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Fotografía: Casa de América

Y cuando parecía que el columnismo español era una sociedad de bombos mutuos, articulada alrededor del “yo” obsesivo de sus miembros, siempre copiándose los unos a los otros, llega este profesor de Ética y Filosofía para demostrar que eso no es necesariamente así.

Sus columnas -informadas, retadoras, con sus dosis justas, necesarias y saludables de mala leche- darían cada una para una entrevista, a modo de desarrollo de lo expuesto en ellas. Hoy aquí damos vueltas alrededor de la pregunta que Quintana Paz formuló y abordó en uno de sus más recientes textos: ¿por qué son tan estúpidas nuestras élites?

Hay quien le quita hierro a la desconfianza del pueblo hacia sus intelectuales diciendo que siempre ha sido así.

No en Occidente. Es verdad que el romanticismo le daba más importancia al sentimiento que a la razón. Pero incluso los románticos (Schiller, Novalis…) escribían libros, trataban de argumentar su apuesta sentimental. Por no hablar de los nazis, quienes, a pesar de su antiintelectualismo, se preocuparon por contar con expertos propios, científicos que les dieran la razón. El único precedente de esta desconfianza brutal hacia las élites del conocimiento hay que buscarlo fuera.

¿Dónde?

En China. A diferencia de Occidente, allí los episodios de profunda desconfianza han sido recurrentes a lo largo de su historia, con periodos donde los mandarines se hacían con el poder sobre su inmenso imperio, frente a periodos en los que eran defenestrados por considerárseles la causa de todos los problemas. La llamada “revolucion cultural” fue el penúltimo episodio de ese círculo. Hoy, por primera vez, los occidentales estaríamos pareciéndonos a ese antiintelectualismo recurrente chino. Con todo lo que eso conlleva.

¿Y qué conlleva?

Siempre nos hemos preguntado cómo siendo China una civilización tan avanzada Europa llegó a ella primero y no ella a Europa. Quizás tenga que ver con ese ir y venir, con ese toma y daca, con esa desconfianza ante lo intelectual que lleva siglos repitiéndose allí y que nunca como hasta ahora había tenido lugar aquí.

Hablamos de la desconfianza del pueblo por las élites. ¿Y al revés?

En efecto, la desconfianza pueblo-élites es bidireccional. Un par de meses antes de las elecciones que llevaron a la Casa Blanca a Donald Trump se publicó el resultado de una encuesta a asesores políticos de Washington. Por resumir mucho, se les preguntaba si creían capacitado al pueblo americano de tomar decisiones políticas. El estudio contaba con varios epígrafes. En ninguno de ellos el número de expertos que confiaba en el pueblo superó el 6 %. 

Lógico que la gente no se fíe de sus expertos.

La desconfianza hacia el experto da lugar a fenómenos tan irracionales como los antivacunas. Puedo entender (me parece incluso razonable) que hace 200 años surgiesen reticencias: ¿evitar que alguien enferme inoculándole la enfermedad misma?

Suena paradójico, como mínimo.

Pero es que 200 años después, en la época de mayor avance tecnológico y científico, ha quedado suficientemente demostrado que las vacunas funcionan, salvan montones de vida y no consisten exactamente en inocular una enfermedad.

¿Entonces?

La gente exige más que una explicación científica. Exige confianza. No solo a los expertos -en este caso, los científicos-, también a los políticos. Pasa con las vacunas y pasa también, por ejemplo, con la homeopatía.

¿Y con los que defienden que la tierra es plana?

Es un movimiento mucho más minoritario, cosa ínfima, diría que pintoresca. Los españoles que creen en la homeopatía rondan el 25 %; el de los antivacunas es menor, aunque nada desdeñable (uno de cada diez).

Unos y otros son particularmente activos en redes sociales.

Hoy cualquiera se ve capacitado para dar lecciones de lo que sea en Twitter. De nuevo la desconfianza, que no siempre es entre el pueblo y las élites, sino también entre las élites mismas.

¿Por ejemplo?

Los políticos hacia los científicos. Pregúntale a estos cuánto tiempo dedican a investigar de verdad y cuánto a rellenar papeleo. La respuesta seguramente te deprima.

