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La última mirada hacia atrás, antes de cruzar el umbral de la escuela, y los latidos fuertes en el pecho, de los padres y los críos. Clase nueva, libros nuevos, materias nuevas, y la amalgama de voces firmes y despejadas que reemprendían el camino a la autoridad, que nos acompañaron durante años y que, en un día como el de hoy, en un segundo, volvíamos a recordar con intensidad, las de los maestros. El ciclo anual de un niño es la compañía desigual de las voces que ejercen el mando, de padres y abuelos en el corazón del verano a maestros y tutores en el urgente despertar de septiembre.

Ya en los coletazos finales de agosto había comenzado a enrojecer el campo, a dorarse las hojas, a reblandecerse algunos pétalos. Ahora ya no hay duda. La oscuridad ha comenzado a devorar el día. Lo muerde en dos tiempos: por el alba y por el ocaso. Aparecen al fin las horas que perdimos al comienzo del verano: las de luces rosas y madejas negras en pugna inútil por impedir que la luz inunde la mañana; las del café con traje, las del desayuno rápido y ojeroso, pantalón corto, con la mochila llena de libros por estrenar esperando en la entrada. Las horas que dormíamos en los días de playa. Esa parte de la jornada ha debido estar ahí estos oculta meses, quién sabe, pero la marea viva de septiembre nos la ha traído al latido presente de nuestro reloj.

Suena aún la vieja cantinela de una madre: date prisa, empieza el cole, llegarás tarde, perderás el autobús, la merienda en el bolsillo pequeño, lávate bien los dientes, da los buenos días al llegar, corre, no pierdas el jersey, presta atención a lo que te digan, ¿no tienes ganas de ver a los amigos? Es una letanía monótona, azulada y septembrina. La de hoy es la que siempre ha sido. Está bien que haya cosas que no cambien.

Nuestro primer recreo

No están tan lejos en la memoria aquellos días. Del colorido pelaje de los planes de agosto, siempre tan despeinado, a la sombreada ropa del colegio el día del estreno, uniforme y gris marengo, raya a un lado, y perfume abundante. Un leve temor, un temblor de duda, en la vuelta a la fila del orden desde el caos estival, la nueva ubicación en el aula, el reencuentro con todos, ahora más cambiados, el estirón, el corte de pelo, las nuevas lealtades, antiguas amistades. Raya firme de regla, zapatos recién lustrados, y boli nuevo en la cuadrícula del horario, esmerado trazo en las letras, y las anotaciones obligatorias que nos pedía el profesor nuevo en el día de presentar su asignatura, que siempre imponía un rostro desconocido en la tarima de maestros. Diez minutos de monotonía sirven para volver a la seguridad del camino compartido con otros treinta niños, dos horas para sentir el calor en las piernas y la punzada en la espalda, que indica en los minutos interminables de las tediosas Matemáticas que nos costará acostumbrarnos a estar otra vez así, plantados como ficus tantas horas, desde el atontamiento de la primera hora hasta el ambiente denso e irrespirable de la última clase, en ese primer día que es largo y desconcertante como un invierno.

En el primer recreo, tal vez los restos de un bollo en papel de plata que aún viene del lugar donde veraneamos, y el titubeo de la timidez, dónde ir, con quién, y qué hacer. Pero al instante, la naturaleza viaja sola: se ha organizado el partido de fútbol y todo lo que puede hacerse o decirse en esa media hora se comunica a través de puntapiés, de regates, de despejes, de combinaciones geniales, de goles. No hace falta ni hablar. La sensación de paz al comprobar que eso sí, eso todavía lo sabemos hacer, eso del balón nos lo sabemos bien, a fin de cuentas, lo hemos seguido ejercitando durante estos tres meses de barbecho escolar, que no futbolero.

