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La historia del conservadurismo americano no puede entenderse sin National Review. O, lo que es lo mismo, sin la figura de su fundador, William F. Buckley. Pero hay que evitar la tentación de la nostalgia, que nada aporta en el fragor de la guerra mediática presente. Sospecho que lo relevante para los lectores de hoy es saber si National Review, fundada en 1955, sigue siendo un referente, si custodia con dignidad el legado de Buckley. Hay algunos detalles que he aprendido al respecto en el último año, desde que engrosé la lista de colaboradores de la legendaria revista americana. En realidad, los escritores de National Review son todos de prestigio, pero ya lo ves, ninguna publicación está a salvo de contratar a un idiota. Eso engrandece la leyenda.

Fuente: The New York Times

Admito que hablar de la herencia de William Buckley queda bonito, pero es impreciso. El legado de Buckley murió con él, porque gran parte de su gigantesca figura se debe a cosas que no se heredan, como el carácter, el talento, y el modo en que hizo de su vida una obra de arte en el terreno de las ideas. Solo Buckley pudo editorializar de un modo tan conciso y divertido: “preferiría ser gobernado por las primeras dos mil personas de la guía telefónica de Manhattan que por toda la facultad de Harvard”.

Pero la herencia vive, por supuesto, en su obra, y de un modo más excitante en una de sus mayores creaciones, la revista National Review. Como una prolongación orgánica de su personalidad, el magazine ha sido al conservadurismo la salvación y la piedra en el zapato al mismo tiempo. Y el liderazgo de Donald Trump es el mejor ejemplo reciente, aunque no el único. La revista no ha dejado de ensalzar los logros de la última administración republicana y de criticar sin piedad, al tiempo, al presidente. El equilibrio es imposible a veces.

Una de las claves es la libertad. National Review, tanto en su versión en papel como en sus artículos online, sigue contando con muchos de los mejores analistas políticos del mundo. Los más divertidos, los menos partidarios, los más sesudos. Algunos son extremadamente jóvenes y proceden de la cantera del think thank National Review Institute. Hay, en suma, una mezcla extraña de posiciones que, lejos de embarrar el terreno de juego, permite que el aire fresco corra con alegría, sin cegar las posiciones editoriales esenciales, a menudo fijadas por las intervenciones del actual director, Rich Lowry.

Una tensa relación con Trump

Posicionarse parcialmente contra Donald Trump, especialmente en lo referente a su forma de hacer política, ha sido una de las decisiones más difíciles de la revista. Probablemente, una apuesta poco rentable. Sin embargo, década tras década, National Review ha demostrado que no está en venta, y, a fin de cuentas, las críticas a Trump parecían más razonables que las amenazas que éste lanzó a la publicación por no respaldar con entusiasmo su estancia en la Casa Blanca.

Para ser justos, ambos protagonizaron una divertida anécdota en noviembre de 2017. Rich Lowry recibió en la redacción una carta de la Casa Blanca. Dentro solo había un recorte de un artículo suyo publicado en New York Post. En realidad, la columna incluía incisivos comentarios sobre Trump, algunos realmente hirientes, para expresar el modo en que su presencia estaba contaminando todo el Partido Republicano. El presidente había señalado con una flecha el titular elegido por Post para el artículo y le había añadido un comentario y su firma de puño y letra: “Rich, tan cierto. Donald J. Trump”. El titular que había cautivado al presiente decía “Sólo hay Trump”. El responsable de National Review siempre se ha preguntado si el presidente leyó el resto del artículo, o es que sencillamente, por entonces, le daban igual las críticas.

Una tercera opción es que el presidente simplemente estuviera bromeando. Un par de años antes, Lowry comentó en Fox News, tras el debate de las primarias entre Trump y la empresaria Carly Fiorina, que ésta le había “cortado las pelotas con la precisión de un cirujano”. El expresidente pidió entonces que Fox expulsase a Lowry y solicitó que el responsable de National Review fuera multado por su comentario. Pero la polvareda apenas duró unos días. Lo que sí que nunca perdonó a Lowry fue que impulsara en 2016 un polémico manifiesto anti-Trump en National Review, con la firma de personalidades destacadas del conservadurismo como William Kristol de The Weekly Standard, Glenn Beck, o Erick Erickson. La respuesta del entonces candidato no se hizo esperar: “¡El difunto y genial William F. Buckley se avergonzaría”, escribió en Twitter, “de la agonizante National Review!”. “National Review es una publicación fallida que ha perdido el rumbo”, añadió, “su audiencia está cayendo y su influencia está en su punto más bajo. ¡Triste!”.

Pese a todo, lo meritorio es que, tras estos y otros enfrentamientos, National Review no se dejó llevar por la tentación de masacrar al presidente Trump sin más, sino que siguió jugando la mano de sus propios ideales, defendiendo su gestión cuando lo creyeron necesario, y censurándolo cuando lo vieron equivocarse. Las posiciones se exacerbaron tanto en los últimos años –en parte porque, en lo mediático, contra Trump valía todo– que la revista tuvo que hacer frente a las críticas y la huida de algunos lectores.

Con todo, según mi propia experiencia, en National Review se respira la suficiente libertad como para publicar piezas en defensa de Trump, alertando de los peligros de la llegada de Biden al poder. Incluso uno de los periodistas clave de la revista, Charles CW Cooke, en medio de aquel clima mediático de burlas a Trump por denunciar fraude electoral, echó un capote al expresidente, recordando que “Hillary Clinton también creía que la habían engañado en las elecciones y estaba feliz de decirlo”.