La burocratización, en fin, como señal de desconfianza.

La excusa es la transparencia, un término que suena muy bien, pero que implica control asfixiante si se eleva a valor absoluto.

Lo irónico es que los que exigen transparencia son los políticos, habitualmente los peor valorados en las encuestas.

Durante la anterior crisis económica, el foco se centró mucho en la mala calidad de nuestra clase política. Esa desconfianza hizo que surgieran nuevos partidos políticos. Al mismo tiempo, unos pocos comenzaron a defender el argumento de que los políticos lo hacían mal porque les pagábamos poco. Es lo del dicho anglosajón: si solo pagas cacahuetes, tan solo trabajarán para ti los monos.

El argumento no puede ser más impopular.

De ahí su cierto mérito, si no fuese porque muchos que lo defendían han terminado dedicándose a la política, con lo que se adivina cierto interés personal. Pero merece la pena analizar el argumento.

¿Con qué nos encontramos?

Con que lo que pagas a alguien y su rendimiento no es una función lineal ni exponencial de ascenso continuo. O dicho de manera menos matematizada: no es verdad que cuanto más pagas a alguien, mejor lo hará.

Al menos seguirá haciéndolo igual.

Tampoco. La tendencia es todavía más curiosa: por encima de un determinado umbral, se rinde menos y peor. Está comprobado en estudios de laboratorio y también en otros que analizan la vida cotidiana.

Entiendo que no hablamos solo de políticos.

Hablamos también de altos ejecutivos, médicos, profesionales de todos los ámbitos, incluso baloncestistas de ligas tan competitivas como la NBA.

¿Motivos?

Que a partir de determinado nivel de ingresos empiezas a estar más obsesionados con estos que con tu trabajo. Y también que pierdes todo estímulo. Si cobras 500 y te suben a 700, te llevas un alegrón. Si cobras 100.000 y te suben 10.000, no lo aprecias tanto. Acuérdate de Blesa, cuando presidía Caja Madrid, su amargura por cobrar 1.7 millones, mientras directivos del BBVA o el Santander cobraban 2.7. ¡Ese millón de menos le traía a mal traer! ¡No le consolaba el millón y pico que sí cobraba!

En las universidades no tienen ese problema de cobrar un millón más, un millón menos. Pero no quiero preguntarte si la enseñanza superior está bien o mal pagada, sino por la alarmante falta de pluralidad entre el profesorado.

Eso se ve, sobre todo, en Estados Unidos (donde, por cierto, surgen los debates que luego terminan llegando aquí). Las universidades estadounidenses cada vez más se ven unánimemente agrupadas en torno a las ideas de los liberals, o sea, izquierdistas, particularmente en las carreras de letras y humanidades, lo cual es preocupante.   

¿No lo sería igual que se diese también en el resto de disciplinas?

Que un matemático o un físico sean de izquierdas o de derechas repercute poco en su tarea, la verdad. Cosa distinta son las facultades de las que hablo, enormes productoras de ideología. Allí, la desproporción entre profesores izquierdistas y otros que no lo son es apabullante. En especialidades como la psicología social llega a ser de 11 a 1.

¿Cómo se tiene noticia del dato?

Inbar y Lammers encuestaron a sus colegas psicólogos sobre si tenían en cuenta la ideología a la hora de contratar un nuevo profesor, aprobar la publicación de un artículo o conceder un premio. Hay un alto porcentaje, más cuanto más izquierdista, que respondió que sí, sin ningún rubor. Lo que no significa que sean los únicos. Seguramente habrá por añadidura otros que lo hagan y no lo admitan. 

Lo reconozcan o no, el mensaje es unívoco.

O estás en el potaje ideológico o no vas a prosperar en tu carrera. Porque la desproporción es tan elevada que solo un tipo de ideas y autores están permitidos. 

No hace falta preguntar cuál es el problema.

Que en el campo del saber son importantes el diálogo, la pluralidad de ideas, su contraste, el reto que supone que critiquen tus puntos de vista. Es enriquecedor para todos. Y al contrario: cuando hay una gran y única sopa de ideas similares, el saber se ve perjudicado y todos nosotros con él. 

