En los artículos que flotan por internet sobre Marilynne Robinson (Idaho, 1946) suelen repetirse tres cosas. Una: de sus cuatro novelas pende una constelación de premios. Dos: fue entrevistada por Obama cuando era presidente, lo que de paso la sitúa en el perfil soleado del mundo y la disculpa por adelantado de que (y sería la tercera) sus obras parezcan de otro tiempo.
Y lo más interesante de esa extemporaneidad es que no está basada en un uso arcaizante de la lengua ni de las técnicas narrativas. Tampoco en las coordenadas temporales de sus historias, situadas a mediados del siglo XX; aunque eso sea poco decir con tantas novelas que, por más que narren la invención de la rueda, las travesuras de la Inquisición o la búsqueda de las tripas doradas de América, son hijas inequívocas del siglo XXI. Lo que hace que las obras de Robinson parezcan lejanas de un modo irremisible es que sus personajes aún tienen alma y el mundo en que habitan aún es sagrado. Por eso no parece contemporánea del todo, porque escribe como si Dios aún existiera.
Alcanzar la visión absoluta de Dios
Lo grueso y fundamental de su obra está en la trilogía formada por Gilead (2004), En casa (2008) y Lila (2014), novelas todas centradas en las familias de dos pastores calvinistas, uno presbiteriano, otro congreganacionalista –un nombre que ya es una prueba de fe–, de un pequeño pueblo de Iowa, una aldea insignificante y, nunca peor dicho, perdida de la mano de Dios. La primera, para mí su obra maestra, es la larga epístola del Reverendo John Ames a su hijo, a quien no verá crecer. La segunda narra la sinuosa historia de reconciliación entre Gloria, Jack y su padre, el Reverendo Boughton, íntimo de Ames. La última enfoca la escarpada vida de Lila, segunda esposa de Ames y madre del destinatario de la primera novela.
Este entrecruzamiento provoca que algunos hechos se repitan de una novela a otra, incluso frases textuales, como la demoledora “Jesús no tuvo que hacerse viejo”. Sin embargo, con esto Robinson no busca un Efecto Rashomon de enfrentamiento de perspectivas, sino exprimir a fondo cada personaje. Según ella misma ha declarado, escribió la primera y se dio cuenta de que no había ahondado lo suficiente en Jack y Gloria, así que se puso a escarbar. Luego se percató de que Lila no estaba lo suficientemente iluminada: a escarbar de nuevo. No se descarta de hecho que en su siguiente novela vuelva al mismo lugar, al mismo tiempo, y dé el protagonismo a un personaje hasta ahora secundario. Es la idea de un mosaico al que nunca se le pondrá la última tesela. Una labor inacabable y frustrada de antemano porque, a la postre, su objetivo último sería alcanzar, aunque sea de un único momento, la visión absoluta de Dios, cuya comprensión de un solo segundo de la vida de un solo hombre no cabría en los casi infinitos anaqueles de la biblioteca que Borges imaginó.
Todo existe en clave trascendente
Pero Robinson no suscribiría este empeño, tan babélico. Para explicar la insaciable curiosidad de su mirada, en realidad basta con entender que, para ella, todo existe en clave trascendente. Lo explica en su ensayo “Libertad de pensamiento”, recogido en el volumen Cuando era niña me gustaba leer (2017), donde se lamenta de que una de las característica de nuestro tiempo es que tendemos a rebajar la complejidad humana, “como si las personas fueran menos que lo que Dios hizo de ellas”. Eso es lo que la hace tan inactual. Ella cambia el rumbo y remueve lo que parecía resuelto, y da importancia a lo en apariencia insignificante porque le devuelve la elevación, es decir, le devuelve la belleza y la sacralidad. Cómo no prestar atención al alma de un hombre, de cualquier hombre, cuando, si bien se mira, en ella está contenida el mundo.
Y un mundo que no es el vómito de una empachera sideral, sino una palabra, lineal y significativa, difícil pero legible. Porque en novelas así “es fácil creer que el agua se creó principalmente para bendecir y sólo secundariamente para cultivar verduras o para hacer la colada”. Porque todo está inscrito en el drama colosal y trepidante que es el alma de cada uno de nosotros. De ahí que, en un momento de Gilead, Ames diga: “En la eternidad, este mundo será Troya y todo lo que ha sucedido aquí será la épica del universo, la balada que se cante por las calles”. Y esa eternidad, presente y aguardada al mismo tiempo, es la que hace tan grande la obra de Robinson; aunque sea una grandeza en zapatillas y sin la cacharrería de las batallas memorables. Es la Troya de Ames, Jack o Lila, no menor ni menos decisiva que la de Héctor, Aquiles o Helena. Tampoco menor ni menos decisiva que la suya, lector, o que la mía.