En la separación familiar del primer día de colegio hay todavía una lección que aprender. La indefensión de volver a donde la masa, de cumplir con nuestras obligaciones infantiles, nos hacía más fuertes; si solo fuéramos el resultado de nuestros veranos, no seríamos más que un montón de caos y diversión sin voluntad, un cimiento de mantequilla sobre el que, tarde o temprano, se derrumbaría nuestro compromiso de formar una familia, de mantener una relación, de cuidar una amistad difícil, de mantener un puesto de trabajo. A Jordan Peterson le gusta decir aquello de que hay que mantenerse lo bastante erguido, lo bastante fuerte, como para poder tomar la iniciativa en el momento en que muere un ser querido, poder encargarse de todo, poder sostener a la familia en medio del caos de la pérdida, y poder ocuparse de la compleja burocracia, literal y espiritual, del instante que sigue a una muerte. Tal vez, sin el desapego doloroso de los niños que fuimos cada inicio de septiembre, no estaríamos capacitados para ser el que se mantiene de pie en la familia en el momento en que la muerte nos llama a la puerta de casa.

No me avergüenza admitir que, pensando en aquellos días, no me hacía muy feliz el torbellino circular del colegio, del que por otra parte guardo el mejor de los recuerdos. Disfrutaba con tal intensidad lo heterogéneo de los días de verano, las mil actividades de rienda suelta a la creatividad individual y absorción de las bellezas del mundo, que volver al rigor de la manada obediente e igualatoria de la escuela me costaba, con seguridad, mucho más que a la media. Profundizar en materias que me resultaban hostiles y, en cambio, dedicar tan poco a aquellas letras o aquellas ciencias del cielo o de la naturaleza que tanto me conmovían, me parecía un despropósito. También lo sentía sobre el laberinto de necesarias normas y prohibiciones que permitían que varios cientos de niños compartiésemos el mismo colegio con orden. Y, sin embargo, incluso aunque septiembre me devolvía a la rutina cercenadora de sueños y anhelos particulares, sé bien hoy que todo aquel orden y concierto, todo aquel esfuerzo, toda aquella obediencia ciega sin explicación, todo aquel enfrentamiento a materias que me resultaban tan ajenas, y todas aquellas maneras en que la autoridad docente te obligaba a pasar por un mismo ahora y no salirte del redil, forjó en mi algo mucho mejor que lo que mi quimérica anarquía estival sugería en aquellos días.

Lecciones para toda la vida

Y luego está la amistad. Esta mañana lo he visto. Los críos abrazándose otra vez en cada esquina, en cada para de bus, en la puerta de los institutos y colegios. Ya no tienen la separación real que teníamos nosotros durante tres meses, cuando rara vez levantabas el teléfono fijo para comunicarte con un amigo del colegio, y ya debía ser de máxima confianza. Que entonces el reencuentro era un aliciente mayor. Hoy los chicos han estado en contacto, si no en su teléfono móvil, sí a través de Skype, o han compartido largos campamentos, o el grupo de WhatsApp de padres se ha encargado de ir cantando cumpleaños estivales para reunir a la pandilla. Pero aún así hay reencuentros: soplos de aire sobre el rescoldo de viejas amistades, volver a intercambiar ideas y sueños entre clase y clase, hacerse mayor a base de aprender a compartir, no ya la diversión, sino también la pena, que a veces había muerto un abuelo en mitad del verano, o había partido a vivir al extranjero un hermano, o nos habíamos fracturado un codo, compleja operación en mitad del mes de las playas, o a papá le habían robado el coche con nuestro juguete favorito durante una escala del viaje de vuelta a casa tras las vacaciones. Y entonces estaba el ejercicio social: aprender la empatía, saber comunicar un consuelo, a menudo emulando las palabras y maneras con las que solíamos ver a los padres hacerlo. Parece un juego de niños, pero no, es en realidad una escuela de vida esa forma de amistad.

