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Hubo un tiempo en que al señor de la foto los estudiantes le sacaban a hombros de los paraninfos universitarios, había quien en las recepciones en su honor guardaba fila dos veces para volver a saludarle, y las señoras del barrio de Salamanca le pedían a los peluqueros de sus hijos que les cortara el pelo a estos como se lo cortarían a él, Mario Conde. Pero eso fue hace mucho tiempo, antes de su expulsión, de muy malos modos y maneras, del paraíso de los elegidos y de su peregrinaje de años por cárceles y tribunales. Hoy, pasados los setenta, sigue conservando el brillo y la silueta, eso que llaman carisma.

¿Siente nostalgia de los días de gloria?

¿Nostalgia? No. Qué va. Al revés.

Pero reconoce, al menos, que fueron días de gloria.

Juan Díez Nicolás, propietario una agencia de sociología y análisis de datos, hacía unas encuestas para la banca en las que se preguntaba por el grado de conocimiento de los banqueros entre la sociedad española del momento. ¿Emilio Botín? 2%. ¿Amusátegui? Cero. ¿Claudio Boada? Cero.

¿Mario Conde?

92%.

De los cuales, cabe suponer, no pocos eran jóvenes.

Es que un banquero en televisión hablando de grupos de rock supuso una ruptura descomunal. Pero lo curioso no era eso. Lo curioso era la respuesta a una pregunta relacionada de la encuesta. ¿Cuántos españoles conocían Banesto?

¿Cuántos?

El 37 o el 38%.

No está mal tampoco.

Banesto era, con Correos, una de las dos grandes referencias en la inmensa mayoría de los pueblos españoles. Y todavía hoy lo es. Vas a un pueblo, preguntas por una dirección y te dicen: “ahí, donde estaba la sucursal de Banesto”. Pero eso no es lo importante.

¿Qué lo es?

Que las valoraciones que hacían las encuestas eran, en relación conmigo, muy altas, casi el 7%, mientras que las de los políticos estaban por debajo del 5%, un poco por encima solo en el caso de Felipe.

Esos datos, ¿cómo los interpretaba?

Como un problema para mí. Los socialistas decían que en España los banqueros nunca podrían dedicarse a la política porque no les conocía nadie. Resulta que si a Banesto lo conocían el 35% y a mí el 92%, ¿qué era yo para esa gente que no conocía el banco y a mí sí? Les di miedo. Estaban convencidos de que quería cambiar el sistema.

¿Y no era así?

Sí, pero no mediante una revolución. Lo que quería era cambiar el modo y manera de entender los partidos políticos. Eso está en mi discurso de la Universidad Complutense, donde explico que el Rey tiene que reconectarse con la sociedad civil, pues los partidos ya no deben monopolizar el debate político y el cauce de participación en el Estado

Hay que anotar que eso lo dice en el Paraninfo delante del monarca.

Y de ningún político. Asistió Joaquín Leguina, sí, pero porque era el presidente de la Comunidad de Madrid. Y el entonces alcalde, Álvarez del Manzano, que se empeñó en salir en la foto. Fue un discurso, el de la Complutense, muy emblemático. Además, supuso un punto de inflexión e hizo saltar todas las alarmas. Ahí es cuando deciden tomar la decisión. Y cuando el poder toma una decisión, créame, toma una decisión.

Se refiere, claro, a la decisión de intervenir Banesto.

Y también a la decisión de silenciar la voz de un representante de la sociedad civil: yo. Porque temen que conmigo el debate se alimente de la contradicción entre sociedad civil y partidos políticos, y no de la contradicción PP-PSOE.

O sea, que incluye a los socialistas pero a Aznar también.

A los socialistas no. A Felipe y Serra exclusivamente. Pero Aznar es decisivo. Es el que toma la iniciativa, como he podido saber. Siente miedo de mi protagonismo tras haber perdido las elecciones Por cierto, uno de los hombres capitales en el proceso de toma de decisión, según me he enterado después, fue Rodolfo Martín Villa.

