Hace pocos años, un equipo de neurólogos del MIT demostró mediante un experimento que es posible aliviar la depresión en ratones mediante la reactivación artificial de recuerdos felices.
Los investigadores comenzaron por exponer a los roedores a una experiencia placentera y los indujeron después a situaciones de estrés crónico hasta que, pobres animales, cayeron en la melancolía. Posteriormente estimularon las neuronas que almacenaban las memorias agradables y descubrieron que al hacerlo, casi de inmediato, se reducían significativamente los síntomas de la tristeza.
No conocía la anécdota cuando hace poco tiempo, a la edad a la que Stevenson escribió La isla del tesoro, decidí retomar la lectura de libros de aventuras, que –como cualquier muchacho normal- había devorado en la adolescencia. Releí algunos, descubrí clásicos que había pasado por alto y me tropecé con algunas nuevas creaciones. Un poco de todo: capa y espada, mundos perdidos, naufragios, aventuras amazónicas. Como en el caso de los ratones, la experiencia reavivó de inmediato algunos de mis mejores recuerdos relacionados con la lectura. Disfruté de esas páginas como hacía tiempo que no lo hacía, con la ingenuidad y el entusiasmo de los 15 años, y me pregunté por qué extrañas razones casi todos abandonamos el género al entrar en la edad adulta.
No se me ocurrió ninguna, pero sí, en cambio, unos cuantos motivos, al margen de la nostalgia, para mantener la lealtad hacia las novelas que un día nos hicieron dichosos. Aquí van seis.
1. Son divertidas
Y podríamos acabar el artículo aquí si no quedase demasiado corto. Sandokán, Allan Quatermain, Ed Malone o Miguel Strogoff, todos ellos lejanos descendientes de Ulises, son esforzados soldados en la guerra contra el imperio del tedio. Y siempre ganan.
Dejando lo utilitario a un lado, nadie debería considerar un placer culpable el de gastar una tarde de domingo en su compañía sin más razón que el simple gozo que nos produce cruzar con ellos la estepa siberiana, rescatar a una atractiva viuda de una pira funeraria en la India o buscar una mina de diamantes en el corazón de África. Hay pocas sensaciones tan incompatibles con el aburrimiento como el sabor embriagante de la aventura, que es algo mucho más sutil que una mera concatenación de peripecias.
2. Son una vacuna contra el cinismo
En tiempos de antihéroes, no hace ningún daño leer historias de personajes sin dobleces, con un código de honor y una cierta arquitectura moral. A veces perdedores, pero siempre nobles. Espadachines galantes, exploradores con salacot, viejos marinos de pocas palabras, vaqueros endurecidos, grumetes imberbes. Enfrentados contra villanos tan carismáticos e inteligentes como John Long Silver o Milady de Winter, o simplemente contra las fuerzas desatadas de una naturaleza hostil. Más centrados en sobrevivir que en psicoanalizarse.
Hay héroes más complejos, claro: piense, por ejemplo, en el Kurtz de El corazón de las tinieblas o en el capitán Ahab de Moby-Dick. Pero la tensión permanente de la acción los rescata del riesgo de caer en el solipsismo de tantas novelas coñazo. Sus reflexiones sobre el hombre y sus anhelos nos resultan mucho más digeribles, sin ser por ello menos ricas. ¿Qué escritor necesita monólogo interior cuando puede contarnos cómo la búsqueda de un cachalote gigante lleva a un hombre a la autodestrucción?
3. Entre ellas hay gran literatura
Chocará a los críticos más engolados, pero es verdad: las novelas de aventura no tienen por qué ser un subproducto literario. La isla del tesoro, en particular, merece estar en el canon de las grandes obras narrativas occidentales. Lo tiene todo: es un despliegue admirable de intriga, personajes, ambientación y dilemas morales. Desde el comienzo brumoso hasta la acción desatada del final, pasando por la tensión contenida del barco, es mucho más que una gran novela de piratas: es una gran novela a secas, y una de las mejores. No exageraba nuestro Fernando Savater cuando dijo que era la historia más hermosa que jamás le habían contado.
