Cuando se sentó a escribir ‘El despertar de la señorita Prim‘ (Planeta), lo hizo sin pensar que algún día se editaría en España, y no solo en España, sino en 70 países más, como finalmente fue, como finalmente ha sido. Toda una hazaña, más si se tiene en cuenta que no se trata de un thriller, ni de una novela negra, ni erótica, ni histórica, los géneros que hoy más venden. Se trata, pásmense, de un cuento.
Un cuento con varias capas de lectura, desde la más superficial -una historia costumbrista, en un apacible pueblecito, protagonizada por dos caracteres fuertes, en permanente conflicto o casi- a la más profunda -la crónica de una conversión-. O, si se prefiere, un cuento que recorre toda la escala del amor, desde el amor a uno mismo, al amor a los amigos, al amor entre hombre y mujer, al amor que, según la autora, todo lo ordena, el amor a Dios. Un cuento, en definitiva, que pone en cuestión ciertas ideas que hoy se suelen dar por sentadas e incontestables.
No deja de ser asombroso que un libro que contiene claves cristianas y pone en duda muchos de los dogmas de la cultura actual haya sido tan bien recibido en un mundo que, como usted dice, en muchos casos ya no comprende esas claves y en otros las rechaza.
La razón, creo, es que no se trata de una historia escrita especialmente para cristianos ni tiene ninguna intención adoctrinadora. Es un cuento sencillo que habla sobre algo que ha estado en el corazón humano desde siempre.
¿Qué, exactamente?
La búsqueda del paraíso perdido, la sensación de nostalgia que cada uno llevamos escrita en el corazón, que está presente en todos y en todo, eso que Virgilio expresó tan bien con ese verso de La Eneida: “Sunt lacrimae rerum”, esas lágrimas que hay en las cosas. Una nostalgia que descubre todo hombre que reflexiona, y que nada, ni siquiera el ruido y la actividad, consigue acallar.
Aquí encajaría la frase con que arranca su novela.
Una frase del cardenal Newman, de uno de los sermones de su etapa anglicana, y que explica muy bien el porqué de esa búsqueda, de esa insatisfacción perpetua que arrastra al ser humano: “Creen que añoran el pasado, pero en realidad su añoranza tiene que ver con el futuro”.
Lo que ya no sé es si la frase es aplicable a los irenitas, los habitantes de San Ireneo de Arnois, el pueblo de su novela.
Los habitantes de San Ireneo son unos rebeldes, pero es una rebeldía un tanto particular, porque no reivindica lo nuevo, sino lo viejo, no busca el futuro en el futuro, sino en el pasado.
Esta última idea, como la frase de Newman, parece una contradicción.
Especialmente para nosotros, los modernos, que solemos asociar lo rebelde con la idea de rechazar o destruir algo insatisfactorio para construir algo nuevo y mejor en su lugar. Pero en realidad se trata de una de esas ideas que solo la Historia enseña a cuestionar.
¿La Historia?
Si pensamos en la caída de Roma, por ejemplo, y en los siglos inmediatamente posteriores, nos encontramos con que los pueblos romanizados no podían mirar con ansia el futuro, que veían muy oscuro, asolados por invasiones de tribus bárbaras que destruían todo lo que encontraban a su paso; solo añoraban el pasado.
¿En concreto?
Los viejos tiempos de orden, administración y derecho que Roma llevó a tantos rincones del Imperio. Para ellos, el progreso no estaba delante, sino que había quedado atrás.
Hay desolación en los textos que nos narran ese derrumbe o, como usted lo llama, “ese oscurecimiento de la civilización”.
Sí, una desolación conmovedora y terrible. Porque es la voz de unos hombres que miran el presente con horror, que no pueden imaginar el futuro y que lloran un pasado perdido. San Jerónimo, que amó y estudió en su juventud a los grandes autores latinos, habla del saqueo de Roma por Alarico de una forma desgarrada.
¿Por qué esa emoción, ese desgarro?
Porque para las gentes de aquellos tiempos progresar no era abolir viejas estructuras, no era ni siquiera mirar al mañana, sino tratar de resistir la destrucción y conservar pedazos de civilización. Hay un libro de Chesterton, Breve historia de Inglaterra, que explica esta paradoja muy bien.