¿Martín Villa?

Martín Villa, sí. Hombre con grandísima experiencia política. Él, que entonces tiene una enorme influencia sobre Aznar, es el que le advierte de los peligros del discurso de la Complutense.

Si es así, consuélese: lo de Aznar contra usted no era nada personal; solo política.

Yo a José María le ayudé todo lo que pude. También monetariamente. Bueno, a él directamente no, a su partido.

Pues no pareció agradecérselo, ¿no?

Es que es un hombre con una estructura mental complicada. Felipe una vez me dijo: “Aznar quiere mi sitio y es probable que algún día lo consiga. También quiere ser tú, pero eso no lo logrará jamás”.

¿Cree que le tenía celos?

Pedro J. Ramírez me contó que, en una ocasión, Aznar le llamó indignado porque unas declaraciones mías las sacó El Mundo con grandes caracteres, mientras que unas de él, el mismo día, salieron con mucho menor realce tipográfico. Aunque el problema de Aznar en esa época era otro.

¿Cuál?

Que solo hablaba de cómo llegar al poder. Y eso era bastante aburrido. Él debía de darse cuenta de que a mí me lo parecía.

¿Y no había manera de cambiarle la conversación al hombre o qué?

Luis María Anson lo hizo en una ocasión, aquí, en casa, durante una cena con Aznar y creo que con José Antonio Segurado también. Aznar, una vez más, se puso a contarnos lo que tenía que hacer para llegar al poder y Luis María, no sé si en un ataque de furia o de amor a González, le dijo que eso no lo lograría nunca, que la distancia entre Felipe y él era abrumadora. Luego se levantó, Anson, y se fue, creo recordar que a corregir la edición del ABC del día siguiente; el resto nos quedamos ahí fuera, en el jardín, verdes.

Sin embargo, Aznar terminaría venciendo a González, y dos años después de que lo quitaran a usted de Banesto.

En el momento de la intervención, Felipe y Aznar son dos troncos muy débiles que se apoyan el uno en el otro. Aznar acaba de perder las elecciones del 93 y Felipe recibe la primera contestación en el seno del PSOE. Sin embargo, ni el uno ni el otro consultan la operación con su partido.

Alguno estaría al cabo de la calle.

En el PSOE, Narcís Serra, uno de los grandes muñidores.

¿Y en el PP?

Aznar, por supuesto. Y el que fue presidente del Congreso, Jesús Posada.

¿Jesús Posada?

Sí.

Pero si era -y es- un segundón, por mucha tercera autoridad del Estado que haya sido.

Pues lo sabía. Y no solo eso, sino que días antes de la intervención, lo celebró en su casa con una cena a la que asistió Aznar.

¿Y Rato?

El 28 de diciembre todavía no lo sabe. Aznar le metió en la operación después de tomada la decisión.

Rato era ministro de Economía en el shadow cabinet de Aznar.

Quizás debería hablar claro sobre cómo sucedió lo de Banesto. Con todo esto de Bankia, Rodrigo ha dicho cosas muy interesantes.

¿Por ejemplo?

Uno: que es imposible que el Banco de España no conociera las cuentas de Bankia. Dos: que Bankia no tenía problemas de liquidez. Tres: que las provisiones no son pérdidas, son provisiones que se recuperan con el paso del tiempo.

¿Qué opina usted?

Que las tres son absolutamente correctas. Es más, es lo mismo que dijimos nosotros en su día, cuando Rodrigo era el líder de economía de la oposición. Pero se ve que los argumentos entonces no le valían y ahora, sí.

Imagine que sí, que Rato se anima a hablar de lo de Banesto. ¿Qué le preguntaría?

¿Cómo pudisteis aliaros con Felipe y Serra contra un banco privado para tratar de destruir a un hombre, Mario Conde?

¿Cómo cree que les pudieron convencer?

A lo mejor diciéndoles lo mismo que Miguel Martín, número dos de Mariano Rubio, nos dijo a Arturo Romaní y a mí: que poco importaba que tuviéramos razón y las cuentas de Banesto estuvieran en orden, pues el Banco de España no podía equivocarse, y como no podía equivocarse, tenía que ponerse en marcha el proceso penal.

