Acaban de cumplirse 40 años de la llegada al poder de Margaret Thatcher, más conocida como La Dama de Hierro. Ganó las elecciones del 3 de mayo de 1979 y un día después hizo su entrada en el 10 de Downing Street como la primera mujer en la historia del Reino Unido en ocupar el cargo de primer ministro.
Lo hizo por la puerta grande. Había conseguido derrotar a los laboristas de James Callaghan sacándoles más de dos millones de votos. Fue toda una machada que se comentó durante meses por todo el mundo.
En el verano de aquel año los periódicos y la televisión no hablaban de otra cosa. Hoy que una mujer llegue tan lejos es normal. No era así en los años 70 y a ello contribuyó mucho Thatcher. Tras su paso por la política británica empezaron a brotar presidentas por toda Europa. No es casual que se las comparase (y se las siga comparando) con ella. Mal que le pese a las feministas de la última ola, Thatcher es y será durante mucho tiempo la medida de eso que ahora se llama empoderamiento femenino.
Lo cierto es que hasta cuatro años antes de su victoria nadie hubiese dado un penique por ella. Llegó a la presidencia del Partido Conservador de pura carambola tras la dimisión de Keith Joseph en 1975. A partir de ahí consiguió llegar a ser primer ministro y luego ganaría con autoridad las elecciones de 1983 y 1987. Sacó al Reino Unido de una profunda crisis moral y económica, ganó una guerra y creó una doctrina de Gobierno que lleva su nombre. Ha sido una de las grandes mujeres de la historia de Europa, de lo mejorcito que nos dejó el siglo XX.
La amiga de Hayek con ideas propias
Su nombre de soltera era Margaret Hilda Roberts, se había formado como química en Oxford y era hija de un tendero de Lincolnshire. En principio nada especial, como cualquier otra británica de clase media. Sus primeras palabras nada más poner el pie en la histórica residencia de Downing Street sí que fueron especiales, se las tomó prestadas a San Francisco de Asís: «Allá donde haya discordia, traeremos armonía. Allá donde haya error, traeremos verdad. Allá donde haya desesperación, traeremos esperanza». Y no era palabrería hueca. Thatcher, que entonces tenía 53 años, estaba dispuesta a hacer historia imprimiendo un cambio de rumbo en la entonces extraviada y decadente deriva de la Gran Bretaña.
A diferencia de sus compañeros de partido, la inmarcesible Thatcher, célebre ya por su mirada metálica y su intransigencia en cuestiones de principios, traía los deberes hechos desde el escaño que ocupaba en los Comunes desde 1959. Tenía ideas propias y, lo que es peor, pensaba llevarlas a la práctica. Años antes había entablado amistad con Friedrich von Hayek, pensador austriaco galardonado con el Nobel de Economía en 1976. La relación fue intelectualmente muy fructífera.
La filosofía de Hayek, condensada en la vieja idea del laissez faire, pasó a ser la de Thatcher. El Reino Unido no se tenía que parecer a la URSS, sino a la prodigiosa Inglaterra del siglo XIX, dueña de los siete mares, un pequeño país de comerciantes que había conseguido derrotar a Napoleón para, a continuación, arrancar la revolución industrial y alumbrar el mundo contemporáneo.
Libertad económica, valores cristianos y alineamiento con EEUU
Sobre un pensamiento tan sencillo Thatcher obró el milagro de resucitar a la moribunda economía británica. Y con ella el orgullo nacional. Luego llegó la guerra de las Malvinas. La Junta Militar que gobernaba en Argentina ordenó ocupar el archipiélago suponiendo que la lejana Inglaterra, ya desposeída del imperio y con mil achaques, buscaría un apaño diplomático para evitar la guerra. No contaron con Thatcher. Envió hasta el Atlántico sur lo mejor de la flota y expulsó a los invasores en una operación rápida con muy pocas bajas.
Su primer mandato fue, nunca mejor traída la metáfora, un paseo militar. Eso la catapultó en las encuestas de las elecciones de 1983. Volvió a ganar por una amplia mayoría de 15 puntos. Al año siguiente el IRA intentó acabar con su vida mediante una bomba que los terroristas colocaron en el congreso del Partido Conservador en Brighton. Murieron cinco personas, entre ellas la esposa del secretario del Tesoro.
Pero Thatcher era, efectivamente, de hierro y las asechanzas de sus enemigos lo único que conseguían era agigantar el inquebrantable personaje político que se había construido. Los 80 fueron suyos. Anticomunista furibunda, selló un pacto de sangre con los estadounidense, que entonces se encontraban haciendo su propia revolución conservadora con Ronald Reagan.
Lo que la política había hecho lo deshizo la politiquería de su propio partido, que la apuñaló sin piedad tras una intriga palaciega digna de una novela. En noviembre de 1990 se fue por donde había venido. Ella se iba, pero el thatcherismo no había hecho más que empezar. Nadie en 30 años se ha atrevido a tocar sus ingredientes esenciales: libertad económica, valores cristianos y alineamiento con Estados Unidos. Una receta que el tiempo ha terminando refrendando con el éxito.