¿De qué manera?
Chesterton sostenía que la palabra progreso, en sí misma, solo indica una dirección: hacia delante. Pero solo un insensato tomaría una dirección como un fin. Porque no es lo mismo que uno progrese hacia un valle próspero que hacia un precipicio.
¿Los habitantes de San Ireneo tienen esa sensación, ese convencimiento?
Ellos sostienen la idea de que vivimos en una época inquietante, una época en la que parece que el sol se está poniendo, una época en la que las verdades se han vuelto locas y los hombres, en cierto modo, han perdido la capacidad de reconocerlas.
Es la segunda vez que hablamos del escenario de su novela, lo que me lleva a preguntarle lo que, con seguridad, tantas veces le habrán preguntado: ¿San Ireneo existe o es una utopía?
San Ireneo es un lugar ficticio, pero no es una utopía, porque se trata de un tipo de comunidad que está en el ADN de Europa; forma parte de nuestros cimientos. Un minúsculo pueblecito nacido en torno a un pulmón espiritual, que en la novela es una abadía benedictina de rito romano tradicional, en el que se conservan viejas y sabias ideas, como la que nos recuerda que la vida humana debe estar sujeta a un orden para ser verdaderamente humana.
¿En definitiva?
Un refugio donde se conservan las tradiciones, en el que hay un tiempo para cada cosa y no se han borrado los senderos que conducen a Dios; donde se cultivan los vínculos vecinales, existen familias sólidas, la economía es pequeña y sus habitantes libran una batalla contra el mundo moderno por conservar lo mejor de un pasado sin el que no se puede entender el presente ni afrontar el futuro.
¿Imaginar mundos así no es una manera de huir?
De la vida moderna, tal y como la hemos construido, sí. Pero la vida del hombre no comenzó ayer. Rechazar lo bueno del presente es una insensatez, pero no rechazar lo malo es otra.
Respóndame, por cambiar de tema, a una pregunta: ¿es posible esa especial relación entre la infancia y la literatura que se recrea en su libro? Lo digo porque los de la novela son unos niños un tanto especiales.
Sí, son unos niños capaces de disfrutar de un clásico de literatura infantil, como El Viento en los Sauces, de Kenneth Grahame, pero también de reconocer unas líneas de Virgilio en latín. Crecen en un hogar en el que se puede aprender a amar Peter Pan, Alicia en el País de las Maravillas o todos esos viejos cuentos de hadas, pero también la Odisea y la Ilíada, los romances medievales, Oliver Twist o Robinson Crusoe.
E insisto: ¿tal cosa es posible o es una utopía?
Es posible porque ha ocurrido en el pasado. Si uno coge la literatura infantil del siglo XIX o de principios del XX y la compara con muchas de las obras que hoy en día se escriben para los niños llega a la conclusión de que o los niños de ahora son menos inteligentes de lo que eran antes o ahora los consideramos menos inteligentes de lo que son. Yo creo que la segunda respuesta es la correcta. En cuanto a la utopía…
Diga.
Bueno, creo que nos hemos acostumbrado a llamar utopías a cosas que nuestros predecesores no consideraban inalcanzables.
¿Algún ejemplo?
Muchos. Tolkien se educó en casa bajo la tutela de su madre, y con su ayuda comenzó a leer a los 4 años y aprendió latín, francés y alemán antes de ir al colegio. Ronald Knox de niño componía poemas en latín. Y hay una anécdota muy esclarecedora de Bernard Shaw, que solía decir que su educación terminó a los 7 años, justo el día en que sus padres le enviaron a la escuela.
Newman, Chesterton, Tolkien, Knox… Todos ellos fueron conversos al catolicismo. ¿Es casualidad que los cite tanto?
No. El libro en realidad narra la historia de una conversión religiosa, que no todos los lectores descubren, porque está contada al modo de la carta robada de Poe. O sea, que está tan presente, está tan a la vista, está tan metida en los hilos de la novela, que mucha gente no la ve.
Algo parecido sucede con ‘Retorno a Brideshead’, ¿no?
Waugh intentó en su novela explicar, dentro de lo imposible que resulta, cómo la gracia nos va guiando a través de los acontecimientos de nuestra vida, a través de las personas que conocemos, a través de nuestras alegrías y nuestras tristezas, a través de la contemplación de la belleza y, muy especialmente, a través de nuestras heridas y nuestras caídas.