Si es cierto que fue una operación a tres bandas entre el presidente del Gobierno, el jefe de la oposición y el gobernador del Banco de España, no queda sino afirmar que se trató de una suerte de pacto de Estado.

Es totalmente cierto. Felipe González no le habló a Polanco de “pacto de Estado”, pero sí de “operación de Estado”. Lo sé porque, horas antes de la intervención, me llamó Polanco, alarmado. “No pueden hacer eso”, decía, “es una barbaridad”.

Sin embargo…

La edición de El País que tenía para el día siguiente, la terminó cambiando. Ya no le parecía una barbaridad. Al fin y al cabo, era una operación de Estado.

Eso por lo que toca a la izquierda mediática. ¿Y la derecha?

El día de la intervención, Narcís Serra está comiendo con Luis María Anson, al que convence de lo mismo que Felipe a Polanco: que lo de Banesto es una operación de Estado. ¿Cómo le convenció? Digamos que Luis María tiene dos debilidades.

Fotografía: Fernando Díaz Villanueva

Solo le preguntaré por la que venga al caso, si le parece.

La monarquía. Esa es la debilidad con la que le atacan. Luis María se apunta a la operación porque piensa que es lo mejor para el Rey. Al menos, ha tenido la valentía de contarlo en público.

¿Acaso cultivaba usted veleidades republicanas?

Ese en todo caso sería era Aznar..… De hecho, circulaba el bulo de que quería ser presidente de la República. Yo nunca me lo creí del todo. Aunque…

¿Aunque?

Me acuerdo una vez que vino a verme a casa, aterrorizado, Manolo Prado. Aznar le había llamado a su despacho. Quería que Don Juan Carlos quitara a González y le pusiese a él de presidente. Manolo, con buen criterio, le dijo que el Rey no podía hacer eso. “Su abuelo lo hizo”, le dice Aznar. A lo que Manolo responde: “Y mira como acabó”. “Pues si no lo hace”, zanjó Aznar, “que se atenga a las consecuencias cuando yo sea presidente”.

¿A usted por qué se lo contó Prado?

Para saber si tenía que decírselo al monarca o no.

¿Y qué le aconsejó?

Que no se le ocurriera. Estaba claro que Aznar iba a ser presidente, y tampoco se trataba de meterle el susto en el cuerpo al Rey.

¿Susto es la palabra?

Susto es lo que yo pienso que sentía don Juan Carlos por Aznar. Las relaciones entre ellos nunca fueron excelentes. Al menos esa sensación tenía yo

Pero sin que la sangre llegara al río: Aznar alcanzó el poder y aquí no se proclamó la III República.

Hubo pequeñas venganzas, como la de aquel viaje a Cuba, con la foto de José María en mangas de camisa y el Rey en un segundo plano, ninguneado.

A lo mejor es que el hombre -Aznar- se sentía como en casa, en la Comunidad Autónoma número 18.

Un Estado estructurado en diecisiete comunidades autónomas siempre me pareció, como abogado del Estado, una locura. Por eso la importancia de la corona como punto de referencia. Por cierto, el Plan Ibarreche configuraba así a la monarquía, con un sentido unificador.

¿El Plan Ibarreche?

Sí, solo que no se entendió bien.

¿Cree que una propuesta así hubiera sido la solución para Cataluña?

Lo que creo es que estamos en un lío del que no sabemos cómo vamos a salir.

Tras el 1 de octubre, todos los dedos apuntaron, acusadores, hacia Rajoy, incluido el de Aznar.

¿Aznar? Pero si el problema independentista se acentúa de modo particularmente notable, y esto lo saben hasta en el PP, con el pacto del Majestic, cuando Aznar defenestró a Vidal-Quadras, cedió el control de las cajas de ahorros, quitó a la Guardia Civil de las carreteras y empezó a hablar catalán en la intimidad; todo por ser presidente del Gobierno.

