(Juan Manuel de Prada acaba de publicar Una biblioteca en el oasis. El libro recoge las recomendaciones literarias que De Prada ha ido publicando, mes a mes, a lo largo de cinco años, en la revista Magnificat, que dirige el sacerdote Pablo Cervera. Con este hemos acordado la publicación hoy en Centinela del prológo a Una biblioteca en el desierto que Juan Manuel mismo ha escrito. Nadie mejor que él para explicar el contenido y alcance de su libro.)
Afirmaba Manuel Azaña que, en España, «la mejor manera de guardar un secreto es publicarlo en un libro». Así que, aprovechando que nadie nos lee, voy a revelar (quiero decir, a guardar) el secreto más lacerante que esconde mi corazón. Yo me manifesté como escritor hace más de un cuarto de siglo, cuando todavía era un pipiolo que no alcanzaba el cuarto de siglo de vida; y, por diversas circunstancias que ahora dudo si calificar de providenciales o siniestras, alcancé de inmediato el éxito (o lo que el mundo entiende por éxito). La vanidad nos hace creer que el éxito –cuando es propio– es consecuencia natural (y justísima) de nuestros merecimientos; y el resentimiento nos hace creer que el éxito ajeno es consecuencia de la fortuna (y, por lo tanto, injusto o siquiera arbitrario). Ambas consideraciones son erróneas, y en el fondo hijas de la misma insidiosa malignidad. El éxito, en puridad, no es más que la recompensa que el mundo nos concede cuando piensa que puede sacar provecho de nuestras dotes, utilizándonos como peleles o tontos útiles de sus designios; y la duración del éxito dependerá exclusivamente de la docilidad con que nos mostremos dispuestos a acatar esos designios. Con esto no quiero decir que quien disfruta (o más bien padece) el éxito no lo merezca, o que para alcanzarlo se haya resignado a convertirse en un pelele o tonto útil; por el contrario, creo que hay personas exitosas que poseen prendas admirables, del mismo modo que creo que no todas las personas exitosas se han resignado a convertirse en peleles o tontos útiles. Pero esto es lo de menos; pues lo que caracteriza el éxito no es lo que nosotros somos, sino lo que desde fuera se percibe de nosotros. El éxito es siempre mendaz, porque no depende de nuestros merecimientos; y quienes lo alcanzan, como quienes lo persiguen sin llegar nunca a alcanzarlo, son víctimas del mismo espejismo.
Desde que alcancé el éxito, allá en la juventud aturdida y fatua, he recibido muchos ofrecimientos para colaborar en las más variopintas publicaciones y medios de comunicación; ofrecimientos siempre halagadores, que parecían fundarse en las inquietudes literarias que reconocía en mí quien lanzaba la propuesta, o en el interés que le provocaban mis pesquisas intelectuales o mi particular visión del mundo. Y como en mi vocación de escritor se cuenta también una faceta de publicista, una y otra vez acepté esos ofrecimientos. Me costó mucho tiempo aceptar que el aplauso y los ofrecimientos del mundo no son consecuencia de nuestros dudosos méritos, sino del provecho que el mundo calcula que puede sacar de nosotros. Y aceptarlo fue una durísima prueba.