¿Es eso lo que usted intentó con su novela?
Con todas las limitaciones que el tema exige. Y eso es también lo que explica que las claves del nivel más profundo de lectura del libro no sean tan evidentes. Dios no suele ser evidente.
Sería todo mucho más sencillo si lo fuese.
Pero no lo es. Y creo que eso es algo que saben especialmente los conversos.
¿Exactamente, qué?
Esa experiencia de que la gracia actúa de forma suave, habla bajito, habla al oído, sin prisas, sin forzar.
Waugh, por cierto, era converso.
Y dijo una vez que convertirse es como ascender por una chimenea y pasar de un mundo de sombras, donde todo es como una caricatura de las cosas, al mundo real. También Newman en su epitafio recoge una idea similar: “Desde las sombras y las imágenes hacia la Verdad”. Y Lewis en las Crónicas de Narnia lo formula de nuevo: las tierras de Narnia son una “sombra” o una copia de la Narnia real, “que siempre ha estado aquí y siempre estará”.
Hay algo de todo eso en su libro.
Sí lo hay. La señorita Prim se desconcierta cuando una tarde cuatro niños le explican en un jardín que el Evangelio es un cuento de hadas “real”, no porque se parezca a los cuentos de hadas, sino porque los cuentos de hadas se parecen al Evangelio. Es esa idea fascinante sobre la Revelación como mito verdadero que sostenían Tolkien y Lewis.
Supongo que la lectura de todos esos autores a los que cita le llevó, en buena parte, a escribir ‘El Despertar’.
El mundo que yo intenté recrear en ese libro debe mucho a antiguos y no tan antiguos maestros cristianos. Uno de los menos conocidos, al menos en Europa, es John Senior. Lo descubrí por casualidad, en caso de que uno crea que existe algo llamado casualidad.
Hábleme de él, de Senior.
Lo que resulta más atrayente de Senior es que no hay una ruptura entre su vida y su obra, no hay una separación entre lo que hizo y lo que escribió, no existe una teoría separada de una práctica. Senior llevó a cabo en la vida la misión que defendió en sus libros. Las viejas y buenas ideas en las que creía, las amó y las enseñó.
Y todo esto, ¿en qué contexto?
Senior creó, en 1971, junto a dos colegas, Dennis Quinn y Frank Nelick, el programa Pearson de Humanidades Integradas, en la Universidad de Kansas.
¿De qué iba la historia?
El curso estaba basado en la lectura de los grandes libros, de las grandes obras universales, desde Homero y Virgilio hasta la Biblia y el Aquinate, y también en la búsqueda de la verdad, el bien y la belleza.
¿Eran clases sobre fe o religión?
No, pero de allí surgieron más de 200 conversiones al catolicismo, incluidas las de varios futuros sacerdotes, religiosos y obispos. Yo me enamoré de esa historia antes incluso de leer a Senior. Me deslumbró la tremenda huella que la Providencia dejó impresa en todo aquello; me pareció una epopeya moderna.
Epopeya moderna: eso son palabras mayores.
La imagen de aquellos tres profesores en la sesión inaugural del programa, charlando tranquilamente entre ellos de Homero y de Platón, declamando poemas, contando anécdotas campesinas, entonando alguna melodía de viejo folclore ante un auditorio de chicos asombrados y aparentemente ignorados por sus maestros, hace pensar en tres héroes griegos iniciando un combate contra la modernidad.
¿Qué le reafirmó en tal pensamiento?
La lectura de los recuerdos de los antiguos alumnos de Senior; son de una belleza que deja sin aliento.
¿Por?
Por el modo en que esos estudiantes fueron rescatados de un mundo herido ya por el escepticismo y fueron guiados a través de la literatura, la poesía, el conocimiento y la experiencia de lo real hacia la verdad, el bien y la belleza; esa historia merece un libro entero. Las conversiones, las vocaciones, la multitud de historias que nacieron en el Programa Pearson… Esa aventura tiene todos los elementos de un viaje a Ítaca.
Viaje que atraviesa las páginas de su libro.
