La muerte del amor romántico es la constatación de la soledad becqueriana. No es que se haya ido una mujer, que su olvido vaya a prevalecer. No. Es que se han ido todas.
Seguirán las golondrinas colgando sus nidos de tu balcón, pero aquellas, las que aprendieron nuestros nombres, no volverán. La vigencia del amor calculador frente al romántico es un drama que inunda de soledades los noviazgos, que vacía de ilusiones los deseos, que embrutece al mundo y entristece a quienes aún conservan la capacidad de conmoverse por las cosas bonitas de la vida. Nos están robando el alma con el vicio de la pareja perfecta, con la urgencia del romance de un clic, con la promesa de un amor sin dolor, con la mentira de los besos de usar y tirar.
Las prisas no son buenas
El amor es la reiteración de una aspiración mayor. Ningún amor puede acotarse, como ninguno puede saciarse. En el espejo de las gustosas ansiedades de los enamorados, emerge el romanticismo, la lenta historia de dos amantes por el mundo, secreto a voces entre dos corazones ajenos al palpitar de las calles, capaces de plasmar en pequeños e íntimos instantes de belleza la aspiración infinita que esconden sus almas.
Las manos entrelazadas recorriendo la orilla, la cena por sorpresa a la luz de unas velas, las renuncias y audacias de un chico capaz de todo por conquistar el sentimiento de la amada, las cartas largas y lloradas de los novios en la distancia, la alegría de despertarse y cruzar los ojos con aquellos, tan brillantes, que dan sentido a las cosas, son expresiones de un amor proscrito por la apisonadora histérica de la posmodernidad, sin tiempo para nada, sin tiempo que perder, sin nadie por quien apostar que no sea uno mismo.
Sorprende que por más empeño que ha puesto la industria del entretenimiento en pornografiar las relaciones, no ha logrado vencer al amor romántico, tan solo hacer claudicar al hombre al fracaso de la insatisfacción. No ayuda, pero no es la sexualización el mayor enemigo del romanticismo —no llega a ser algo tan importante—, sino la inmediatez, la urgencia, o el intento de empequeñecer el amor hasta tal extremo que quepa en el minúsculo frasco de la inteligencia artificial.
Hay un Catecismo de la Inmediatez en las conversaciones arbitrarias de hoy: el que no da segundas oportunidades; el que no espera a que las cosas funcionen; el que no está dispuesto a poner nada de su parte; el que tiene demasiada prisa como para esperar; el que lo único que busca en una relación es el amor propio. Nos indigesta tanta mediocridad, cómo nuestro siglo ha logrado incluso pervertir la mirada bellísima de dos enamorados, y hasta la entrega intensa de los primeros días, donde todo el perfume de las flores nos parece poco, donde tan solo esos cielos estrelladísimos de agosto parecen estar a la altura de nuestros corazones rebosantes de esperanzas y deleites; que amar es también descansar con confianza en el suelo mullido de otro corazón.
Ocurre que la obsesión por la inmediatez asfixia la contemplación, sin la cual no hay espacio para el romanticismo. La inmediatez va inexorablemente unida al resultadismo, y lo romántico no puede medirse, no puede contabilizarse, no puede escatimarse. Todos hemos conocido a personas calculadoras fracasando una y otra vez en sus intentos por ser románticos: el amor romántico no puede programarse; de hecho, ni siquiera puede aprenderse o memorizarse, y por supuesto, no puede comprarse: no es uno ni mil ramos de flores, no es que el anillo sea de plata y no la anilla de una cerveza. A lo largo de la historia, ¿cuántos grandes amores han surgido de la romántica ocurrencia de un miserable anillo de papel de aluminio en una playa perdida?
Sin la contemplación, sin la capacidad de paladear serenamente la belleza de un instante, no solo no es posible ofrecer amor romántico, sino que tampoco es posible percibirlo cuando alguien nos lo ofrece. Es, en fin, una ceguera del corazón.
El lastre de lo efímero en lo eterno
El otro gran enemigo, el que tal vez ha querido dar la estocada final al romanticismo de un modo más burdo, superficial y salvaje, es la ideología de género. Esta amalgama de egoísmos, rencores, envidias, intereses políticos, y locuras, tan solo sabe hablar el idioma de la igualdad matemática. Pero el único modo de medir algo como la igualdad entre dos es cuantificarlo; dicho en plata, ponerle precio al sentimiento y al ser. Por eso la gran trampa de la verborrea ideológica de la igualdad es que oculta que constituye un atentado frontal contra la naturaleza humana. ¿De qué le serviría al hombre la igualdad, en caso de existir tal cosa, si ha dejado de ser hombre?