Otros, por ser presidentes de la república independiente de su casa, le han echado un pulso a todo un señor Estado.

Y luego, cuando les meten en la cárcel, se asustan y lloran.

¿Se alegra? De que les metan en la cárcel, digo, no de que se asusten y lloren.

No me alegré ni cuando entró en la cárcel Mariano Rubio, uno de los principales instigadores del caso Banesto. Por otro lado, los que gritan “Puigdemont, a prisión” o “Trapero, serás su compañero” no saben lo que piden. Ni el daño que hacen. Para la gente no hay que pedir prisión. Para la gente hay que pedir justicia.

Presos políticos, se llaman así mismos. ¿Cayó alguna vez usted, como ellos, en la tentación de la grandilocuencia?

Un preso no es político si los hechos cometidos son susceptibles de incardinarse dentro de una figura delictiva. Otra cosa es que el proceso penal se pone en marcha porque lo decide una esfera del poder.

¿De qué poder?

Del único poder que hay; conformado, eso sí, por tres patas.

¿Ejecutivo, legislativo y judicial?

Mediático, financiero y político; los tres que menciona son solo derivadas del último, el político.

¿Y cuál de todos tiene la última palabra?

El que tenga el Boletín Oficial del Estado.

O sea, el político. ¿Y el de la banca?

Es un gran poder, solo que endeble frente al político.

¿Por?

Porque el que un banco tenga beneficios o pérdidas dependerá no de su situación real, sino del criterio de los inspectores del Banco de España -poder político- a la hora de aplicar las normas contables.

¿Todo esto lo aprendió nada más llegar a Banesto o cuando ya tenía un pie en Alcalá Meco?

Cuando llegué a Banesto, con treinta y ocho años, no sabía nada del poder ni de cómo se comportaba; luego lo iría aprendiendo.

¿Fue doloroso el aprendizaje?

No me gustaba lo que veía. Por ejemplo, las relaciones con los banqueros, que eran, como mínimo, de tensión. Recuerdo que un día se me ocurrió felicitar al Banco Popular por sus resultados y Luis Valls, que en paz descanse, me dijo que los banqueros no nos felicitábamos. “Pues nada, Luis, lo retiro”.

¿Y las relaciones con el poder político?

Tampoco me gustaron. No olvidemos que fueron años convulsos, con los socialistas queriendo dominarlo todo, para lo cual el poder financiero era clave. Esto se vio en operaciones como las que mutaron el Banco de Bilbao y Banco de Vizcaya en BBV, o en la de los Albertos contra Escámez, o, clarísimamente, en la de López de Letona para Banesto.

Y ahí es donde entra usted en escena.

Rompiendo con unos planes de usurpación y dominio del sistema financiero por parte del poder político, en este caso, socialista; poder que había llegado a la conclusión de que para controlar un banco era más fácil poner a un presidente que comprar acciones.

¿Irrumpe como un intruso?

Siempre se ha dicho que para ser banquero en España se necesitaba pertenecer a esa estructura hasta hace poco tan cerrada de las grandes familias, los grandes clanes, bien de la nobleza, bien de la alta burguesía. Yo no pertenecía a ninguno de ellos. En sentido económico y, si se quiere, también social, soy un intruso.

Intruso que llegó a presidir uno de los grandes bancos del país.

Porque el consejo de administración de Banesto así lo aprobó; consejo al que llegué, todo hay que decirlo, de la mano de Juan Abelló, mi llave de acceso a todo ese mundo y un hombre al que he querido muchísimo. ¿Que la vida luego nos ha llevado a cada uno por su lado? Pues sí. Pero no puedo negar que mi vida sin Juan hubiera sido otra. ¿Mejor? ¿Peor? Otra.

¿Es de los que se entretiene pensando en lo que pudo haber sido y no fue?

No. Nunca. Jamás. La ventaja de tener toda una vida por detrás es que puedes concentrarte mejor en lo que te queda por delante.