Sí, es mi homenaje personal a Senior. El Hombre del Sillón, el protagonista de la novela, es un alumno suyo; de hecho, se convierte al catolicismo después de asistir a un programa en la Universidad de Kansas.
La protagonista, en cambio, no fue alumna de Senior.
No, pero en el fondo debe mucho (aunque seguramente no lo sepa) a esos tres profesores católicos que se atrevieron un buen día a conspirar con las estrellas, preparados por la Providencia y guiados por Nuestra Señora, para pelear un combate bello y terrible que se inició hace mucho tiempo y todavía no ha terminado.
O sea, que con la pequeña hoguera que se encendió en la Universidad de Kansas…
… comenzó a nacer una belleza terrible, como dice el poema de W.B. Yeats. Una belleza que está presente en todo lo que Senior escribió, pero que sobre todo sigue viva en las múltiples vidas en que él influyó.
¿A qué cree que se debe?
A que Senior supo poner todas las piezas en orden; les dio un sentido y una función. El defendía que parte de la incapacidad de las mentes y los corazones modernos para adherirse a la verdad tiene que ver con las disfunciones de una vida aislada de lo real, de una imaginación no fecundada por la naturaleza, la poesía y los buenos libros, de la ausencia de una cultura cristiana capaz de proteger y acoger la semilla.
¿Por qué?
Porque en cierto sentido todas esas piezas, todas las obras, canciones y leyendas, todas las costumbres y las tradiciones, las experiencias reales, son peldaños de una escalera.
O sea, que el Programa Pearson no fue un experimento pedagógico.
Ni fue una ideología de laboratorio; el Pearson apuntó, por así decirlo, a la cosa misma.
¿La cosa misma?
Sí, una de esas cosas de las que piensas: esto es, así ha sido siempre, así funciona; sin ruido, sin grandes organizaciones, de corazón a corazón, por contagio. Así es como actúa Dios en el mundo.
Todo esto sucedió hace no tanto y, sin embargo, suena lejanísimo.
Porque los cambios en las últimas décadas han sido vertiginosos. Yo suelo decir que pertenezco, seguramente, a una de las últimas generaciones de niños que vieron una vaca pastando y la oyeron mugir antes de verla en una pantalla y escucharla cantar. Y tuve ese tesoro en las manos (porque algunas de esas experiencias sencillas y reales son hoy tan raras como un tesoro) sin conocer su importancia y su valor. También crecí rodeada de libros, no solo de imágenes.
Hoy sin embargo…
En una ocasión, presentando mi novela en Alemania, tuve una conversación con un anciano profesor de literatura que se me lamentaba de que los niños alemanes ya no conocen a Goethe. Pero esto no ocurre solo con los niños ni ocurre solo en Alemania. Es un oscurecimiento general, que afecta ya a varias generaciones y que tiene raíces profundas.
Vamos concluyendo, y lo hacemos con una cita: “Todos nosotros no somos más que un grupo de niños que vagan por el campo, sucios del viaje, cansados y deslumbrados por la gloria”.
Esa frase es de Benson, Robert Hugh Benson, otro católico muy especial para mí, hijo del arzobispo de Canterbury y clérigo anglicano, nacido en la época victoriana, y autor de un pequeño libro, ‘Confesiones de un converso’, en el que cuenta lo que somos con esa sencillez que parece sacada de un cuento de hadas.
Y otra cita más, también de su agrado, me consta: “Un proceso secreto y silencioso está fraguándose en los corazones de muchos”.
Newman -otra vez Newman- creía que la Providencia estaba preparando un ejército para hacer frente a una demolición de la fe cristiana nunca vista antes, una milicia nacida para pelear “en las próximas centurias”.
¿A qué se refería exactamente?
No a una crisis moral simplemente, ni tampoco al pecado, porque eso no es nuevo, todos somos pecadores y necesitamos el perdón. Se refería a una total falsificación del bien, a negar el pecado y defenderlo como un bien, a la falsificación del evangelio, al sentimentalismo, que él llamaba “el ácido de la religión”.
¿Alguna noticia de cuándo y dónde iba librarse ese combate?
Cuál sería el tiempo exacto o el lugar, eso Newman no lo sabía. Pero sentía que ese proceso estaba gestándose, como un dique de abrigo construido para hacer frente a una tempestad. En definitiva, “una belleza terrible está naciendo”.