Así que, en unos años, me vi atendiendo ofrecimientos que nada tenían que ver con mis pesquisas intelectuales o con mi particular visión del mundo, tampoco con mis inquietudes literarias. Por supuesto, quienes nos ofrecen colaborar con tal o cual medio de comunicación nos engatusan afirmando que anhelan nuestro concurso precisamente porque quieren brindar un cauce de expresión a tales pesquisas y hacer un hueco a tales inquietudes; porque desean, en fin, que nuestra particular visión del mundo tenga una tribuna desde la que se pueda explicar libremente. Tales promesas se prueban enseguida falsas, en mayor o menor medida. En ocasiones, ciertamente, se nos ha permitido exponer nuestra visión del mundo (aunque, desde luego, a regañadientes y entre constantes muestras de hostilidad), pero ha sido a costa de renunciar progresivamente a nuestras pesquisas intelectuales y a nuestras inquietudes literarias. Otras veces nos hemos atrincherado numantinamente, ignorando los avisos cada vez más ceñudos que nos lanzaban quienes poco antes nos habían dorado la píldora, para que aceptásemos colaborar con ellos; pero ha sido a costa de ser progresivamente arrinconados o confinados en la irrelevancia. Incluso nos hemos encontrado, pura y simplemente, en tribunas donde todo lo que somos, todas nuestras inquietudes literarias, nuestras pesquisas intelectuales, nuestra particular visión del mundo (razones por las que supuestamente se nos ofrecían tales tribunas), eran cetrinamente desdeñadas, ignoradas, con frecuencia incluso rechazadas olímpicamente; tribunas donde enseguida se demostraba que nuestras pesquisas intelectuales, simplemente, no tenían cabida; tribunas donde nuestras inquietudes literarias eran sistemáticamente escarnecidas. Y donde, a la postre, teníamos que enzarzarnos con lacayos de tal o cual negociado político, en discusiones sobre asuntos que nada nos interesaban, pedestres rifirrafes en donde se probaba que Leonardo Castellani tenía razón cuando definía la libertad de opinión como «la patente del sofista» y «el chillar de los necios para acallar al sabio» (sólo que en medio de este pandemónium nunca había ningún sabio). Y es que, tristemente, los medios de comunicación se dirigen a audiencias cada vez más fanáticas y paulovianas (las audiencias que ellos mismos se han encargado de modelar) que ya no desean leer ni escuchar palabras interpeladoras, sino tan sólo consignas que las ratifiquen en sus cerrilismos fanáticos; y en donde, entre el pandemónium de eslóganes marrulleros y consignas zafiamente partidistas, resulta por completo imposible elevar la discusión. Pues lo que menos interesa al periodismo degradado que hoy se impone es que el público al que adoctrina pueda llegar a vislumbrar la causa de las calamidades que lo afligen.
Y éste es el lacerante secreto que deseaba guardar entre estas páginas. En este cuarto de siglo que ha transcurrido desde que me estrené como escritor y alcancé el éxito, he descubierto que mi vocación de publicista está irremisiblemente condenada a la asfixia; pues cada vez resulta más difícil hallar una tribuna donde en verdad tengan acogida sincera mis inquietudes literarias, mis pesquisas intelectuales o mi particular visión del mundo, inevitablemente inspirada por la fe que profeso. Y, a cambio de reprimir al hombre que verdaderamente soy, quienes reclaman mi colaboración –supuestamente impelidos por lo que soy– me obligan en cambio a ocuparme de cuestiones que nada me importan; cuestiones que, en la mayoría de los casos, además, son conscientemente elegidas para fanatizar a las gentes, para atiborrarlas de consignas que las embrutezcan, para moldear sus conciencias conforme a las ideologías en boga, para facilitar su esclavización. Y, lo que aún resulta más triste, con frecuencia uno tiene que aceptar estos ofrecimientos, por razones puramente alimenticias.
Cuando ya había perdido la esperanza de que nadie solicitase mi colaboración sin razones espurias, apareció en mi vida Pablo Cervera, director de Magnificat, solicitándome que escribiese en su benemérita revista una serie de artículos en la que podría dar rienda suelta a mis inquietudes literarias, a mis pesquisas intelectuales, a mi particular visión del mundo. Se trataba, según me explicó, de escribir todos los meses un comentario sobre obras literarias que abordasen cuestiones religiosas, encarnadas en las realidades concretas de la vida; obras que, aun siendo profanas, contemplasen el paisaje humano a la luz abarcadora de la fe. Aunque cuando recibí aquel ofrecimiento ya conocía sobradamente el temple humano de Pablo Cervera, debo confesar que las mil escaldaduras previas me hicieron recelar: «Seguramente –pensé–, en unos pocos meses querrá orientar mis elecciones; en unos pocos más será él directamente quien me imponga los títulos sobre los que desea que escriba; y al final me terminará obligando a escribir sobre literatura pía. Y, entre medias, me sugerirá que mitigue mis intemperancias, que refrene mis mandobles, que me abstenga de juicios temerarios o simplemente audaces. Y, si no lo hago, será él quien lo haga por mí, prescindiendo de mi colaboración (como tantas veces me ha ocurrido, también en medios católicos) o al menos metiéndome tijera (como también me ha ocurrido en los más variopintos lugares que luego posan ante la galería como adalides de la libertad de expresión)».