Siempre había un aguafiestas, un maestro que venía de dar clase a los mayores, que rompía el pacto tácito de dejar respirar al personal en los primeros días de escuela, y te atizaba una pila de tareas para el día siguiente, aún en las primeras páginas de la lección. Y ahí había otro aprendizaje para la vida: volver a sentarse en el escritorio, casi siempre con material nuevo, mesa ordenada, y bombilla más brillante. Pelearse con ejercicios imposibles, resolverlos, y asombrarse de que, a principio de curso, todavía tenemos capacidad de divertirnos haciendo los deberes, porque el mero hecho de cambiar de actividad y volver a sacar lustre a las neuronas todavía nos parece en sí una novedad sugerente. Eso sigue ocurriendo toda la vida, cuando nos enfrentamos de nuevo a los primeros problemas del curso en nuestros trabajos, nada más llegar de la playa, la sangría, y el cachondeo de vivir.

También, claro, nos reencontramos con el mal, que siempre se hace más evidente en los niños, quizá porque por muy maleados que estén siguen escondiendo en la mirada el brillo del alma pura, y sobre ella se percibe mejor el contorno de lo que no está bien. Sí, el mal. El recordatorio de que existe. Cuando al tercer o cuarto día de vuelta al cole reaparece el abusón insatisfecho que reparte collejas al más débil, o el antiguo amigo al que el verano le ha empujado hacia el macarrismo y se afana ahora en pintar en tiza algo doliente y humillante sobre el profesor más anciano, o la ensalada de bofetadas en una trifulca de fútbol, o las mil formas nada sutiles en que se dibuja el pecado en los labios y las manos de un escolar. Tras la paz y la apacible burbuja de la familia y los días felices de sol a sol, toca volver a reconocer que hay quien solo respira zahiriendo al prójimo, que hay quien desea mal de corazón a los demás, que hay quien es esclavo de un egoísmo patológico, que hay quien hace de la mentira su vida. Allí también nos espera algo que aprender: plantarle cara al mal, renunciar a la mentira, poner la cara por el más débil, no reírle las gracias a matón que, en mi experiencia escolar y vital, suele tener el sentido del humor a la altura de su coeficiente intelectual.

Y las virtudes y defectos de los maestros, que como una película muda danzarán ante nosotros como modelo y reflejo durante horas, cada día de los próximos nueve meses. Aún sé lo que aprendí de los míos. De aquel que nos daba Lengua, la perfección del trabajo bien hecho, la palabra exacta, la limpieza en la hoja. En el de Matemáticas, la insistencia en buscar una salida que no sea errónea, pateando una y mil veces la misma senda. En el de Inglés, la honradez, la valentía. Del de Química, la bondad, la generosidad. Del de Ciencias Naturales, como en El Club de los Poetas Muertos, la necesidad de romper las normas de vez en cuando. Del de Filosofía, la inquietud de saber por qué. Del de Historia y Arte, la pasión por la belleza, y la belleza también de cada rincón de la historia. Del de Literatura, el humor y la locura de los libros. De aquel que nos dio Sociales, la importancia de escuchar a los demás, de interesarse por lo que les duele. Del de Latín, el modo en que nuestro aspecto exterior traduce lo que pensamos de los demás y cuánto les respetamos o despreciamos. Del otro de Historia, la exquisitez de la disciplina, la elegancia moral de cumplir con tu deber. Y del de Plástica, lo que duele que te agarren por la patilla. La lista sería tan interminable como entrañable.

Quizá estos días de vuelta al colegio sean una buena ocasión para regresar a cuando fuimos nosotros el niño temeroso cruzando entre dudas por vez primera el autobús de los mayores. Quizá sea fecundo rememorar el desapego de alejarse de nuevo del paraguas familiar y saltar a la vida, como saltan los pequeños patos a la navegación en fila por vez primera. Quizá tengamos un montón de lecciones acumuladas en el desván de la memoria de aquellos días de colegio, en las que podamos encontrar tesoros para enriquecer y aligerar el drama –sea mayor o menor- de regresar a la rutina de los adultos, del regreso al cole de los nuestros, de reencontrarnos otra vez, y parece que fue ayer, con el calendario roído, el lapicero desteñido, el taco de notas amarillas, la persiana veneciana a media asta, la luz roja parpadeante del teléfono de sobremesa, y el teclado de las letras borradas de nuestra oficina.