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En una casa-museo, uno puede saltarse la regla de ver tres o cuatro obras con calma y sencillamente recorrer todo sumergido en el mundo -más o menos fiel- de unos personajes que conocieron una época distinta. Tal vez nos guste, porque somos cotillas a pesar de no querer serlo, colarnos en el hogar de otro (aunque esté ahora museizado), intuir su intimidad. Quizá por eso el Museo Sorolla sea tan popular. Allí iba a ir con una amiga hace unas semanas, pero, como no quedaban entradas, propuso ir al Museo Lázaro Galdiano, que está cerca, en la calle Serrano.

Yo, que no soy de Madrid, ni había estado ni sabía que existía. Supe luego que tampoco es demasiado conocido entre madrileños, lo que es una pena porque me pareció un lugar muy edificante. Igual que me pasaba en el museo de sir John Soane, entrar en el universo de este coleccionista resultó inspirador: al pasear por las habitaciones repletas de las piezas con las que fue haciéndose en su día, se cuela cierto aire de cercanía que, frente a lo que pasa en los grandes museos creados para exponer, invita menos al empacho, al ver por ver.

Serrano, 122

El palacete, de principios del siglo XX, es de planta rectangular con un patio interior cubierto, pórtico en un extremo y una torre en el otro. Está rodeado por un jardín muy hermoso (conserva el original) que da paz y enriquece el conjunto. El interior alberga la colección distribuida en las cuatro plantas y con un esquema muy sencillo de seguir. Goya, el Bosco, Murillo, Zurbarán, Madrazo, da Vinci, Reynolds, Constable y el Greco son algunos de los artistas que encontramos. Pero también hay una de las mejores colecciones de platería civil y joyas (del sigo III a.C al XIX), y monedas, textiles, cerámicas, miniaturas, porcelanas, sigilografía, armas…

El museo se inauguró en 1951, unos años después de falleciera José Lázaro Galdiano habiendo instituido en su testamento al Estado Español como heredero universal de todos sus bienes, derechos y acciones. «Entrego a España una cosa muy mía, que no repartí con nadie; mi sentimiento estético». El Palacio de Parque Florido había sido la residencia en Madrid de él y su mujer, Paula Florido (una rica argentina enviudada tres veces antes de casarse con Lázaro).

Después de visitar el museo y de haber estado leyendo sobre él, me da cierta vergüenza reconocer que ignoraba quién era José Lázaro Galdiano. No sé si es cosa mía o algo que hace más gente: clasifico a los personajes que me hubiera gustado conocer. Hay algunos -como Ratzinger o Delibes, por ejemplo- con los que me hubiera encantado poder tomarme un café y otros -como Machado (Manuel, claro) o Rodoreda- con los que me hubiera tomado una copa. A Lázaro Galdiano lo incluyo en este último grupo. ¿Quién fue? Un señor hecho a sí mismo.

El amigo de Pardo Bazán y Unamuno

Coleccionista, editor, periodista, jurisconsulto, mecenas, crítico de arte. Procedente de un pueblo de Navarra, de una familia hidalga pero pobre, tuvo que ponerse a trabajar a los quince años para ganarse la vida. Trabajó como empleado en el Banco de España y en Transatlántica, la naviera del marqués de Comillas. Terminó en Santiago (después de pasar por tres universidades distintas) los estudios de Derecho. Se estableció en Barcelona en 1882, donde alternó su trabajo y sus estudios con su actividad periodística como cronista de sociedad y crítico de arte en La Vanguardia.

En la Ciudad Condal ganó mucho dinero -no sé sabe exactamente cómo- y adquirió prestigio social. Lo describen como una persona inteligente, atractiva, con una sensibilidad artística que destacaba y mucha soltura al hablar y desenvolverse. Lázaro Galdiano formó parte de la Comisión de Festejos en la Exposición Universal en 1888 y allí conoció a Emilia Pardo Bazán, con quien, tras un breve romance, tuvo amistad toda la vida y le fue de gran ayuda para sacar a la luz, una vez se afincó en la capital, la revista La España Moderna (1889-1914), en la que colaboraron los literatos más destacados del momento – la misma Pardo Bazán, Galdós, Zorrilla, Campoamor, Clarín, Valera, Menéndez Pelayo, Cánovas, Unamuno, entre otros– y políticos como Cánovas, Castelar, Pi i Margall o Pablo Iglesias.

Sacó adelante un proyecto editorial -en el que, con gran afán cultural, no regateó horas de trabajo ni inversión económica- que sirvió también para publicar clásicos de la literatura occidental como Zola, Flaubert, Balzac, Twain, Carlyle, Wilde, Tolstoi, Schopenhauer o Dostoievski, que no habían sido traducido antes al español. Lázaro Galdiano se convirtió además en experto bibliófilo, no sólo por la cantidad considerable de libros (en su biblioteca había más de 20.000 volúmenes, entre manuscritos e impresos), sino también por la elección selecta de ejemplares bellos, raros e interesantes y por su conservación y cuidado exquisitos.

Unamuno, al que había ‘descubierto’ José Lázaro Galdiano, escribía en un artículo lo siguiente (y que sirva al lector como invitación final a entrar en Serrano, 122):

En aquella su casa, que es un museo, llena de preciosidades artísticas, de cuadros, de tallas, de muebles antiguos de toda especie, de objetos de arte seleccionados con la más exquisita inteligencia, en aquella casa radiante de reflejos de pasadas grandezas, me era un encanto hablar con Lázaro de arte, de literatura, de cultura en general.