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Celebramos hoy el 80 aniversario del nacimiento de sir Roger Scruton (Buslingthorpe, 27 de febrero de 1944-Brinkworth, 12 de enero de 2020). Soy muy partidario de celebrar por todo lo alto los cumpleaños de los difuntos, porque el espíritu vive (y encima resucitarán los cuerpos). Es la mejor forma de dar las gracias porque una vida bien vivida es para siempre. En el caso de Roger Scruton se percibe su huella de una manera muy palpable en el revitalizado movimiento conservador que —con las modulaciones nacionales lógicas en un movimiento que apuesta por lo local y el patriotismo— recorre Europa.

El pensamiento político y el sentimiento estético de Scruton ya los he analizado en otras ocasiones. Hoy sólo toca entonar el cumpleaños feliz y preguntarnos qué parte palpitante de su legado queda entre nosotros como una vela encendida. Su pensamiento, desde luego, es muy influyente, aunque yo diría que no fue extremadamente original. Ni falta que le hizo (no le compremos la propaganda al enemigo y defendamos la originalidad del origen y no la de la última gracieta). Siempre me intrigó lo mucho que confluye con Chesterton, aunque lo cita muy poco (una vez, hasta donde le he encontrado yo). Sería un apasionante asunto para una tesis doctoral. ¿Cuánto hay de influencia directa, cuánto de contagio subliminal o a través de autores intermedios, cuánto de confluencia por cultura y talente inglés y cuánto de puro común denominador del sentido común? Bastante de todo, apuesto yo.

Acierta con frecuencia, pero Scruton tampoco es el oráculo de Delfos. Su patriotismo inglés retoza en el jingoism, que le afearía Chesterton, precisamente. Aunque muy abierto a la trascendencia, nunca termina de entenderla del todo ni de superar los argumentos utilitaristas o consuetudinarios en defensa de la fe –valga la paradoja–. Su conocimiento de España (hablando de patriotismo) parecía circunscrito a Ortega y Gasset –menos da una piedra– y a Federico García Lorca (bellísimamente musicado por él, todo hay que decirlo). Lo más asombroso e imperdonable de todo es que no tenía afición al vino de jerez.

En cambio, tres virtudes de Scruton lo compensan prácticamente todo y hacen de su figura un banderín de enganche del conservadurismo tradicionalista. La primera, es su prosa musical y transparente. Hermosamente construida, brillantemente ejecutada y singularmente adictiva. Sazonada con un constante sentido del humor. No me extraña que escogiese una pluma para el morrión del yelmo del escudo que adquirió cuando fue nombrado caballero.

También contribuye a su atractivo que su conversión al conservadurismo tuviese lugar a través de la estética. Su caída del caballo fue un impetuoso deslumbramiento ante la belleza. Se dio cuenta de que en la estética no puede imponerse el relativismo, en absoluto. Esto le llevó a defender la existencia de valores fijos (o sea, de principios, esto es, de verdades) y a acogerse como a sagrado a una tradición que nos enseña a ver y a escuchar, y que nos lega las grandes obras de arte. Todo agradecimiento es poco. Su apuesta por la belleza tiene una importancia capital porque, como dijo Dostoievski, es la belleza la que salvará el mundo. La estética es la última conexión que se pierde con la trascendencia, y lo sublime nos recuerda la dignidad del hombre. Scruton, como un guía intrépido, ha abierto para muchos el camino de vuelta más transitable hoy por hoy: el de la belleza. Lo ha hecho a machetazos de buena prosa y de ironía inglesa.

El tercer mérito de sir Roger Scruton es haber integrado sus muchas pulsiones intelectuales y políticas en un personaje atractivo, de indiscutible fotogenia y con una biografía casi novelesca. Roger Scruton ha sabido vivir intensamente, con episodios ejemplares de enorme coraje cívico, como sus colaboraciones con la resistencia húngara y polaca al comunismo. También es épico su enfrentamiento a lo políticamente correcto desde la dirección de The Salisbury Review, que resumió así: «El puesto me había costado miles de horas de trabajo no retribuido, un horrible asesinato simbólico en Private Eye, tres pleitos, dos interrogatorios, un despido, la pérdida de un cursus honorum universitario en Gran Bretaña, un sinfín de reseñas negativas, la suspicacia de los tories y el odio de cualquier progresista come il faut en todas partes. Y había valido la pena».

Roger Scruton © Francesco Guidicini/The Sunday Times

El encanto se concreta en muchas anécdotas curiosas, como sus constantes caídas del caballo cuando empezaba a aficionarse por la caza del zorro, coherentes con sus conversiones encadenadas. Es precioso que, precisamente entre porrazo y porrazo, conociese a su mujer. Ella se apiadó de ese señor al que tanto costaba mantenerse encima de su caballo.

Scruton ha trabajado, como buen conservador, su leyenda y su mito, y ha conseguido integrarlo todo en una biografía redonda. Consciente de su obra maestra, se regodeaba en el trato personal, como en aquel maravilloso programa llamado Scrutopia. Cuando el nieto de sus abuelos, que habían sido ambos hijos ilegítimos, fue armado caballero, se escogió este lema, jugando con su apellido y con su vocación filosófica: «Scrutari Semper». Guiñaba a su origen, pues se apellido proviene de la casa señorial Scruton Hall, donde su bisabuela era criada y que abandonó embarazada. Ella decidió apellidar a su hijo con el nombre de la mansión. Gesto casi dickensiano, al que Scruton da el perfecto sesgo humanista, alzando el apellido a lema filosófico. Parece una anécdota, pero es una categoría. Del mismo modo, se enorgullecía de haber heredado de su padre, socialista recalcitrante, la pasión por el paisaje inglés. Scruton la recicla en su activismo conservacionista. Él, que escribió libros y tuvo méritos para haber sido un dignísimo intelectual o ratón de biblioteca, quiso encarnar la filosofía conservadora en su vida y en su nombre. Esa lección perdurable de inteligencia integradora es quizá su huella más perdurable y, sin duda, la más novelesca.

 

Imagen de cabecera: https://im1776.com/2021/01/12/scruton-cafe/