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El hillbilly norteamericano es el equivalente del paleto español. Para entendernos. El hillbilly pertenece a la clase trabajadora blanca de Estados Unidos y puede encontrársele en la región de los montes Apalaches, que va de Alabama a Georgia en el sur y de Ohio a zonas de Nueva York en el norte. Es una minoría más en el país. También lo es como ninguna otra. A diferencia del resto, al hillbilly no lo protegen las leyes de la corrección política. Todo vale a la hora de reírse de él. Incluso llamarle “cuello rojo” o “basura blanca”. Ningún tribunal condenará a quien lo haga.

Mejor andarse con cuidado, eso sí. Antes de agachar la cabeza el hillbilly es capaz de pegarle un tiro a quien le haya insultado a él o a su gente. El sentido del honor lo tiene exacerbado. Un tipo de los Apalaches le dijo a una chica que le comería las bragas. Al poco, recibió una visita del hermano de la muchacha, que le hizo comerse unas bragas de ella a punta de machete. Es un caso real.

J.D. Vance, autor de ‘Hillbilly, una elegía rural’

Lo cuenta J.D Vance en su libro, ‘Hillbilly, una elegía rural’, ahora en versión Netflix. Vance sabe de lo que habla. Él nació hillbilly. Y morirá hillbilly. Por mucho que viva en Silicon Valley, se graduara en Derecho por Yale, sirviera con los marines en la guerra de Irak y, en lugar de en la muy paleta Jacksonville, Kentucky, naciera en la menos paleta Middeltown, Ohio. Sus abuelos emigraron allí mucho antes de nacer él, siguiendo la Ruta 23. Y aunque prosperaron, no dejaron de ser paletos. Puedes sacar al hillbilly de Kentucky, pero no puedes sacar a Kentucky del hillbilly.

Como tantos irlandeses-escoceses de las montañas, los abuelos de Vance viajaron al norte al reclamo de la sirena de las fábricas que cada día marcaba el final de la jornada y, cada mes, la seguridad de un salario fijo y digno. La cosa pareció marchar bien hasta que las factorías dejaron de escupir su negro humo por las chimeneas. Alguien pensó que era más barato llevarse la producción a otros países, como México o China. La factura de la deslocalización la pagó la clase trabajadora blanca, que se quedó sin empleo.

Los que habían ahorrado lo suficiente o tenían algún contacto, escaparon de la devastación que se enseñoreó de los barrios. Los que se quedaron no fue por sentido de pertenencia al territorio, sino por no tener opción. A las tentaciones multiseculares de los hillbillies, como resolver los pleitos a puñetazos, ahogar las penas en alcohol o ser padres antes de alcanzar la mayoría de edad, se sumaron otras: las drogas que vendían en las esquinas y en los parques los camellos, los créditos rápidos para fardar por encima de las posibilidades, la lástima por sí mismos y, tan letal como todo lo anterior, las teorías de la conspiración.

La abuela que marcó la diferencia

Como hijo y nieto de hillbillies, J.D Vance no se diferenciaba de muchos de sus compañeros de clase ni de sus vecinos. Se alimentaba de comida basura en el desayuno, el almuerzo y la cena, pensaba que sacar buenas notas era cosa de chicas o de mariquitas, no decía que no a los paraísos artificiales que le ofrecían los dealers y nunca tuvo tiempo de encariñarse con ninguno de los candidatos que le presentaba su madre para suplir la figura del padre ausente. Quien le ayudó a marcar la diferencia fue su abuela.

Que nadie imagine a una adorable ancianita que dejaba las tartas reposar en el alfeizar de la ventana, las tardes de verano. La vieja aquella era una hillbillie que a los 12 años había estado a punto de matar a un hombre, lo que no habría resultado extraño en los Apalaches. Se había divorciado del marido, formando uno de esos hogares rotos tan frecuentes entre los de su clase. Su hija, la madre de Vance, era una drogadicta sin remedio.

Un joven J.D. Vance con su abuela

A pesar de todo, la abuela amaba a su nieto, aunque fuese a su manera, plagada de palabrotas. Por eso le acogió en su casa, donde le prohibió el lamento y le metió en la cabeza que si de mayor quería un empleo que le permitiese pasar con su mujer y sus hijos los fines de semana no le quedaba sino estudiar duro e ir a la universidad, cuanto más lejos de casa mejor.

J.D Vance se puso a la tarea y su vida cambió. Cada vez que sonaba la campana al final de las clases, no le invadía la angustia de regresar a una casa en la reinaban los gritos y los portazos. Podía dejar la calderilla a la vista sin temor a que se la robase su madre para financiar sus dosis, como había hecho con sus juguetes cuando era pequeño. Por primera vez en su vida se dieron las condiciones mínimas para hacer los deberes. Y aunque en casa de la abuela el dinero no abundaba, a J.D nunca le faltó el peculiar amor de la no menos peculiar anciana. Era suficiente para burlar las estadísticas, esas que los paletos de los Apalaches confunden con designios inalterables. Y no.

