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Es muy conocida la anécdota del Canto XXVI del Purgatorio de la Divina Comedia. Guido Guinizelli, el iniciador del dolce stil novo, señalando hacia Arnaut Daniel, lo califica de il miglior fabbro. Cuando uno lee y relee la obra de Miguel d’Ors (1946) y va profundizando en sus vetas más matizadas debe reconocer que, tras su aparente claridad y su segura técnica, late el orgullo de uno de los mejores fabbri de la poesía moderna española.

Que el autor de Curso superior de ignorancia es uno de los poetas más singulares de la poesía española del último medio siglo es un hecho incontrovertible. Desde Del amor, del olvido (1972) a Viaje de invierno (2021) no sólo ha creado un estilo propio, sino un personaje y hasta un modo de mirar la realidad de la vida y del poema (¿o de la vida en el poema y viceversa?) que ha suscitado el entusiasmo, no exentos de desacuerdos, de sus lectores.

Realismo y figuración

Se ha insistido mucho en que la poesía de d’Ors atrae por su naturalidad, su ausencia de afectación, incluso por su ironía y su humor. Como gran parte de la poesía que empezó a escribirse a partir de los 80, de vuelta del esteticismo y de los excesos culturalistas anteriores, podría decirse, con palabras de su ensayo En busca del público perdido, que la suya surge de «la necesidad, o al menos la conveniencia, de utilizar la propia vida – y de modo especial la vida cotidiana-, las propias emociones y las propias ideas como fuente primordial de los poemas». Es cierto, pero se corre el riesgo de acabar confundiendo el realismo, la imitación de la vida o la figuración lingüística como la base intercambiable de la poesía de Miguel d’Ors. La lectura atenta de su obra, tanto poética como crítica, ayuda a delinear con más precisión los rasgos de su fisiognomía poética. El inconfundible tono d’orsiano guarda en su interior más de una sorpresa.

En la nota final de Hacia otra luz más pura (1999), d’Ors sintetizaba con precisión el sentido de su evolución creadora: Hoy, como ya escribía hace algunos años, los problemas de Poética me interesan muchísimo menos que los de Artesanía. Y si preguntado por lo demás, sólo diré que la Poesía es cosa de lenguaje, que en ella vale todo (cuando vale) y que es algo que brota de la vida y tiene también la vida como destino. La de usted, lector». Con gran acierto, Enrique García-Máiquez definió esta orientación como la de una «poesía de la experiencia del lector». Paradójicamente, con sus Cotobades, sus Almofreys, sus Paraños, la poesía de d’Ors no ha querido jamás reproducir la realidad, sino producirla de nuevo entre sus versos, con la confianza sin ilusiones de que al poema lo que le hace vibrar en toda su tensión es la certeza de una ausencia.

En sus «posibles artes poéticas», como en Chronica (1982), d’Ors constataba que «estos versos / no tienen más que unas frágiles manchas negras / sobre un papel. Es todo». Pero de ellas dependía que «algún desconocido, en algún sitio, se haga cargo de alguna de estas cosas / y tanta hermosura no se confunda con la nada cuando yo ya no esté aquí para decirla».

El poeta no reniega de la realidad. Sucede que, como buen borgeano, descree de los efectos del realismo. Así, como creyente, puede entregarse a la esperanza de la figuración de una realidad trascendida que el lenguaje – y el lenguaje de la poesía- es capaz de moldear con la conciencia, verdadera y mortal, de sus límites. Ha permanecido siempre fiel a esta intuición de «un arte para no helarte», cada vez más honda. En el colofón de Manzanas robadas (2019) insiste al lector en forma epigramática: «Mira si es poco sensato / este arte nuestro que para / que tu contemples tu cara / te ofrezco mi autorretrato».

