Debía de tener unos siete u ocho años cuando la revista Sol y Luna publicó su foto. La leyenda al pie rezaba: “El joven Santiago de Mora-Figueroa, que es, sin duda, el futuro Gary Cooper”.
La anécdota provocó las risas de su madre y la indignación de su padre, acérrimo celtíbero, pero lo cierto es que la publicación no erró del todo en sus predicciones. Santiago de Mora-Figueroa y Williams alcanzó la estatura -y el porte- del actor norteamericano. También su elegancia.
Sin embargo, el jesuita que le entrevistó, casi a esa misma edad, para aceptar su solicitud de admisión en el colegio de Areneros no tuvo la misma perspicacia que el periodista de la revista de sociedad.
Fue su madre, anglicana, la que se empeñó; Santiago tiene que ir al Eton o al Harrow español, y esos son los jesuitas. Su padre, que no guardaba buen recuerdo de los del Puerto de Santa María, se opuso. Además, no sabía lo que era Eton; no hablaba inglés ni le importaba. Naturalmente, acabó imponiéndose la opinión de su madre.
El que sería director del Instituto Cervantes (de mayo de 1996 a abril de 1999) recuerda perfectamente las preguntas que le hizo aquel cura en una especie de prueba de acceso de andar por casa: “Escribe tu nombre y dime cuánto es 36 entre 6”. Santiago, nervioso, se equivocó en las dos respuestas y ahí acabó su carrera con los jesuitas. Finalmente, cursó sus estudios en los Sagrados Corazones.
A los 16 años leyó El príncipe de Maquiavelo. En aquella época el libro estaba en el Index Librorum Prohibitorum. Y Santiago se arrepintió. Por lo aburrido que le pareció, claro: “al menos en la versión española, igual la italiana es mejor”. Posee ese sentido del humor que caracteriza a la gente seria: “El equilibrio exige sentido del humor”. Y sólo hay que leerle, o escucharle, para comprobarlo. Del mismo modo maneja la ironía, aunque su madre le advertía que era una cosa, esta de la ironía, con la que llevar cuidado “pues los niños y los perros no la entienden y pueden ser heridos por ella”.
Así pues, el noble jerezano es irónico, como Gómez Dávila, ejemplo además de ferocidad. Reaccionario, como Gómez Dávila: “El reaccionario no pretende obligar ni convencer a nadie, simplemente hace una invitación graciosa a alguien que pasa por allí y que lo lee, sabiendo que muy pocos van a aceptar lo que dice”. Y, como Gómez Dávila, prefiere el escolio al aforismo.
El Marquesado de Tamarón fue otorgado por primera vez en 1712 por el rey Felipe V a Diego Pablo de Mora y Figueroa Miranda y Morales, caballero del hábito de Calatrava. Santiago de Mora-Figueroa y Williams es el IX Marqués de Tamarón, nacido el 18 de octubre de 1941 en Jerez de la Frontera, licenciado en Derecho, diplomático, ex director del Instituto Cervantes y escritor.
Fue Teniente de Infantería de Marina en la Milicia Naval Universitaria y recuerda que a causa de unas maniobras de desembarco estuvo a punto de no llegar al bautizo de su hijo. Tiene dos: Diego (Cádiz, 1967) y Dagmar (París, 1973). Su tío y padrino, Manuel de Mora-Figueroa, tampoco asistió al suyo por estar combatiendo en la División Azul, de la que fue precursor.
Santiago de Mora-Figueroa se define como un chico de provincias -como su padre y su abuelo- solo que ha visto mucho mundo desde su metro noventa y cinco.
Dice que no tiene oído pero no hay nadie que pronuncie mejor Shakespeare a ambos lados de Despeñaperros. Y que lo recite. Tan a menudo como la ocasión le es propicia rememora los versos de la arenga de Enrique V la víspera de la batalla de San Crispín:
We few, we happy few, we band of brothers
[…]
And gentlemen in England now a-bed
Shall think themselves accurs’d they were not here,
And hold their manhoods cheap whiles any speaks
That fought with us upon Saint Crispin’s day.
Lo suyo con la literatura también le viene de familia. Su bisabuelo, Manuel Gómez Imaz, era un erudito local sevillano que frecuentaba la tertulia literaria del duque de T’Serclaes. Tamarón cuenta anécdotas y versillos de la época, y, al igual que en sus libros, preña las conversaciones de locuciones latinas, historia, aleluyas, erudición, estrofas de canciones de Cole Porter o sonetos de poetas bucólicos ingleses.
Autor prolífico, la publicación de su primera obra –El Guirigay Nacional– se corresponde con el tiempo en que fue director del Centro de Estudios de Política Exterior. Tras 14 años fuera de España como diplomático, Santiago de Mora-Figueroa se dio cuenta un día de que no entendía a los nativos. Los nativos no eran aymará de la Amazonía peruana o indígenas mauritanos sino sus pares españoles. Altos funcionarios e importantes intelectuales hablaban una jerga para él desconocida. De ese trabajo de campo surgen dichos ensayos sobre el habla de hoy que, en su última edición (Áltera, 2005), recogen, entre otros, sus celebrados artículos publicados en ABC entre 1985 y 1988 sobre asuntos lingüísticos. Su amor por la lengua española le lleva a detestar la pedantería y a procurar, por encima de todo, la precisión en su uso. No abomina, como se cree, de los neologismos: “pero hay que metabolizarlos”.