Gracias a Dios, somos diferentes. Todos somos diferentes. Son las diferencias las que hacen del mundo un lugar bonito y del amor algo posible. Amamos diferencias y semejanzas, puntos en común. Amamos también puentes tendidos. En lo físico y en lo psíquico, amamos las aristas que hacen singular al otro, y que tal vez nos complementan. Amamos los errores del otro, incluso los que nos crispan, y disculpamos con gracia sus tropezones. Y amamos, por último, encontrarnos en un momento y en un lugar de la Historia, en medio de los caminos genuina y naturalmente divergentes de la individualidad y de la libertad de cada uno.
La ideología de género nace además de un pozo de rencor, de deuda. ¿Quién podría construir amor romántico con una deuda de por medio? Es como pedirle al defraudador que se case con Hacienda; algo que en todo caso hará por conveniencia.
No, el romanticismo como actitud ante la vida es incompatible con el rencor que, en contra de lo que piensa la mayoría, es un sentimiento autodestructivo. El rencor bulle en el corazón propio, a menudo el otro o los demás no llegarán jamás a percibirlo, y le cuelga pesados muertos que le obligan a navegar mordiendo el fango. Por más empeño que ponga, nadie que haya caído en la trampa de una ideología rencorosa podrá sentir amor del bueno, del que los sabios griegos identificaban con un sentimiento de aspiración infinita que nos supera, y ejemplificaban con el ansia de echar a volar hacia ninguna parte, tan solo más allá. No puedes levantar el vuelo con el pesadísimo señuelo de la deuda a bordo.
El feminismo político del momento, hijo o padre de la perniciosa ideología de género, estigmatiza al hombre, lo sitúa en un plano de indefensión, y lo señala como presunto culpable. ¿Al hombre? No, a todos y cada uno de los hombres individualmente, sin importar si lo merecen o no, y por supuesto, obviando cualquier justicia. Pero hay más: ha logrado convencer a la mujer de que no necesita a nadie, a ningún hombre. Y, en consecuencia, al hombre de que no necesita a nadie, a ninguna mujer. Con esa distancia inmensa entre dos almas, con la amenaza de quebrar los usos y costumbres de este tiempo —cuando no la ley y el orden— se explica que hoy veamos más escenas románticas entre una mujer y sus gatos, o entre un hombre y su coche, que entre un chico y una chica.
Deshacer el camino
Creen quienes han caído en las redes de toda esta apestosa ideología contemporánea que ahora son más fuertes, que nada ni nadie puede doblegarles, que nadie puede entorpecerles en su camino a la felicidad; y no es verdad. Pero además, vale la pena que presten atención a lo que dice C. S. Lewis: «amar es ser vulnerable. Desde el momento en que amamos nos exponemos a sufrir y a que se nos destroce el corazón. Si deseáis que vuestro corazón permanezca intacto, no lo deis a nadie, ni siquiera a un animal. Envolved cuidadosamente vuestro corazón a base de hobbies y pequeños lujos; evitando todo enredo, encerrándolo en un cofre, o en el ataúd de vuestro egoísmo, pero aún dentro de ese cofre, oscuro, seguro, inmóvil y sin aire, cambiará. No se romperá, se volverá irrompible, impenetrable e irredimible». Y concluye con una demoledora reflexión: «El único sitio fuera del cielo donde podamos estar perfectamente a salvo de los peligros y las confusiones del amor es en el infierno».
Quizá por eso no está todo perdido. Las victorias contra natura siempre son pírricas, espejismos de la estupidez en el camino de la Historia. Los procesos totalitarios, y este contra el romanticismo lo es, siempre son cómo apretar un muelle con la punta de un dedo. En algún momento el dedo se aparta, y el muelle salta con mayor vigor. El romanticismo resurgirá con más fuerza, porque es quizá, después de la pulsión de la espiritualidad, lo que late con más fuerza en la naturaleza humana.
La lucha del hombre contra su naturaleza, por muy ruidosa que sea, por muchos apóstoles y masas que mueva, al final, solo conduce a la melancolía. La posibilidad de regresar al amor romántico, como quien decide detenerse a disfrutar un vino viejo, siempre estará ahí para quienes renuncien a embrutecerse por la inmediatez y a contaminarse con ideologías que esclavizan. Tal vez haya más personas deseando en silencio un amor así de lo que a menudo creemos. Tal vez haya más personas sintiendo así. Tal vez haya, en fin, más personas de lo que pensamos suspirando por un amor de los de ayer, que son los de toda la vida.