Con más de 75 ediciones a sus espaldas, el Premio Adonais sigue siendo uno de los más prestigiosos del panorama poético en español. Luis Escavy (Murcia, 1994) ha sido el ganador de la última convocatoria con el libro Victoria Menor (Rialp, 2023) «por su sentido del ritmo, su respeto a los maestros y su rechazo tanto de cualquier desgarro formal como de toda floritura innecesaria», según la nota del jurado.
Con anterioridad a este poemario, Luis Escavy, profesor de latín en un instituto de secundaria, había publicado Otra noche en el mundo (Sonámbulos Ediciones, 2021), que era un magnífico primer libro en el que se mostraba ya dueño de una voz propia, de una dicción contenida y nada enfática y de un impecable sentido de la construcción del poema. Esos rasgos están igualmente presentes en Victoria menor, un poemario concebido en parte como una puesta al día de los viejos cancioneros amorosos. En la escritura de Escavy se advierte además una serie de características que tal vez sean indicativas de algunos de los caminos por los que transita la poesía joven en España: una averiguación en torno a la propia identidad, una preocupación igualmente indagatoria por la palabra poética, una visible huella de los clásicos y un apego no necesariamente mimético a la tradición.
Podríamos empezar hablando de algo de todo esto. Cuéntanos por ejemplo qué significa la tradición para ti y en qué medida crees que es importante para la formación de un escritor.
Yo creo que no se puede avanzar sin saber lo que hubo antes de ti. Es tópica la frase de que hay que conocer la historia para no cometer los mismos errores del pasado. Siguiendo ese principio tan elemental digamos que uno lee para aprender de lo que otros han hecho antes, porque no se puede escribir desde la nada. Las lecturas nos van conformando, yo estoy hecho de todo lo que he leído. Además, estoy convencido de que en realidad no hay nada nuevo. Lo único que diferencia lo que escribimos nosotros de lo que escribía Virgilio es la perspectiva; es decir, la mirada que lanzamos sobre el contexto histórico o social del presente. Obviamente Dante no podía mencionar en sus poemas un bar, un televisor o un automóvil; hay elementos que van transformando nuestra circunstancia y que hacen que nuestra poesía sea distinta de la anterior, pero eso es tan sólo una cuestión de evolución técnica o social… De evolución o tal vez de retroceso, porque mi sensación es que avanzamos pero hacia atrás. Hay quien pretende ponerse a escribir sin haber leído y eso es una incongruencia. Lo primero que hay que ser es lector.
¿Crees entonces que hay creadores para quienes hablar de «la tradición» puede sonarle a cosa rancia y hasta inconveniente?
No es que lo crea, es que lo detecto a diario. Aunque también es una cuestión de la juventud, que quiere romper con lo que hay y hacer algo nuevo. Esto lleva pasando siglos. Pero es realmente difícil hacer algo nuevo, y sobre todo no se puede hacer algo nuevo con 20 años, ni siquiera con 30. Puede ser que consigas innovar en algo, pero tienes que haber leído mucho. Esa gente que quiere ponerse a redescubrir el mundo con 20 o 25 años tiene que aceptar que no sabe. Y tiene que ir hacia donde está el conocimiento, que es en la tradición. Lo demás es sólo un accidente: uno puede escribir o no, escribir poemas que sean buenos o que sean malos, pero lo importante es leer. Como decía Miguel d’Ors: «los versos más míos los han escrito siempre otros poetas».
¿Y qué poetas son los que más han influido más en tu formación?
Mi formación está muy marcada por mis estudios universitarios. He heredado la pasión por los clásicos grecolatinos. Me gustan mucho Virgilio y Homero, los poetas que hablan del mar, de las batallas, de ese mar Mediterráneo que viene uniendo a la cultura occidental desde hace 3.000 años. He heredado todo eso. Dante también me ha influido mucho.
¿El de la Vita nuova o el de la Commedia?