Alguna vez el anti-trumpismo de National Review se saldó con puntuales respaldos a los demócratas, pero lo que ha caracterizado al magazine en los últimos años es su guerra total contra todos. Su independencia. Y siempre, sin miedo. Recuerdo que hace unos meses, en una pieza un tanto polémica llamada Todos los insultos del mundo, sobre los que la izquierda vierte a la derecha, disparé sin piedad contra buena parte del universo, incluidos los medios liberales americanos, y ese es un jardín del que me consta que huyen la mayoría de las publicaciones en Estados Unidos, salvo que sea muy necesario: “si usted se levanta una mañana y no sabe qué insulto ponerse, pruebe a abrir The New York Times. Hay muchos para elegir. Fascista es su preferido. Pero hay muchos más”. El artículo salió sin censura alguna y además fue muy celebrado por los entusiastas lectores, suscriptores que jamás renuncian a su derecho a involucrarse directamente en cada pequeño detalle de la revista a través de comentarios y toneladas de cartas al editor y a los autores. Es posible que la correspondencia de los distinguidísimos suscriptores de National Review sea un género en sí mismo.

De padres a hijos

Sea como sea, la publicación se mantiene como una de las revistas conservadoras más influyentes del mundo. Muchos de sus suscriptores de papel lo llevan siendo desde el primer número, o han legado el título a sus hijos y nietos, mientras que exhiben una creciente cantidad de abonados a su versión digital, y de visitantes a sus artículos en abierto. Según los datos oficiales actualizados a 2021, cuentan con más de 788.000 suscriptores a sus newsletters, 75.000 lectores de la revista de papel, 25.000.000 páginas vistas mensuales en su web, y 411.000 oyentes de sus podcasts. Pero es que, además, sus contenidos se republican en webs de todo el mundo, traducidos a los más pintorescos idiomas.

También es justo señalar que la explosión digital de las últimas décadas multiplicó las ofertas y las oportunidades dentro del periodismo conservador, apareciendo un montón de nuevas revistas y digitales, que se fueron sumando a las ya existentes. Hoy, National Review comparte audiencia con revistas y webs como The American Spectator, The American Conservative, Reason, The Federalist, The Daily Caller, The Blaze, o BreitBart; sin olvidar periódicos conservadores como New York Post, The Washington Times, The Washington Examiner, que aunque no son competencia directa, sí lo son en el reparto de la tarta digital.

Paladines de la verdad

Si hemos de generalizar sobre el posicionamiento editorial de la revista, lo justo es decir que siempre han tratado de ceñirse y actualizar con la mayor fidelidad posible el pensamiento de su fundador. Pero lo más apropiado quizá sea descubrirlo de la mano de un asunto de máxima actualidad: el polémico y oscuro origen del coronavirus.

El pasado 1 de junio, Rich Lowry tituló su editorial: “Nunca tuvimos miedo a decir que el virus podría proceder del laboratorio de Wuhan”. A veces acusados de tibios, de un modo algo infundado, los editores consideraron un buen ejemplo para reivindicarse. En aquel editorial explica Lowry cómo la teoría, que ahora todo el mundo parece dar por válida, fue adelantada ya por la revista el 3 de abril de 2020, en un artículo de Jim Geraghty, que le costó sangrantes burlas en New Republic, donde dijeron: “la teoría de la conspiración surgió de un vídeo amateur de YouTube. Luego National Review la recogió”. Por supuesto, la teoría ya no es de la conspiración y New Republic no se ha disculpado con Jim. Pero esa es otra historia. En concreto, la historia de siempre.

Fuente: The New York Times

Durante este difícil año, periodistas de National Review han estado investigando las rarezas del laboratorio de Wuhan, pero también “criticando a la OMS por su complicidad con China”, añade el editorial, “rechazando la idea realmente absurda de que la teoría del laboratorio es racista, o pidiendo una investigación estadounidense digna”. De hecho, su última campaña de recaudación de fondos y nuevos suscriptores utiliza como reclamo la batalla de New Republic contra Jim Geraghty, y recoge como muestra medio centenar de artículos sobre el origen del coronavirus, publicados en los últimos meses en National Review.

En fechas recientes, el magazine también ha respaldado a Israel frente a los insultos por defenderse de los misiles de Hamás esta primavera, ha criticado duramente la censura en redes sociales como Facebook o Twitter, ha acusado a Biden de provocar una crisis migratoria en la frontera, ha denunciado “la locura climática” de los demócratas, ha solicitado una y otra vez el regreso de los niños a las escuelas, suspendidas por la pandemia, ha denunciado la agenda globalista de Davos, ha desmontado el revisionismo histórico de la izquierda, ha denunciado el resurgir del comunismo en España –e incluso la campaña del Gobierno de España contra el idioma español-, y ha descrito “el grito de guerra contra la policía de BLM” como “el eslogan más tonto y autodestructivo de la política estadounidense en mucho tiempo”. Como de costumbre, ha puesto toda la carne en el asador contra el feminismo, las políticas de género, el aborto, o las doctrinas de las mil siglas gays.

Por sorprendente que parezca, uno de los lugares en que mejor se autodefinen editorialmente es en las cartas que envían para captar nuevos suscriptores. En una reciente podemos leer: “Durante 65 años, National Review ha liderado la lucha del movimiento conservador contra las ideologías de la izquierda destinadas a cercenar la libertad en nombre de la llamada ‘justicia social’. En este momento de la historia de nuestra nación, avanzamos con audacia en nuestros preciados ideales, combatiendo a los enemigos del conservadurismo con verdad, sabiduría y cordura”.

No se me ocurre nada que defina mejor a la revista. El periodismo, por supuesto, es un negocio. Pero Buckley y National Review siempre supieron que, sin verdad, sabiduría y cordura, no es posible hacer periodismo conservador.