Enseguida le pregunto por esa vida por venir, pero volvamos, si le parece, a los años en que fue un outsider.

El verdadero intruso no es el que se mide con el poder financiero, ni siquiera con el mediático; es el que se mide con el político. A mí me quitan de en medio no por ser un señor pesadísimo que, cuando el ministro de Economía decía algo, respondía qué barbaridad. Me quitan de en medio, ya lo he dicho, por representar una alternativa a lo que podríamos llamar la ortodoxia política del sistema.

O sea…

Que de no haber resultado una amenaza, seguiría siendo presidente de Banesto y nunca hubiera tenido problemas con la justicia.

Que los ha tenido, vaya si los ha tenido.

Todos ellos, de manera directa o indirecta, por el caso Banesto. Debo de tener el record de ingresos en prisión.

¿Y eso es un mérito o un demérito?

Pues parece un mérito. Hoy parece que no eres nadie si no has pasado por la cárcel. Y parece que la cosa va a continuar: directivos de cajas de ahorro, políticos, intermediarios, ex ministros…

La locura.

Ahora en serio, la cárcel estigmatiza. Sobre todo, a los jóvenes, a los que luego les cuesta encontrar trabajo el doble que a los otros.

Es que a ver quien le da una oportunidad a un chico que mató a un hombre por divertirse.

Ese fue Félix, el asesino del juego de rol. El modo y manera en que me contó cómo él y su amigo asesinaron a aquel señor que esperaba en la parada del autobús, me puso los pelos de punta y me hizo reflexionar mucho acerca del ser humano.

¿En qué sentido?

Félix era la prueba de que una mente no formada puede ser plastilina en manos de un demonio y un loco como era su amigo, que lo dominaba. Por eso hay que estar atentos a las fases de tránsito de la niñez a la adolescencia, hasta que la arquitectura de valores se consolida.

No fue el asesino del juego del rol el único preso joven al que trató.

Hubo muchos otros. Me acuerdo ahora, por ejemplo, de uno que el tiempo que estuvo conmigo, logré que dejara la droga, pero tan pronto salí, recayó (porque en la cárcel, esto quizás no se sepa, hay droga). Murió hace un par de años. La noticia me produjo un dolor inmenso. Tenía la edad de mi hijo Mario.

Ahí quería yo llegar. ¿No le provocaba cargo de conciencia dedicar más tiempo en la cárcel a todos esos chicos que el que dedicó a sus propios hijos cuando era presidente de Banesto?

¿Cargo de conciencia? No sé si esa es la expresión. Probablemente lo sea. Solo sé que, en una ocasión, ya después de la cárcel, jugando al golf con mi hijo, le dije que sí, que la intervención había sido una brutalidad, pero que gracias a eso podíamos estar allí, hablando de lo que no habíamos hablado nunca y como no habíamos hablado nunca, desde dentro y con el corazón.

¿Es eso lo que algunos llaman el lado bueno de las cosas?

Si la cárcel sirve de algo, es para demostrarte quién eres. Es verdad que hay quien no lo soporta. Sobre todo, cuando el tránsito es de una posición de poder a una posición de preso.

¿Nada amortigua el golpetazo, ni siquiera los amigos que uno pueda hacer ahí dentro?

Pero es que hacer amigos en la cárcel es complicadísimo. Yo, por ejemplo, sobre todo en la última etapa, cuando trabajé en el departamento de ingresos, tuve muy buena relación con algunos funcionarios; relación que rozó el concepto de amistad.

¿Rozó?

Rozó, sí. Porque cuando estás en posición de desigualdad, y yo lo estaba respecto a ellos, no puedes ser amigo de nadie; amigo-amigo, quiero decir.

Mario Conde

¿Y con el resto de presos?

También ahí es difícil la amistad. Había, sin embargo, un chico, condenado por algo que yo sé que no hizo, y al que desde la cárcel ayudé a montar un bar con su mujer A él sí lo considero amigo.

Volvamos, siquiera un instante, a la fuerza interior que se precisa para pasar de presidente de un gran banco a presidiario.

