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En las últimas décadas el fenómeno de las Cruzadas ha sido analizado desde distintos puntos de vista según los prejuicios y esquemas ideológicos del que se acercaba al mismo. Si las investigaciones venían del materialismo histórico marxista las conclusiones eran claramente economicistas: las Cruzadas no serían más que una excusa para que las repúblicas mercantes italianas, la nobleza y el Papado se enriquecieran aprovechándose de la «ignorancia» del pueblo. Si el acercamiento era a partir de un supuesto realismo político que deviene no pocas veces en puro cinismo, el cruzadismo había sido una ideología creada por la Teocracia Pontificia para reducir la violencia nobiliaria en Europa, exportar ese furor al Oriente y, aprovechando esa situación, la Iglesia incrementaría su poder e influencia. Tesis realmente simplistas y fácilmente desechables a pesar de su intenso predicamento.

Para enredar aún más el asunto, en los últimos años se empezó a analizar todo lo concerniente a las Cruzadas bajo el punto de vista del Islam, con eso de que hay que «descolonizar» la cultura y flagelar todo lo que sea propiamente occidental. Para nuestra desgracia, y quizás llevados por un deseo aburguesado de evitar la polémica, muchos medievalistas académicamente reconocidos, y que se han declarado públicamente católicos, han optado por denunciar el fenómeno cruzado. Este sería, supuestamente, una suerte de contaminación del yihad menor islámico dentro del marco católico de la Cristiandad medieval. Una innovación no cristiana que habría desbancando el ideal primitivo del martirio. Nada de esto, por supuesto, es cierto, sino que resulta útil para «salvar» al cristianismo del listado de anatemas propios del progresismo liberal posmoderno.

El cruzadismo no es ni una adaptación a la Cristiandad de elementos islámicos ni tampoco un vehículo ideológico que justifica el expansionismo militar y político. Se trata, más bien, de un fenómeno de defensa frente a un elemento externo y ajeno que es enemigo del orden cristiano. Por ello, la conquista de América no fue jamás una cruzada aunque su consecuencia primera fuera la expansión de la Fe de la mano de la expansión de la Monarquía Hispánica. Tanto es así que la conquista misma derivó en un enfrentado debate teológico a mediados del siglo XVI sobre la legitimidad o no de la misma.

Tras la pérdida de tierras que pertenecieron a la Cristiandad, la ofensiva se convierte en un contraataque para recuperar lo que antaño perteneció a un orden sociopolítico guiado por la ortodoxia marcada por la Iglesia. Ahí está el caso evidente de nuestra Reconquista y la razón de por qué todo el marco cruzado arraigó aquí con fuerza. Pero es que, también, la recuperación de los Santos Lugares obedecía a este deseo de recuperar para la Cristiandad aquel Oriente Próximo perdido en el siglo VII y que hasta entonces era romano y cristiano. Fue un contraataque contra el expansionismo militar islámico que su fe sí justifica.

El ideario cruzado no se desarrolla en profundidad hasta finales del siglo XI pero, tal como decíamos antes, lo que venía ocurriendo en España era un protocruzadismo a escala regional. Todas las Españas habían sido cristianas y la guerra contra el Islam era justa y buena porque aquellos hombres tenían en deber de recuperar para la Cristiandad la Península Ibérica. El móvil nacional era inexistente pues no existía la nación tal como hoy se entiende. El caso de la Primera Cruzada, convocada por el Papa Urbano II en el Concilio de Clermont (1095) al grito de Deus Vult! – Dios lo quiere- obedeció a la necesidad real de proteger a los devotos peregrinos que acudían a Tierra Santa del desamparo, la persecución y los asesinatos cometidos allí contra los cristianos por el fundamentalismos de los turcos selyúcidas. Es innegable que se cometieron tropelías fruto del pecado propio de los hombres, pero la mayoría acudió a Jerusalén por verdadera piedad religiosa, ansiosos de lograr la indulgencia por sus méritos defendiendo el Reinado de Cristo y los Santos Lugares. La mayoría de estos caballeros y pequeños nobles retornaron a sus hogares en Europa después de haber logrado una hazaña militar –la conquista de Jerusalén en el 1099- solo comparable con las de Alejandro o las de Hernán Cortés.

Lo caótico pronto hubo de ordenarse. Al poco de crearse el Reino de Jerusalén y establecerse otros principados cristianos en el Levante nacieron las órdenes militares. Grupos de caballeros que optaron por abrazar los típicos votos monásticos mientras seguían el llamado evangélico de «si alguno no tiene espada, que venda su capa y se compre une» (Lucas 22, 31- 53). Fundaron hospitales y otras instituciones dedicadas a practicar la caridad y atender a los peregrinos pobres que acudían a los Santos Lugares. Algunas aún hoy continúan existiendo, como la Orden de los Caballeros Hospitalarios o de San Juan o, de aquella manera, la Orden de Santiago. Su labor cristiana fue mucha y fecunda y allá donde se les concedieron tierras estas órdenes fueron famosas por su buen trato a sus vasallos y la admiración que generaban en el pueblo cristiano. Portaban la espada no para expandir la guerra sino para proteger a la Cristiandad de sus enemigos.

