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Para quienes cursamos el BUP durante los 80 con los manuales de lengua y literatura de Fernando Lázaro Carreter y Vicente Tusón, nuestra visión de la novela social-realista se veía conducida inexorablemente a las obras de Camilo José Cela y Luis Martín Santos. Se leyesen o no, los títulos de La Colmena o Tiempo de silencio coronaban aquel canon.

Entre el elenco de los demás narradores del medio siglo -los Aldecoa, Martín Gaite, Matute…- llamaban, con todo, la atención otros dos nombres. Ni se sabía muy bien cómo clasificarlos ni cómo encajar su sobreentendida relación de padre e hijo. Habían publicado en 1951 sendas novelas: la una, epigonal y nostálgica, al margen ya de las nuevas corrientes literarias; la otra, deslumbrante e incomprendida opera prima. Me refiero, claro está, a Rafael Sánchez Mazas (1894-1966) y a Rafael Sánchez Ferlosio (1927-2019).

Si se ha solido mencionar La vida nueva de Pedrito de Andía como uno de los últimos y más depurados ejemplos de un ideario entre conservador y reaccionario, fiel por entero a una estética modernista, Industrias y andanzas de Alfanhuí escapó desde el principio, con su neorrealismo de cuño maravilloso, a cualquier intento de taxonomía. Ambos autores, cada uno a su manera, se sumirían enseguida en un largo silencio. Treinta años después, casi como si se tratase de la historia de un manuscrito desempolvado de un antiguo cofre, la publicación póstuma de Rosa Krüger, redactada a principios de la Guerra Civil, trajo de nuevo el recuerdo de Sánchez Mazas a un público minoritario y fiel. Tras el éxito de El Jarama (1955), Sánchez Ferlosio espació la entrega de obras tan coherentes como sin concesiones. A sus lectores sólo les cabía admirarlas o esquivarlas.

La historia personal de ambos escritores, aunque fuese de manera tangencial, dio el salto momentáneo a la fama con el éxito editorial y cinematográfico de la novela Soldados de Salamina (2001) de Javier Cercas. A partir de la anécdota del fusilamiento frustrado de Sánchez Mazas que había relatado su hijo a principios de los 90, volvieron a cruzarse los nombres de quien fuera uno de los fundadores de Falange Española y de los impulsores iniciales de la mítica editorial Destino con uno de los autores de referencia de la socialdemocracia española, cuyas colaboraciones en prensa aparecían regularmente en El País, el diario que, a fin de cuentas, ha sido durante casi cinco décadas el espejo social y cultural del nuevo régimen.

Tal vez sea aventurado afirmar que el éxito comercial de la novela de Cercas culminaba todo un proceso que había empezado a cobrar en los ambientes académicos una forma definida desde finales de los 80. Respondía a una voluntad de reconstruir el panorama cultural de la España de la II República no sólo por razones historiográficas, sino sobre todo como un medio para articular un nuevo relato fundador de la comunidad política que llamábamos “nuestra democracia”. En ese paso que debía continuar, superándola, la “reconciliación” -y que, de alguna manera, también está en la base de los movimientos que siguieron rumbos muy diferentes a partir del nuevo siglo- era preciso enfrentarse e integrar la literatura de la que se denominó, con inevitable reticencia, “la corte literaria de José Antonio”. Nombres como los de Eugenio de Montes, Agustín de Foxá o Luys Santamarina, además del propio Sánchez Mazas, volvieron a sonar en el mundo cultural. Aunque no se buscaba reivindicar, es preciso reconocer que tampoco, ni mucho menos, se pretendía descalificar un tipo de literatura que, a fin de cuentas, se daba ya por descontada.

Por sus posiciones, tanto ideológicas como estéticas, estos autores carecían de posibilidades reales de recuperar ningún espacio de consideración literaria, pero su estudio ofrecía, a cambio, una singular oportunidad. Como si fuesen un contrapunto, podían ser integrados en la construcción de aquella incipiente memoria democrática que encontraba en nuestro pasado literario un instrumento clave. Eran piezas necesarias del ambiente cultural que habían animado libros tan dispares y celebrados como Las armas y las letras de Andrés Trapiello o Las palabras de la tribu de Francisco Umbral.

De Pedrito de Andía a Alfanhuí

Setenta años después de su aparición, no menos singulares que entonces, Pedrito de Andía y Alfanhuí siguen conteniendo un secreto propio, que es tanto literario como vital, acaso también el reflejo íntimo de las (des)ilusiones y las (des)esperanzas de sus autores. Al lado de sus excelentes cualidades estilísticas y de una captación idealizada del tono moral de su época, La vida nueva de Pedrito de Andía llegaba con un retraso de veinte años a unas letras españolas que habían necesitado, sin el éxito merecido, obras como ella. Era un ejemplo de la «novela lírica» que había atraído las polémicas literarias del periodo de entreguerras. La novela de Sánchez Mazas se organizaba como un relato de iniciación que no se resistía, con virtuosismo extremo, a experimentar desde sus primeras páginas con el uso de los modos subjuntivo y condicional, tanto para tamizar la imitación literaria del modo de hablar de aquel mundo vasco de los felices veinte, como para cristalizarlo en un artefacto literario idílico. Su permanente intercambio entre los tiempos del presente y del pasado destilaba la novela como un precipitado del diario que organiza su forma y que convierte el diario en la expresión de un concepto de realismo literario que su autor había fatigado incansable en las páginas de Juan Valera, José María Pereda o Benito Pérez Galdós. De la novela de Sánchez Mazas sigue conmoviendo a sus lectores sobre todo su intento de conjurar el mundo de ayer mismo. Cuanto con más detalle desea proyectarlo, más se va deshaciendo la imagen emotiva de su memoria.

Aun aparentemente acrónico, en un tiempo y un espacio que es también el de un relato de iniciación, las Industrias y andanzas de Alfanhuí, por su parte, provocaban y ojalá sigan provocando el efecto de una inmediatez paradójica, real y maravillosa a la vez. Frente al chisporroteo verbal que ha caracterizado gran parte de la literatura española desde el Barroco, el joven Sánchez Ferlosio no se limitaba a mirar la tradición de la narrativa española quinientista -la del humanísimo Lazarillo-, sino que, como él, ingenuo derrotado, deseaba volver a poner a punto la sencillez expresiva y la hondura moral de un Francisco de Aldana o un fray Luis de León.

Como si quisiese rehacer críticamente la lección de Azorín, con cada palabra Ferlosio se esforzaba por nombrar exacta la cadencia poética de una realidad exigente e inapresable. No sorprende el desconsuelo que debió de producirle el éxito posterior de El Jarama, al observar su novela encerrada en la lujosa mazmorra del denominado «realismo objetivista». Con su exploración de los límites del lenguaje -el gran tema de toda su obra-, con su respeto casi obsesivo por las unidades de tiempo y de lugar -un año o un día; un río o el mundo rural- Ferlosio fue siempre el moralista implacable de una poética esencial y menos oscura de lo que se acostumbra a creer. Difícil y agotadora, sí, tanto como luminosamente poética.

Si con Pedrito de Andía Sánchez Mazas quizás quiso recuperar, imposible, su infancia ideal, con Alfanhuí, desolado, Ferlosio no se resignó a perder intacta la esperanza real. En una y en otra permanece inolvidable el recuerdo cruzado y extrañamente familiar, a contrapelo, de sus protagonistas. Bien podría decirse que a pocas figuras les ha cuadrado mejor los dos últimos versos del epigrama De vita beata de Jaime Gil de Biedma que a estos dos ariscos y personalísimos escritores: “vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia”.