueblos y se veían obligados a reconocer derechos y libertades, que creaban ciudades libres y hasta el primer parlamento europeo con representación popular. ¿No es un excelente argumento para cualquier progresista? Ese pueblo que impone sus condiciones al poder, que conquista derechos, que alza su voz para luchar contra el enemigo del sur, que seguía siendo teocrático y esclavista… Pues no: asombrosamente, una vez más, nuestros progresistas sienten más simpatía por los despotismos andalusíes, con sus cohortes de eunucos, con sus harenes de esclavas y con sus hordas yihadistas (que no otra cosa eran almorávides y almohades), que por el labriego castellano o aragonés.

Al final del proceso, con el mundo andalusí reducido a la autocracia islámica del Reino de Granada, la Reconquista terminó como un proceso de construcción nacional a partir de los reinos cristianos. Proceso guiado, en realidad, por un principio casi permanente, a saber: que el poder público de la Corona debía imponerse sobre el poder privado de los nobles y sus arbitrariedades. “Poder público” significa esto: seguridad jurídica en cualquier parte del territorio, garantías para las vidas y haciendas de los más pobres, rigor y ley en la recaudación de tributos… No se hizo de una vez, evidentemente, pero esa fue la tónica general y por cierto que no dejó de costar guerras y quebrantos. ¿No es una buena fuente de inspiración para el pensamiento progresista? Esas mesnadas regias que recorren el país imponiendo la ley contra los “nobles bandoleros” que esquilmaban el territorio, que restauran el orden frente a la codicia del terrateniente… Pues no: asombrosamente (aunque ya no tanto), nuestros progresistas prefieren evocar con nostalgia la tristeza de Boabdil en la rendición de Granada, el imaginario encanto del pequeño predio aldeano de tal o cual señor feudal y siempre, siempre, la memoria inexistente del paraíso musulmán.

¿Por qué? ¿Por qué la sensibilidad de izquierdas, a la hora de revisar la Reconquista, se siente tan incómoda? La Reconquista es una enorme escultura de piedra y en sus vetas hay de todo, sin duda, pero muchas de ellas tienen ese mismo color que tanto gusta al pensamiento liberal y progresista. Seguramente eso es lo que veía don Claudio Sánchez Albornoz, presidente de la República en el exilio, que no era exactamente un reaccionario y que dedicó buena parte de su vida a estudiar y explicar aquel gran proceso que conformó la identidad de la España moderna. En la estela de ese proceso aparecen cosas como las primeras ciudades libres (tan pronto como en el siglo IX), las primeras cartas de derechos comunitarios (los fueros) o los primeros parlamentos de Europa con representación popular (empezando por las Cortes de León a finales del siglo XII), por no hablar de fenómenos de comunicación intercultural como lo que se llamará después “escuela de traductores de Toledo”, que fue iniciativa de la corona cristiana después de conquistar la vieja capital. Ahora bien, reconocer eso implica aceptar la continuidad histórica de un pueblo, y aquí es donde la izquierda se siente incapaz de mantener la mirada.

Porque todos esos logros objetivos de las libertades personales y colectivas, en efecto, se producen en el seno de un pueblo que es básicamente el mismo durante siglos, pero nuestra izquierda, sobre todo a partir de principios del siglo XX, ha dado en pensar que ese pueblo no es tal, que el auténtico pueblo es ella, esa misma izquierda, que nada debe al pasado. Complejo de Adán. Y así, puestos a reexaminar la memoria colectiva, se la inventan. Se inventan un supuesto pueblo andalusí oprimido por la barbarie cristiana, cuando en realidad todos los estudios genéticos demuestran que la distribución de la población española sigue exactamente los pasos de la Reconquista. Se inventan un supuesto paisaje de tolerancia islámica cuando en realidad, al margen de periodos muy excepcionales, el mundo andalusí nunca dejó de ser un despotismo teocrático como el que hoy vemos en Arabia Saudí (y eso, siendo generosos). Se inventan una supuesta barbarie de la España cristiana, belicista y fanática, cuando en realidad el mapa original de los derechos y las libertades en nuestro país nació precisamente de la arquitectura política de la cristiandad. Y así nuestra izquierda vive en un mundo imaginario, en un relato mítico, de fantasía, profundamente estéril y que, aún peor, ha esterilizado también la capacidad de una parte sustancial de nuestro mundo universitario para mirar la historia nacional sin complejos. Si no fuera tan nocivo, daría pena.