El de la Commedia lo utilizo para disfrutar literariamente, y el de la Vita Nuova cuando necesito un consejo de amor. Aunque también se puede acudir al Remedia amoris de Ovidio.
¿Y más cercanos a nuestra época?
Muchos. Desde Julio Martínez Mesanza a Jesús Montiel, Amalia Bautista, Juan Pablo Zapater, Antonio Praena… Podría citar bastantes más. Ahora por ejemplo estoy trabajando con un club de lectura e intento enseñar a los participantes otros nombres que permanecen un tanto escondidos y que vale la pena rescatar, como José María Fonollosa, que es un poeta excelente, o Ángela Figuera Aymerich, que me parece mucho más profunda e interesante que otras autoras a las que se les ha dado más bombo.
Tu libro Victoria menor puede leerse como un cancionero en el cual se traslada una historia amorosa que narras en primera persona y cuyos poemas parecen haber sido escritos siguiendo una cierta secuencia cronológica. Si en la primera parte se cuenta la desazón del amante que siente cómo el amor se va apagando, es a partir de un poema titulado «Sahena», ya en la segunda parte, cuando se anuncia la aparición de un nuevo amor, fulgurante y gozoso, que viene a sustituir la pesadumbre de aquel otro que fracasó.
Efectivamente es un libro que cuenta el final de un amor y el comienzo de otro. He escrito a partir de la propia experiencia. Tuve una relación muy larga que acabó mal. Fue un proceso difícil y doloroso, aunque muy común, y que cada cual vive a su manera. Yo lo hice de la manera que pude y escribí estos poemas, algunos de los cuales transmiten una sensación de profundo desamor, como «Diario» o «Res gestae». Curiosamente, al escribirlos hallé cierto consuelo. No me cuesta contar todo esto porque creo que la literatura es un reflejo de la propia vida, y una de las cosas más importantes que nos mueven en la vida es el amor. Así que volví a enamorarme y escribí el poema «Sahena», que significa en hebreo «tengo sed», una de las siete palabras de Cristo en la cruz. A partir de ahí siguió lo demás.
Aparte de la temática amorosa, en Victoria menor hay algún poema que muestra cierto interés por la vida monástica, como «De vita beata», «Laudes» o «Massamagrell», que sirven además para apoyar la progresión narrativa de la historia sentimental. Has citado antes a Antonio Praena, pero en tu caso es algo que resulta curioso.
La gente lee esos poemas y piensa que me voy a meter a fraile, pero por ahora creo que no. Lo que sucedió es que mi novia se fue a Valencia y yo me fui detrás de ella. Allí no tenía dónde alojarme. Entonces llamé a un convento de capuchinos en Massamagrell y me quedé allí cuatro días, rezaba y comía con ellos. Por la tarde me escapaba para ver a mi chica y luego volvía. Me dieron las llaves y nunca me pusieron hora de regreso. Cuando llegaba por la noche, abría con mi llave y me ponía a caminar por aquellos corredores del siglo XVI, con las paredes llenas de frases de los evangelios que a cualquiera podrían darle miedo. Pero yo me sentía acogido. A los frailes les iba informando de mi historia, y cuando le conté a uno de ellos que aquella tarde había besado a mi chica, me dijo: «¿y te ha correspondido?» Una pregunta maravillosa. Al día siguiente escribí el poema «Laudes», que termina con estos versos: «Los tipos del amor llevan al mismo / y Dios, si existe, está de nuestro lado: / liturgia de las horas del minuto / que pasé imaginándome aquel beso».
Lo cierto es que la temática religiosa ya estaba presente en Otra noche en el mundo y vuelve a cobrar ahora alguna importancia.
