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Pasó hace dos semanas y entonces sólo me hizo gracia. Estaba echado al monte, esto es, en la misa dominical con mi familia, cuando las peticiones arrancaron como sigue: «Por los cristianos y las cristianas…» Mi hijo, de 9, con mucha guasa, me dio un codacito y me susuró: «Se le han olvidado les cristianes». Yo reí y callé.

Ahora he pensado que es una anécdota que puede ser ascendida a categoría y, más aún, que debe serlo. Apenas hay nadie que no sepa de sobra que lo del lenguaje inclusivo es una tontería. La misma Real Academia Española ha demostrado un valor inusual al denunciarlo contra viento y marea. Es una imposición antilingüística y contraproducente. Porque el idioma ya usa el masculino genérico para comprehender a los dos sexos o géneros y así ha funcionado siempre como un reloj y ahorra energías. Además, incluso los que lo perpetran, lo usan unas veces sí y otras no, aleatoriamente, mareando. Y luego la inercia genera una cantidad de deslices que causan bochorno. Yo oí con estos oídos que se va a tragar la tierra a una inspectora de educación instándonos a cumplir los requisitos y las requisitas. El otro día a la ministra Yolanda Díaz se le escapó una mención a los impuestos y a las impues[tas] (sic). Que puede ser también un aviso freudiano de que el gobierno tiene la intención de doblarnos la carga impositiva.

Pero no me quiero cegar con el fragor ni repetir las quejas consabidas. Quedémonos con ese dato: apenas hay nadie que no sepa de sobra que lo del lenguaje inclusivo es una tontería. Y, sin embargo, apenas hay nadie a quien le den un micrófono que no incurra en la tontería en voz alta. Se piensa que es mejor mimetizarse y quitarse de problemas. Y aquí es donde entra en acción el ejemplar codazo de mi hijo.

Parecía que bastaba con hacerse un poco el tonto (¿un poco?) y aceptar el desdoblamiento inclusivo para posar como moderno, tolerante y vámonos que nos vamos. Pero no. No te van a dejar marcharte así como así. Y ahora, los que te impusieron traicionar la sintaxis de tu idioma y la tradición de su uso, pretenden que incluyas otro nuevo género. Es un salto cualitativo, porque antes sólo ofendías a la gramática, pero ahora has de ponerte por montera también a la biología. Va a ocurrir como le espetó a Arthur Neville Chamberlain después del Acuerdo de Múnich el gran Winston Churchill: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra… elegisteis el deshonor, y ahora tendréis la guerra».

Nunca se trató de que el lenguaje inclusivo mostrase que las mujeres también estaban presentes, incluidas en el masculino genérico. Eso lo sabía hasta el niño más pequeño. Se trataba de poder, sencillamente, como ya nos había advertido Lewis Carroll: «“Cuando yo uso una palabra —insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso— quiere decir lo que yo quiero que diga…, ni más ni menos”. “La cuestión —insistió Alicia— es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes”. “La cuestión —zanjó Humpty Dumpty— es saber quién es el que manda…, eso es todo”».

Por eso, urge contraatacar. Alguien que se ha entregado al lenguaje inclusivo, ya no tiene como aliados a la gramática ni a la lógica ni a la tradición literaria (que todas las ha dejado atrás, traicionadas por la espalda) para dar la pelea contra el «unes». De hecho, al haber asumido por la vía de los hechos que hay que hacer una diferenciación sexual cuando se emplea el plural, da pie a que todos los catálogos posibles de sexualidades reclamen su visibilidad sintáctica. En realidad, el viejo masculino genérico cubría con un manto de tolerancia más situaciones sin ningún señalamiento.

¿Piensa usted que exagero? El lenguaje impositivo del inclusivo poderoso tiene un tridente de mucho peligro. Uno, demuestra, como presumía Humpty Dumpty, quién es el que manda, y con lo que les gusta el poder no parece sensato dejárselo para que entren hasta la cocina del diccionario. Dos, corta el hilo de la tradición, de modo que un niño menos irónico que el mío puede estar leyendo a Cervantes (que no hay autor más sensible a los derechos de la mujer ni antes ni ahora) y escandalizarse porque no usaba el lenguaje inclusivo o, como mínimo, percibirlo como raro o chocante. Y tres, Platón explicó en República que incluso en las mayores disputas políticas, donde parece que todo es controversia y confrontación, los ciudadanos libres comparten algo tan importante como un lenguaje común. Llevar la batalla al idioma de todos es dejarnos sin ese mínimo común denominador de entendimiento y solidaridad. Resulta muy peligroso.

Bien vista, la aparición estelar del tercer género lingüístico es una oportunidad de oro, por tanto. Se les ha ido la mano y ahora muchos podrán descubrir la pendiente impositiva del idioma en la que nos encontrábamos. Es hora de restaurar el sentido común. Todos y todas las que usaban el lenguaje y la lengua inclusiva están a punto de quedar en tierra de nadie. Tendrán que escoger: si seguir hablando como les digan que digan o si volver al idioma común de siempre.