Sin duda, por razones espurias y comerciales, la orden más famosa fue la de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón, mejor conocidos como templarios. Las películas, las novelas baratas, los videojuegos y teorías de la conspiración varias han hecho de ellos algo que nunca fuero. Algo, por supuesto, que siempre es, casualmente, contrario a la Iglesia. La realidad de los templarios es bien distinta. Fueron caballeros y monjes cistercienses que decidieron realizar una síntesis entre la vida contemplativa propia del monje y la vida combativa propia del caballero para proteger lo que era el antiguo Templo de Salomón en Jerusalén y la causa de Cristo por toda Europa. Pidieron a San Bernardo de Claraval, el cristiano más grande aquel entonces, que les diera una regla monástica propia. Él les regaló una regla benedictina plena de espíritu cisterciense y pasión por Cristo. Del abad de Claraval no salieron más que alabanzas a los que consideraba los caballeros más perfectos por no servir a más señor que a Dios y no venerar a otra mujer que no fuera la Santísima Virgen. Con la bula Militia Dei (1144) la orden fue confirmada por el Romano Pontífice. Solo una injusta intromisión del poder terrenal del rey Felipe El Hermoso de Francia, deseoso de expropiar a la orden sus riquezas y la coincidencia con un Romano Pontífice pusilánime puso fin a la Orden del Temple y creó una falsa leyenda que sigue aún hasta hoy.

A largo plazo las cruzadas en Tierra Santa terminaron por fracasar pero sería injusto considerarlas un fracaso rotundo pese a que los pecados de los hombres dañaran el celo de los verdaderos cruzados e hicieran uso del mismo para empresas espurias. No obstante, considerarlo un fracaso absoluto resulta injusto y más cuando no se considera como tal otros fenómenos históricos de menor duración que el Reino de Jerusalén. El espíritu continuó durante el resto de la Edad Media y dio a monarcas como San Fernando en Castilla o San Luis en Francia. La Guerra de Granada (1481- 1492) fue declarada cruzada y así se vivió; Fernando el Católico, asombrado por las victorias norteafricanas lideradas por el Cardenal Cisneros, planeó con seriedad la conquista de Jerusalén apelando a su posesión de iure del Reino de Jerusalén.

Entrados en la Edad Moderna todas las grandes campañas contra El Turco dirigidas tanto por Carlos V como por Felipe II así fueron consideradas, siendo la victoria de la Santa Alianza en Lepanto (1571) la hazaña determinante. Incluso durante la defensa de Viena durante el segundo asedio otomano (1683) tuvo una consideración de cruzada y celebrada en 1983 por Juan Pablo II, recordando la efeméride del tercer centenario. Ya entrados en la Era Revolucionaria, resistencias al liberalismo y el jacobinismo como la Guerra de la Vendée (1793- 1796) o los sanfeidisti napolitanos y la resistencia de Pío IX a la unificación italiana (1870) fueron fenómenos cruzados de defensa del orden cristiano y, como tal, se vivieron. Yendo al solar patrio, la visión objetiva de la Historia de España nos permite apreciar como entre la mayoría de las gentes, a pesar de lo acontecido en Cádiz, la Guerra de Independencia (1808- 1814) se vivió y se sintió como una cruzada de defensa de la Cristiandad frente a una Grande Armée vista como portadora de ateísmo, herejía, jacobinismo y destructora de la Iglesia. Por ello, cuando en 1823 los Cien Mil hijos de San Luis, acaudillados por el Duque de Angulema, entraron en España, las masas populares no mostraron resistencia pues los veían como los restauradores del orden cristiano en España ¡y qué decir de todo el espíritu cruzado que era parte de la esencia de los ejércitos carlistas!

En el siglo XX vemos dos ejemplos claros de cruzadas y, además, ambas ocurridas en el ámbito hispánico. En México, los cristeros se levantaron a finales de los años veinte para defenderse frente a las políticas furibundamente anticlericales de los gobiernos emanados de la revolución e intentar restaurar la Cristiandad en el país, fuertemente dañada desde los primeros años inmediatamente posteriores a la independencia. Por desgracia, fracasaron en su lucha y apenas tuvieron apoyo explícito de la Curia Romana. En España, sin lugar a dudas, la guerra civil fue una auténtica cruzada, así declarada por gran parte de los obispos y vivida por la mayoría del pueblo cristiano como tal al margen de ciertas consignas vagas de ciertos grupos que no gustaban en incidir en ello. La Cristiandad iba a ser físicamente destruida en España por el Frente Popular y media España optó por levantarse en armas y defenderla.

Dicho esto, y por no alargarnos en demasía y aburrir al paciente lector, vemos razones legítimas y fundadas para que un católico haga suya la idea de Cruzada. Así lo hacen aquellos católicos que están exentos de complejos varios y de las ansias por lograr el aplauso de los poderes de este mundo. Si la vida del cristiano no es más que «milicia sobre la tierra» y una lucha constante contra los poderes del maligno, la cruzada no es otra cosa que una ampliación de esa lucha al plano de la sociedad y la política. Porque, aunque algunos hayan querido interesadamente olvidarlo dentro del seno mismo de la Iglesia, Cristo no solo debe reinar en cada uno de los corazones de las personas en particular sino, también, y de igual manera, en las sociedades y en las comunidades políticas. Hacer cruzada no es otra cosa que luchar por la consecución de ese reinado.