Hasta el punto de que si no hubiese sido por ese convento (y por la chica, claro) no habría segunda parte de este libro. La realidad es que no provengo de una familia practicante ni he recibido una educación cristiana, estrictamente hablando. Pero lo que sí soy es curioso, e incluso diría más: cotilla. Yo me preguntaba por qué había gente que acudía todavía a una iglesia. Así que un buen día fui y, sin saber por qué, encontré que ese era el sitio donde quería estar. Para empezar, creer en alguien que ha resucitado no es cosa trivial, y comprendo que haya mucha gente que dude. Antes me costaba más confesarlo, pero ahora lo hago con toda naturalidad: soy un hombre de fe. Me gustan los espacios donde hay silencio, y en una iglesia, en un convento, hay silencio; y lo más importante: hay contemplación.
Un elemento simbólico muy presente en el libro es el de la casa y otros términos del mismo campo semántico: las construcciones, los edificios, habitaciones, muros, etc. Además en muchas ocasiones esos espacios aparecen en ruinas, desolados o solitarios, como en el arranque del poema «Los idiomas perdidos»: «El amor se parece a un descampado / con una casa en medio, destruida». Es un ingrediente que da nervio a tu sistema metafórico ya desde el primer libro, como sucedía en el poema «Biografía», donde confiesas en un verso tu «afición por los escombros». En Victoria menor serían aún más numerosos los ejemplos en este sentido.
Las ruinas me gustan, quizá por el silencio que hay en ellas. Paso por una casa abandonada y me quiero meter dentro, no sé por qué, a lo mejor porque quiero saber qué puede contar desde su silencio. Imagino que tiene también algo que ver con mi afición por el latín y el griego, y porque me interesa más el pasado que el futuro. Desde luego, en nuestra sociedad el latín está en ruinas, la fe está en ruinas, incluso la poesía lo está. Todo lo que me interesa está así. Quizá sea el símbolo de algo más profundo. Recuerda aquel verso de Julio Martínez Mesanza: «Y mi alma puede ser un descampado». También puede que se deba a una carencia. Yo echo mucho de menos la casa, en su sentido de hogar; es decir, sentirme parte de un mundo familiar que puede seguir funcionando incluso sin mí. Hace tiempo que no siento eso porque mis padres se separaron y siempre he sentido ese vacío de llegar a casa y estar solo, porque mi hermana se iba con mi padre y yo con mi madre. Aunque materialmente nunca me ha faltado de nada, echo de menos el fuego ancestral de la casa, del hogar. Como digo en un poema: «Me dan pena las cosas que se han roto. / Tengo un pie en cada casa destruida».
Hemos comentado que tu escritura se basaba, entre otras cosas, en un rechazo de cualquier tipo de rupturas y en la huida tanto de lo enfático-patético como de los enrevesamientos expresivos. La tuya es una poética contenida, de tono menor, pero al mismo tiempo ‒y quizá por eso mismo‒ eficacísima en su capacidad comunicativa. Es muy significativo el poema sin título que comienza con los versos «No he buscado inventar / nada nuevo en el mundo», que resume muy bien el sentido de tu poética.
Victoria menor no es un libro con el que pretenda hacer experimentos poéticos, ni siquiera metapoéticos. Simplemente estaba escribiendo sobre mi vida, aunque también tengo claro que el personaje que aparece en los poemas no soy exactamente yo, pero se parece mucho a mí. Escribo sobre lo que siento, lo demás me interesa menos. Para mí la poesía no es un trabajo ni un tratado de cosas. Además, no tengo ningún tipo de ritual, paso meses sin escribir, no escribo por el mero hecho de acumular poemas, aunque podría hacerlo. Pero de repente te levantas un día y escribes un poema. En este sentido creo que la poesía se parece mucho a la espiritualidad. Dionisia García me dijo una vez que los dos primeros versos vienen del cielo; es lo mismo que había dicho ya Valèry. La responsabilidad del poeta es continuar lo que te llega, que no sabes bien de dónde sale ni por qué. Tal vez llega del silencio.
No obstante tu poética tiene poco que ver con aquello que se llamó hace ya algún tiempo «poesía del silencio».
Muy poco, casi nada en realidad. Seguramente porque a mí no me gusta mirar y callar. Miro y lo cuento. Y procuro hacerlo a través de un verso claro.