Marine y graduado por Yale

El autor de ‘Hillbilly’ poco a poco descubrió que era posible prosperar en la vida. La primera pista se la dieron en una oficina de reclutamiento. Al acabar el instituto, en lugar de solicitar un crédito al banco para ir a la universidad, se enroló en los marines, con la idea de que cuando se licenciara las condiciones para financiar sus estudios superiores serían más favorables. Así fue. Pero antes se cruzó en su camino un hombre al que nunca creyó que conocería: él mismo en su mejor versión.

Los marines le enseñaron a improvisar, adaptarse y vencer en los lejanos desiertos de Irak, y también en cualquier parcela de la vida, desde hacerse la cama, comprarse el coche que se ajustara mejor a sus necesidades y presupuesto o rellenar unos formularios oficiales. También le pusieron en la senda de la vida sana. J.D Vance se aficionó a hacer deporte, en lugar de verlo por televisión sepultado en latas de cerveza y cajas de pizza, como haría cualquier paleto de los Apalaches. Se acabaron las grasas saturadas y los azúcares añadidos, así como el sedentarismo. Y algo más importante pasó. Cada vez que regresaba a casa de permiso, no encontraba su sitio. El optimismo hacía que se sintiera extraño entre los suyos. Sin dejar nunca de considerarse, y a mucha honra, un hillbilly.

J.D. Vance junto a su esposa

Con esa mezcla de orgullo y empuje inició su carrera universitaria. Después de servir en los marines, el campus le parecía un hogar de boy scouts. Estaba chupado. Atendía en clase, no se retrasaba en la entrega de los trabajos, sacaba las mejores calificaciones y todavía encontraba tiempo para pluriemplearse y salir a pasarlo bien con sus amigotes. Cuando quiso darse cuenta, estaba subiendo a un estrado a recoger su diploma, tocado con un birrete y vestido con una toga. Lástima que su abuela, a la que había asistido económicamente en sus últimos años, no viviera para verlo.

Lástima también que la anciana no fuera testigo del ingreso de su nieto en la escuela de Derecho de Yale, una de las más prestigiosas del país. J.D estuvo a punto de no enviar su solicitud, convencido de que nunca admitirían a un hillbilly como él. Pero un pensamiento así era propio del paleto de antes de arrastrar su cuerpo por una pista embarrada, con un sargento de marines gritándote al oído. Así que lo intentó. Y fue admitido. Tuvo que endeudarse de nuevo. Pero mereció la pena.

En Yale conoció a la que sería su mujer, se graduaría con varias ofertas de trabajo de muchos ceros cada una e, igual de importante, descubrió que sus compañeros de facultad, casi todos egresados de universidades de la Ivy League, no eran mejores que él, más inteligentes. O que él no era peor, más tonto. Tampoco lo eran sus paisanos hillbillies. Por eso, con 31 años escribió el libro que le ha aupado a la lista de los más vendidos. Tenía algo que contarle a su gente y, de rebote, al mundo.

Algo más que un testimonio personal

‘Hillbilly’ es algo más que un testimonio personal. Es también un estudio de las condiciones sociales y económicas en las que se desenvuelve la clase blanca trabajadora norteamericana. Por supuesto, las políticas económicas de Obama, con sus cierres de fábricas y deslocalizaciones, han afectado negativamente a las gentes de los Apalaches. Más no a aquellos que van colocados a trabajar, tardan media hora en ir al cuarto de baño durante su turno o directamente abandonan sus empleos para no tener que levantarse pronto. Estos no están legitimados para decir que Soros es culpable. En lo que de ellos depende, se han labrado solos su desgracia.

Vance se dirige a aquellos que están dispuestos a creer que las decisiones tienen consecuencias. Sin ponerse como estomagante ejemplo de nada, en sus páginas lanza el mensaje de que sí se puede salir adelante. Nunca solo, siempre con ayuda de tus amigos, tu familia, la gente que te quiere. Y no se trata de que te admitan en una elitista universidad de la costa este ni de que te fiche un despacho de abogados o un banco de inversión ni de hacerte socio de un exclusivo club de golf. Muchísimo menos de renunciar a lo que se es: hillbillies.

Se trata de crear espacios de oportunidad que faciliten la toma de decisiones correctas. Para ello, lo primero es cambiar el marco mental del individuo y del grupo. Y luego ponerse a la tarea de reparar la muy deteriorada relación con tres instituciones de las que la clase trabajadora blanca norteamericana ha sido más devota que nadie: la familia, los Estados Unidos y Dios.