No hace falta decir mucho sobre Conrad, Kipling, London o incluso Baroja, que dedicaron al género -todo lo elástico que se quiera- lo mejor de su producción. Por supuesto, no se trata de limitarse a este género, lo que sería tan irracional como alimentarse con la dieta de la piña. Pero no tema que una de vez en cuando vaya a arruinarle el gusto. Al contrario: los libros de aventura son, entre otras muchas cosas, una excelente escuela de narrativa. No es nada fácil enlazar con sobriedad sucesos trepidantes sin que al texto se le vean las costuras.
4. Cambian con cada relectura
Si usted ya leyó los grandes clásicos en la adolescencia, no hay problema: descubrirá nuevos matices al releerlos. Pruebe, por ejemplo, con ‘Beau Geste’, de P. C. Wren. No trate de diseccionarla, por favor. Nada de lecciones sobre la sociología victoriana. Disfrute de nuevo de la historia de tres hermanos alistados en la Legión Extranjera, en un destacamento en medio del desierto. Hay valor, tensión, coraje. Su lectura será igual de placentera que la anterior, pero menos ingenua. Y le dirá unas cuantas cosas sobre su vida.
Tampoco hay inconveniente en haber visto previamente la película. Si le gustó la magnífica versión de John Huston sobre El hombre que pudo reinar, probablemente uno de los mejores filmes de aventuras de todos los tiempos, corra a buscar el relato de Kipling. Es probable que le guste todavía más. Y se lee en un viaje largo de metro.
5. Nos permiten vivir vidas peligrosas
No todos podemos alistarnos en la Legión o cruzar a nado el Estrecho de Bering, pero todos necesitamos de vez en cuando una dosis de riesgo controlado en medio de nuestras vidas cómodas. La ficción es un refugio seguro para gozar de estas sensaciones audaces.
Si los marxistas, siempre recelosos de los opios del pueblo, vieron en los folletines -mucho más leídos que El capital– un instrumento de alienación burguesa, lo cierto es que la llamada literatura evasión no es incompatible con la acción diaria. De hecho, las historias permiten jugar a la emulación: hay pocas actividades más gozosas que seguir durante unas vacaciones los pasos de nuestro héroe preferido, ya sea por el París dieciochesco o por las faldas de los Andes.
6. En ellas se aprende mucho más que en los libros de autoayuda
Si bien es poco probable que necesitemos en nuestra vida diaria rudimentos de esgrima o técnicas de conducción de globos aerostáticos, los libros de aventura nos revelan cosas más importantes sobre nosotros mismos. Hay más sabiduría en un capítulo de Verne, de la baronesa Orczy o de Alan Le May que en las obras completas de Paulo Coelho. No existe ningún coach mejor que Tintín –sí, ya sé: aquí estamos hablando de novela y no de cómic, pero el reportero del tupé bien merece una excepción honoris causa-.
(Siempre habrá, claro, quien tache estos conocimientos de anticuados, de coloniales o de machistas. No gastemos energía en rebatirlo.)
Si estas seis razones no le han convencido, no importa: pensándolo bien, puede que todas las novelas que vale la pena leer sean, en el fondo, de aventuras. Desde la lumbre de las cavernas prehistóricas hasta los guiones de las series de Netflix, contar historias entretenidas ha sido la esencia misma de la narrativa. Seguro que los argumentos expuestos valen también para su género favorito, sea el que sea: policíaco, ciencia-ficción, histórico… En el árbol genealógico libresco, todos ellos son parientes, más o menos lejanos, de la novela aventurera.
Sepa, en todo caso, que en su vieja biblioteca, bajo unas cuantas capas de polvo, tiene a su disposición muchas horas de recuerdos felices. Y no se olvide del experimento de los ratones deprimidos. Funciona.