Dice que los escritores, sus compañeros en la República de las Letras, son vanidosos y envidiosos y para que nos creamos lo primero ironiza con que no tiene tantos exégetas como se merecería. Para la cosa de la envidia habla de César González-Ruano. Un dandi, como él. A su manera, como él.
El caso es que González-Ruano se sentaba en el Café Teide, a pocos metros del Gijón, donde le tenían preparado papel y lápiz. Una hora y tres cafés después tenía escrito, en un alarde de capacidad para improvisar, su artículo para ABC. Tamarón se queja -con su característico humor- de que su ritual era mucho más penoso. El sábado paseaba por la sierra para oxigenar las ideas y el domingo se encerraba a escribir durante ocho horas con café y pan con aceite y ajo. La ingesta del bulbo le permitía que ni siquiera su Fox Terrier le molestase durante “el parto de los montes”.
Evidentemente, es una protesta coqueta la suya. Su obra comprende, además, dos ediciones de El siglo XX y otras calamidades, El peso del español en el mundo (que firma como director), El avestruz, tótem utópico y tres volúmenes de Entre líneas y a contracorriente, la recopilación de los artículos publicados en su bitácora (la mejor manera de propagar cualquier virus, incluido el que nos acecha en estos momentos, es pronunciar la palabra “blog”) entre 2008 y 2018. Amén de dos libros de relatos y cuentos: Pólvora con aguardiente y Trampantojos.
Y su novela. En El rompimiento de gloria da rienda suelta a su pasión por la naturaleza y clases magistrales. Escrita con un léxico casi inusitado -así lo definiría, con tristeza por la pérdida, Delibes- el lector se encuentra de repente, sin saber cómo ha llegado allí, recibiendo clases de latín (¡e incluso griego!) en un galayo de Gredos, rodeado de piornos y cantueso. Repensando la Historia y visitando hoteles suizos, salones de té ingleses o palacios rusos. Por utilizar un concepto con el que se juega en el libro, toda la erudición y cultura Tamarón está en El rompimiento de gloria. Y nos la ofrece paseando por la sierra y haciéndonos escuchar cantos de pájaros y observar vuelos de aves rapaces y tonalidades de grises o amarillos.
No oculta que escribir es un exorcismo. Atempera así sus entusiasmos, tan súbitos como sus odios y olvidos. Tan fugaces que coexisten en su cabeza durante toda una vida -un amor memorable puede durar una semana-. En la narrativa, como en los amores, ocurre lo mismo que lo que decían de los albergues españoles: uno encuentra lo que lleva. Por eso acercarse a la literatura es hacerlo a la pasión, sea ésta en forma de amor, deseo, odio o celos. El escritor de ficción no es un notario que levanta acta de lo que ocurre, termina juzgando. Tamarón no necesita la ficción para eso. Desprovisto de remilgos, pertrechado con una cultura inaudita y haciéndose perdonar con antelación por su grato e inteligente humor, vierte en su bitácora (http://marquesdetamaron.blogspot.com) -muy seguida y comentada- lo que le viene en gana. Allí podrán leer desde su mejor artículo, Adiós a la biblioteca ociosa, publicado por primera vez en la revista literaria sevillana Nadie Parecía en 2002, hasta su explicación de por qué Cervantes odiaba al Quijote. En efecto, el otrora director del Instituto Cervantes sostiene, como lord Byron -que para eso era un romántico y murió en una guerra-, que el manco de Lepanto, en un ejercicio de bellaquería, se dedica en su obra a destruir y mofarse de todo lo que de bueno y noble puede haber en un hombre, para al final hacerle recuperar la razón.
La honestidad intelectual, como la elegancia, parece una constante en su vida. Tampoco le tembló el pulso cuando, siendo embajador en Reino Unido, presentó su dimisión tras la victoria de Zapatero en las elecciones de 2004 por “desacuerdo con elementos fundamentales de la política exterior del futuro Gobierno español”. Un visionario.
En el otoño de la varonil edad -citando a Baltasar Gracián– Santiago de Mora-Figueroa se encuentra enfrascado en su última obra cuya temática guarda con celo. Sólo sabemos que no será una autobiografía -“el último que escribió unas memorias con gran sinceridad fue Rousseau. Y le salió algo pueril y exhibicionista. No quiero refugiarme en el silencio ni en el exhibicionismo”- y que la medita en el piedemonte segoviano mientras espera el rompimiento de gloria.
¡Ah! Y ha inventado un nuevo significado para la palabra “bogavante”. Además de ser el crustáceo, también es el que rema en la proa, el primero en las galeras. Para Tamarón los bogavantes son los progres esnobs, ansiosos por ser los primeros en cualquier moda. Con lo que se sufre así. Como en galeras.