¿Otro motivo para desconfiar de las élites, en este caso las intelectuales?

Claro, porque han salido de un magma en el que todos pensaban prácticamente igual (pintoresquismos aparte). No saben someterse al saludable desafío del pensamiento radicalmente distinto. Son incapaces de articular respuestas más o menos ágiles ante el otro.

¿Y viven ensimismados en su presuntuosidad?

Aquí podríamos hablar de las opiniones lujosas. 

¿Opiniones lujosas?

Somos animales sociales y una de las cosas que más nos satisface es comprarnos un coche nuevo -o una casa o un traje o lo que sea- y presumir ante el vecino. Es lo que en sociología se conoce como símbolos de estatus. Sirven para marcar dónde nos encontramos y mostrar cuán hábiles de llegar ahí hemos sido. ¿Qué sucede en la sociedad actual?

¿Qué?

Que lo low cost, la amplitud de las clases medias, la masificación generalizada hacen que lo que antes estaba al alcance de muy pocos, hoy lo esté de cualquiera. Probablemente no puedas comprarte un maserati, pero sí darte una vuelta en él y luego, como en la fábula de las uvas verdes, decir que no era para tanto.

¿Significa eso que vivimos en el mejor de los mundos posibles?

Las desigualdades siguen existiendo, qué duda cabe. La cuestión es otra: ¿cómo pueden las clases realmente altas, esas que lo son por poder o por dinero, seguir mostrándose por encima? Y ahí viene la novedad actual: en lugar de con objetos, a través de opiniones extremadamente lujosas que el resto de la gente no puede permitirse. Son sus nuevos símbolos de estatus.

¿Y de igual manera que se vive por encima de las posibilidades acaso no se puede opinar también por encima de estas?

Sí, claro, es la cosa aspiracional. Ahora bien, si te permites ciertas opiniones, terminarás pagando las consecuencias, como el que se compra un coche caro y al año lo tiene que malvender.

Ejemplos de ideas lujosas.

“La familia no importa, es un concepto atrasado que hay que superar”. ¿Con qué nos encontramos? Con que la tasa de divorcios entre las clases altas apenas ha variado en los últimos cincuenta años, mientras en las clases medias y bajas ha subido exponencialmente. Dile que el matrimonio no importa a una madre soltera norteamericana, que por el hecho de serlo pertenece a uno de los grupos más expuestos a la pobreza.

Otro ejemplo de opinión lujosa.

“El esfuerzo no sirve para nada, es una ficción”. La idea de que el éxito social se debe a la suerte, a los ciclos económicos, al amiguismo. Así que no te empeñes en la consecución de logros cada vez más altos. Sostener esto cuando ya estás arriba no supone ningún coste. Sí, en cambio, cuando estás abajo, pues ahí es donde te vas a quedar si te quitan todo estímulo para esforzarte y prosperar.

Dan ganas de pensar en una confabulación de las élites para mantener sus privilegios, si la sola formulación de la sospecha no nos colocase en el lado de los conspiranoicos.

La conspiranoia es otra forma de desconfianza hacia las élites. No me fío de los poderosos porque todos están conchabados, incluso los aparentemente enfrentados entre sí (en realidad, fingen estarlo). Este es el esquema del conspiranoico. En casos algo más exacerbados, conduce a creer que todas nuestras élites son reptilianos. Su problema es que, aparte de autoconsuelo, no es un pensamiento que ofrezca mucho. No señala una alternativa.

¿Qué hacemos entonces, si no queremos caer en la conspiranoia contra las élites reptilianas, pero tampoco podemos ya confiar en ellas?

La desconfianza a menudo es razonable. Hay tanta estupidez en las élites y fuera de las élites que no desconfiar sería ingenuo. Ahora bien, justo porque el problema es la idiotez, se trata de un mal que podemos ayudar a resolver entre todos. Seamos menos tolerantes con todo lo idiota, nos caiga bien o mal el pobre diablo que lo propague. El principal deber de nuestros días es ser inteligentes. Ser listos como serpientes, si me permites la cita evangélica.