Pero, milagrosamente, nada de esto ocurrió. La colaboración que desde hace más de cuatro años largos mantengo en Magnificat ha sido –amén de la más gustosa– la más libre de cuantas he mantenido desde que me estrené como escritor. Y no sólo «libre» al modo banal que nuestra época celebra tartufescamente, a la vez que idea los métodos para que tal libertad sea irrealizable, moldeando las conciencias de tal modo que todo lo que de ellas brote sea erróneo y sistémico. No sólo «libre» porque jamás haya recibido indicaciones capciosas que traten de encauzar mis preferencias o determinar mis elecciones, mucho menos influir en mis juicios o valoraciones. También mi colaboración mensual en Magnificat me ha permitido ser «libre» en un sentido mucho más hondo y pleno; pues los libros sobre los que he escrito han sido hitos que me han permitido caminar hacia la verdad, explorarla y adentrarme en sus vericuetos, fundirme gozosamente con ella a través de la expresión literaria de los más diversos escritores: algunos elevados al rango de clásicos, otros plenamente contemporáneos; algunos maestros reconocidos, otros escritores borrosos relegados a los desvanes de la incuria; algunos mil veces leídos, releídos y meditados por contarse entre mis predilectos, otros nunca antes frecuentados hasta que resolví incorporarlos a este catastro, para compartir mi descubrimiento con los lectores de la revista. Siempre me ha gustado ejercer de mercedario de autores y obras condenadas al olvido; y tampoco en esta ocasión me he sustraído a esta tentación.
A la postre, descubrí que los títulos que cada mes glosaba para los lectores de Magnificat tenían algo de radiografía espiritual: allí se congregaban, inevitablemente, mis autores predilectos (y, cuanto más predilectos, con mayor reincidencia), pero también autores vivos que osan desafiar el empeño de nuestra época por matar el espíritu; allí se reunían las obras más populares y consagradas (alguna vez, incluso, para recibir un varapalo) junto a las obras más oscuras y descatalogadas, las obras sublimes sin interrupción junto a las obras decididamente menores que sin embargo nos conquistan por el asunto que tratan, o por la perspectiva que adoptan para tratarlo, o porque de vez en cuando intercalan páginas memorables en las que destellan una idea que nos convence, una frase que nos conmueve, una observación que nos interpela. Quienes nos dedicamos al rescate de libros custodiamos en nuestra alma un relumbre de la comprensión divina, que siempre tiende a salvar, antes que a condenar, a quienes se le acercan.
Todos los libros de esta biblioteca en el oasis nos hablan de Dios; y de la alianza que Dios ha entablado con el hombre, que abraza todo su ser espiritual y corporal y alcanza una de sus expresiones más gloriosas a través de la literatura. Pero la literatura, aun la más divinamente inspirada, no puede dejar de confrontarse con el «drama» humano, que es el meollo constitutivo de todo arte digno de tal nombre. Evitar esta confrontación es tanto como rechazar el dogma del pecado original, que nos muestra las consecuencias del mal en la naturaleza humana. Que es lo que hace esa literatura frívola en la que las categorías morales se desdibujan hasta hacerse intercambiables; o bien esa literatura cínica en la que el mal se torna fatídicamente invencible y se niega la capacidad del hombre para combatirlo y derrotarlo. En el ámbito católico, esta infección puritana también ha tenido consecuencias funestas, dando carta de naturaleza a una literatura infantilizada que niega el principio de la felix culpa y la naturaleza dramática de la vida humana, esa «libertad imperfecta» que caracteriza la lucha del hombre en busca de redención, en busca de Redentor. Una lucha que, como nos advertía Flannery O’Connor, se desenvuelve en un territorio que es en gran medida «territorio del Enemigo»; una lucha que a veces se resuelve en un triunfo, a veces en una derrota y a veces, en fin, en un conflicto desgarrador, con una infinita gama de zonas penumbrosas. Negar esas penumbras es tanto como negar el arte; y, además, es también una sórdida blasfemia.