Presidente, por cierto, que sabe que no ha hecho nada de lo que dicen que ha hecho y que, en la cárcel, se encuentra consigo mismo.

Por lo que parece, resistió.

Acabo de encontrar la carta que escribí a Lourdes, mi mujer, mi primera noche en la cárcel. Le decía que aguantaría y aguanté. Es verdad que entonces no sabía que me meterían de nuevo en el 98, y en 2002, y en 2016. Pero, bueno, resistí.

Su primera noche en la cárcel, decía; como para olvidarla, imagino.

Fue la Nochebuena de 1994.

Oiga, ¿y no tenía el juez más fechas en el calendario?

Dos días antes, el 22, tras tomarme declaración, me dice que me vaya a casa, que ya seguiremos en enero. Pero dos días después, el 24, me vuelve a citar y me manda a la cárcel. Parece que le doblegaron.

¿Quién?

El sistema, que es de una exquisita crueldad. Porque el mensaje que se quiso lanzar fue claro: señores, no tenemos límite, a quien se nos pone enfrente, le quitamos el banco y le metemos en la cárcel, encima, el día de Nochebuena, con que todos aquí, sentaditos y callados, apoyándonos. Si lo piensa bien, esa sensación de poder absoluto y de impunidad es la clave para entender todos los casos de corrupción que lamentablemente estamos viviendo. Sintieron que no tenían límite real. Y silenciaron a la sociedad y abusaron de ella.

¿Siente odio, rencor?

Me han tratado mal, pero, al mismo tiempo, la vida me ha dado muchas cosas: una mujer, unos hijos y unos amigos maravillosos, todos absolutamente convencidos de la verdad de cuanto he hecho y con una fidelidad a prueba de bomba. ¿Cómo sentir odio, rencor, con activos como estos, más valiosos que mil millones en el banco? Otra cosa es el desprecio hacia los que prostituyen el ejercicio de funciones que son -o deberían ser- sagradas. Y luego que estoy íntimamente convencido de algo.

¿De qué?

De que existe la justicia en un plano superior, solo que con mecanismos de reparación en esta vida también.

¿A qué se refiere?

Al mal final de muchos de los que, de una manera u otra, tomaron parte en la intervención de Banesto. La lista completa daría para otra entrevista.

Si por mal final entendemos también la muerte, alguien podrá señalarle la obviedad de que esta, paradójicamente, es ley de vida.

Mi padre, cuando alguien moría a cierta edad, siempre decía: “hombre, prematuro no ha sido”. Pero yo hablo de las circunstancias que rodearon a ciertas muertes, extrañas en algunos casos, trágicas en otros. Aunque, insisto, esto daría para otra entrevista.

Como quiera. Por cierto, y ya que hablamos de lo que hablamos, permita que le recuerde otra obviedad: la de que se adentra en una edad en la que la muerte es cualquier cosa menos prematura.

Cada vez pienso más en la muerte. Y, ¿sabe?, no le tengo miedo. Lo que sí me produce una sensación rara es el nunca jamás, algo para lo que el cerebro no está preparado. Porque nuestro modelo de pensamiento lo es de espacio y tiempo, y ahí no cabe ni el nunca ni el jamás. Por eso todas las creencias se estructuran necesariamente en un espacio, la derecha del Padre o lo que sea, y un tiempo, aunque sea eterno, pero tiempo; espacio y tiempo.

¿Y la idea del reencuentro? ¿Qué me dice de la idea del reencuentro?

Que es muy atractiva. Porque qué va a ser de mí cuando muera, no me importa. Pero ¿no ver más a mis hijos, a mis nietos, a mi mujer…? Eso es demoledor. Recuerdo ahora que, poco antes de morir, Lourdes me preguntó si volvería a casarme con ella y yo le respondí que sí, que claro, que sin duda, que por supuesto. “¿Y tú?”, le pregunté. Y me respondió lo mismo, añadiendo algo muy hermoso: “Pero tendrá que ser ya en la eternidad”.