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La memoria del poeta granadino Luis Rosales (1910-1992), una de las figuras más destacadas de la denominada generación del 36, sigue tapada por dos losas que, pesadas y silenciosas, fueron esculpidas por un común denominador: su amistad con Federico García Lorca y Leopoldo Panero. En gran medida las casas de la Huerta de San Vicente (Granada) y la de Castrillo de las Piedras (León) han marcado tanto o más que las suyas de Cercedilla o de la calle Altamirano, donde escribió tanta de su poesía más honda y perdurable, el lugar de Rosales en la historia de la poesía española contemporánea.

Siempre le asedió la nube asfixiante que condensaron las circunstancias de la trágica muerte del autor de Poeta en Nueva York. Durante la emisión del programa de La Clave en junio de 1980 se pudo notar la contenida y abrumada emoción con que Rosales relataba aquellos días del verano del 36. Seguían sus palabras en un silencio expectante sus contertulios, entre los que se encontraban el historiador Ian Gibson o César Martínez Torres, gobernador civil de Granada al estallar la Guerra Civil. En un determinado momento, entre murmullos generales de asentimiento, con el índice por un instante contraído, antes de llevárselo al labio, Rosales contestó a una pregunta de José Luis Balbín: “La gloria da más enemigos que amigos; en el caso de Federico y en el caso de cualquier otro. […] La gloria da admiradores, da conocimientos, pero amigos, amigos, la gloria da pocos amigos…, pero da innumerables enemigos”.

A la insidiosa sospecha que nubló su juventud, se le vinieron a sumar casi cincuenta años después los demoledores comentarios de Felicidad Blanch, la viuda de Panero, en la película El desencanto (1976) de Jaime Chávarri. En una de sus secuencias, mientras Rosales, con la voz entrecortada, recitaba un discurso con motivo de la inauguración de la estatua de su amigo en la plaza de Astorga, el espectador podía escuchar la irónica y despechada voz en off de la esposa que remataba: “Después, creo que en los últimos años logré vencerle. La muerte hizo que este triunfo no acabara. ¡Qué le vamos a hacer!”.

Historia de la poesía

Ese desdibujamiento de la figura de quien fue premio Cervantes en 1982 sigue siendo injusta por diversos motivos. La influencia de su lírica en la poesía española de los últimos cuarenta años resulta indudable a cualquier lector con buen oído. El confesionalismo de su obra, entendido éste en sus más variadas acepciones, ha dejado una huella profunda -y escondida- en la indagación de la «experiencia» poética de varias generaciones. La unidad de su poesía, fuertemente arraigada en su tradición, brota del prodigioso ritmo de sus versos que nace de las fuentes del modernismo de ambos lados del Atlántico, de Manuel Machado a Pablo Neruda.

Hay que reconocer que, si Jaime Gil de Biedma se ha llevado los honores en el canon, a cambio Rosales sigue custodiando los secretos de su gloria íntima. En la formación sentimental y estética que puede adivinarse desde Luis García Montero o Felipe Benítez Reyes hasta Miguel d’Ors o Enrique García-Máiquez, las lecciones de la poesía de Rosales han corrido caudalosamente, aun a su manera callada y discontinua.

Porque Rosales no es sólo el autor de un poema –“Autobiografía”- que debe constar en cualquier antología de la poesía hispánica del siglo XX (“Como el náufrago metódico que contase las olas que le bastan para morir…”), sino también el de uno de los libros claves de la poesía española de mediados del siglo XX como es La casa encendida (1949). En su cuarta edición (1971) contó además con la fortuna de un prólogo de Julián Marías que deseaba funcionar como un signo de esa voluntad de reconciliación nacional. Decía entonces Marías:

Pero lo que resulta claro es que sólo se puede estar en la casa de hoy cuando se vuelve a las de ayer -a todas las de ayer-; y que sólo se puede volver a éstas desde hoy y desde mañana: sólo puede volver el hombre vivo, el que somos y queremos ser; no el muerto que se quedó en el pasado. Entonces es cuando la casa puede estar encendida.

En esas líneas finales seguía latiendo la enseñanza de las Meditaciones del Quijote de Ortega y Gasset (1914). Bien pudiera decirse que aquella obra y ese autor habían constituido una seña de identidad para una generación partida que había trabado sus relaciones en las aulas de la Facultad de Filosofía madrileña de los años 30. De ella era el protagonismo de la segunda sección de La casa encendida en la que Rosales dialogaba con su amigo fallecido Juan Panero rememorando aquellos años (“La palabra del alma es la memoria / y en el bosque donde vuelve a ser árbol cada huella / la sustancia del alma es la palabra”). Era el recuerdo de todo aquel ambiente el que intentaba trascender y dar sentido el dolor de haber vivido.

Ideario de la libetad

La poesía, por encima de todo, pero también el ensayo y la crítica literaria, en la búsqueda de una escritura total, presionaban en aquella década de los cincuenta la conciencia de protagonistas como Rosales, enfrascado entonces en el estudio que acabaría publicando como Cervantes y la libertad (1960). Es, pues, muy de agradecer que la joven editorial Frontera Ediciones haya estrenado su catálogo rescatando Teoría de la libertad (1972). Considerado un tratado menor en la obra de Rosales, este libro fue publicado quince años después de su redacción. Sin reeditar desde entonces, habría sido pensado en principio como el prólogo a su obra sobre Cervantes.

En su nueva y cuidada edición cuenta con un excelente prólogo de Ricardo Calleja, que, desde la cita inicial, sitúa a la distancia justa la tarea que se había propuesto su autor: “Si he decidido escribir este libro es porque soy poeta, amo a mi patria y amo a Cervantes. Mi vocación vital es ser poeta”. En el cruce del raciovitalismo de Ortega, el existencialismo francés y el personalismo cristiano, la reflexión de Rosales es, en palabras de Calleja, un ideal moral y ascético: una vida auténtica debe ser unitaria “mediante la apropiación de la vida a cada instante”. O dicho en palabras de Rosales: “La apropiación es el carácter de afinidad entre cualquiera de mis acciones y la idea que yo tengo de mí”. Escrito a cada instante, el ideario de la libertad que propugnaba Rosales sigue ofreciendo profundas vetas de actualidad. Más que sólo un derecho, su ejercicio debería basarse en la responsabilidad y no sólo en la satisfacción de unos deseos concebida como el objetivo de una búsqueda de la felicidad.

Aunque no fuera un filósofo ni lo pretendiera, Rosales se mostraba en este opúsculo como un poeta que lucha por convertir el sentimiento estético de la vida en un compromiso moral que abriese la fuente de la esperanza religiosa. Hablar de libertad conduce también a la pregunta por Dios. Consciente de la debilidad y la fragilidad, sin embargo gloriosas, de nuestras existencias individuales, este libro hasta ahora oculto prolongaba, como un eco, la clara visión con la que concluía su poemario más inolvidable. Con ese título tan barroco -tan de Lope- de “Siempre mañana y nunca mañanamos”, que cerraba su última sección, vuelve de nuevo la voz de Rosales titubeando clara y apasionadamente:

Al día siguiente,

-hoy-,

al llegar a mi casa -Altamirano, 34- era de noche,

y ¿quién te cuida?, dime; no llovía; el cielo estaba limpio;

–«Buenas noches, don Luis»–, dice el sereno,

y al mirar hacia arriba,

vi iluminadas, obradoras, radiantes, estelares,

las ventanas,

-sí, todas las ventanas-.

Gracias, Señor, la casa está encendida.