El gran Leonardo Castellani se rebelaba contra los católicos que reclaman una literatura de soluciones netas, de triunfos apoteósicos, sin penumbra ni conflicto. Son católicos que quisieran asignar a Cristo «el papel de un conquistador, de un Atila igualitario y devastador». Pero el mismo Cristo probó en repetidas ocasiones el sabor del fracaso. ¿O acaso no fracasó con el joven rico? ¿Acaso no fracasó con aquellos nueve leprosos que no volvieron a darle las gracias, tras su curación? ¿Acaso no fracasó con Pilatos o con Judas? ¿Acaso cuando sudó sangre en Getsemaní no fue consciente de que su sacrificio iba a ser rechazado por muchos? Cristo sabía que la vida del hombre es drama; sabía que en la vida hay jóvenes ricos, leprosos ingratos, gente acomodaticia o cobarde, traidores y apóstatas; y a todos los amó, sabiendo que muchos flaquearían y vacilarían, e incluso rechazarían su Redención. Y si Cristo los amó, ¿cómo va a ignorarlos una literatura que se pretenda católica? Ciertamente, escribir vidas de santos puede ser un excelente motivo de inspiración literaria (y en este volumen se glosan varias hagiografías magníficas); pero también lo es escribir la vida de quienes no son (¡de quienes no somos!) heroicos ni impecables. Porque esas vidas conflictivas y dramáticas pueden ayudarnos a entender la imperfecta naturaleza humana y el valor vertiginoso de la Redención; porque, asomándonos al abismo de esas vidas, podremos entender mejor la misericordia divina, el profundo amor que Dios nos mostró, inmolándose también por nosotros. Una literatura plenamente católica no puede arredrarse ante ese «territorio del Enemigo», sino lanzarse arrojadamente a su conquista, para alumbrar la batalla que se libra en las penumbras del corazón humano.
Este propósito nos ha guiado en la selección de los libros que aquí hemos rescatado, hasta formar esta modesta biblioteca en el oasis, que nos sirva de refugio frente a los desiertos de la literatura frívola o cínica que nos ofrece nuestra época irreligiosa, pero también frente al páramo de una literatura infantilizada y lastrada de moralina que a veces se postula desde ámbitos sedicentemente católicos. Y esta biblioteca en el oasis pretende ser, además de un refrigerio para el alma, una suerte de templo improvisado donde podamos entablar coloquio con Dios. Porque las bibliotecas tienen, en efecto, algo de ámbito casi religioso donde el hombre halla abrigo en su andadura terrenal. Esta concepción de la biblioteca como refugio del alma la expresa, quizá mejor que nadie, Jean-Paul Sartre, en su hermosísima autobiografía Las palabras, donde comparece el niño que fue, respaldado por el silencio sagrado de los libros: «No sabía leer aún, y ya reverenciaba aquellas piedras erguidas –escribe Sartre con unción–: derechas o inclinadas, apretadas como ladrillos en los estantes de la biblioteca o noblemente esparcidas formando avenidas de menhires. Sentía que la prosperidad de nuestra familia dependía de ellas. Yo retozaba en un santuario minúsculo, rodeado de monumentos pesados, antiguos, que me habían visto nacer, que habían de verme morir y cuya permanencia me garantizaba un porvenir tan tranquilo como el pasado». Esta quietud callada y a la vez despierta de los libros, esta condición suya de dioses penates o vigías del tiempo que velan por sus poseedores y abrigan su espíritu los convierte en el objeto más formidablemente reparador que haya podido concebir el hombre. Los buenos libros, en apariencia inertes y mudos, nos reconfortan con su elocuencia, convirtiéndose en nuestro interlocutor más valioso y ajeno a las contingencias del tiempo. Ojalá, querido lector, después de visitar esta biblioteca en el oasis, te decidas a adentrarte en los libros que aquí se recomiendan. Y ojalá estos libros sean también para ti tus pájaros y tus nidos, ojalá puedas retozar entre ellos como en un santuario minúsculo en el que Dios se hace presente y renueva contigo su alianza, como la renovó conmigo cada vez que las páginas de Magnificat se me ofrecían gozosamente, para poder mostrar a sus lectores mis inquietudes literarias, mis pesquisas intelectuales, mi particular visión del mundo.
Ojalá la biblioteca que aquí te ofrezco, querido lector –todo un mundo atrapado en el espejo de los libros–, te conduzca hasta el centro del oasis, donde se esconde una fuente amena y rumorosa que nunca cesa de manar. Esa fuente de agua fresca en el centro del oasis es Dios, dispuesto a refrescar y devolver el vigor y la alegría a quienes vagamos exhaustos por el desierto.