No es que figuración y realidad establezcan entre ellos una relación disyuntiva. Más bien, la figuración transfigura la realidad depurándola de su ganga realista, con la que, sin embargo, debe contar. ¿Qué es si no la realidad?: «Solo la realidad: solo la luz / del rostro del Eterno». El mismo d’Ors declaraba en una entrevista que «‘poesía realista’» es un oxímoron», pues «la noción de poesía implica cierta interpretación subjetiva, cierta transmutación personal de la realidad mediante el lenguaje». ¿Debería entonces extrañar que prefiriese «calificar mis versos de ‘figurativos’, o con sentido, antes que de realistas o cotidianistas»? Esa y no otra fue la gran lección estilística y cristiana de Dante, como Erich Auerbach llegó a formular en su magna obra Mímesis: «la figura supera la consumación, o por mejor decir: la consumación sirve para hacer resaltar con mayor eficiencia la figura». También la de esos miguel d’ors que pueblan, perplejos y audaces, tambaleantes y fieros, sus poemas. O la tuya y la mía, sus lectores.

El poema como acto de habla

La pregunta clave, tan moderna, sigue en pie: «¿Quién soy yo?»; en suma, ¿a quién representa esa voz que toma la palabra en el poema, y lo hace vivir? ¿El poeta, el lector? ¿Quién enuncia en este instante esa hermosura que sabemos definitivamente ausente y que convocamos misteriosamente en el ejercicio, técnico y virtuoso, de la poesía? Para Miguel d’Ors no es el desmelenado romántico, ni su último descendiente, el vanguardista que gesticula disimulando que bracea. En Es cielo y es azul decía «Yo no soy el autor de estos poemas. / Yo sostengo la pluma. Quien decide / es esa muchedumbre: mi pasado».

Ese pasado no está compuesto sólo de anécdotas, de momentos de esplendor, sino también de un humus fértil, lleno de intertextualidades, de referencias culturales, de guiños literarios y de sentimientos donde la escritura y la vida se confunden con la plasticidad que el lenguaje les imprime en busca de su sentido más pleno. Por ello, el propio d’Ors ha llegado a señalar que el experimentalismo más desafiante puede ser aquel que no se dirige contra la tradición, sino que se practica desde la tradición, incluso la más inmediata, como la del modernismo de su admirado Manuel Machado. Como ha dicho recientemente, «si se mira bien, en mi caso el tradicionalismo esconde una permanente inquietud».

El poema es una cuestión de lenguaje. La emoción que suscita y hasta el sentimiento que llega a evocar se encuentra tanto en la memoria imaginada de una excursión a Wyoming como en la variación de una cantiga de Berceo, una alusión a San Juan de la Cruz o una reflexión moral a lo Jorge Manrique. Incluso sus poemas rotundamente confesionales, como las discutidas «Lecciones de historia», son incomprensibles sin la seriedad paródica de la poesía más militante, la de un Pablo Neruda o un Rafael Alberti desatados o hasta la de un Ángel González sarcástico. Y si tú, lector, has leído a Walt Whitman o a León Felipe, al ir leyendo estos versos, podrás escuchar un conjunto de resonancias que también figurarán tu vida.

Este es uno de los secretos de quienes son declarados «antimodernos». Más que de antítesis o de oxímoros, el poeta «antimoderno» sabe de la imprevisibilidad pragmática del poema. Es consciente de que, como dice d’Ors, «un poema es bueno porque funciona eficazmente como poema, es decir como artefacto literario». Podrá o no tener un trasfondo autobiográfico, ser verídico o imaginado, pero el poema que se queja, da las gracias, insulta, responde, alaba, sermonea o alecciona, se burla, bromea, se lamenta, recuerda o se (auto)critica, etc., suele conseguir su efecto en el lector si cumple las condiciones de «sinceridad» que sólo la literatura, como quería José Martín, es capaz de recrear con su técnica y de esperar maravillada que se manifieste en el goce poético: una felicidad precaria, provisional, tan cierta e inmediata como fugaz, pero que queda grabada en unas «manchas de papel» imborrables como lo son ya los poemas de Miguel d’Ors.