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En la última década larga, el minimalismo, entendido no solo como tendencia decorativa sino como estilo de vida, se ha convertido en una moda pujante. Libros y programas de éxito nos convencen de que tenemos demasiadas cosas y de que reducir nuestras posesiones materiales a lo esencial nos ayudará a vivir mejor. Cada vez más voces, sin embargo, denuncian los excesos y contradicciones de ese movimiento. ¿Es un pecado tener cosas inútiles que nos gustan, aunque no las usemos demasiado?

En poco más de un mes me toca uno de los momentos más temidos por todos los diplomáticos: la mudanza. En mi contenedor viajarán cientos de libros, aunque el que más uso actualmente es un Kindle. Varios cuadros y esculturas de distintos estilos. Reproducciones de portadas de Tintín. Una máquina de escribir Underwood de los 50 que encontré en una tienda del centro de La Paz. Un gramófono de latón, regalo de unos amigos. Un carrito de avión de la aerolínea Panam. Una réplica de un barco de Thor Heyerldahl que le compré, a orillas del Titicaca, a un indígena que había trabajado con el legendario aventurero. Una cámara de fotos de los 30 que me regalaron mis padres. Etcétera, etcétera. No, no necesito ninguna de esas cosas, pero son objetos de los que me gusta estar rodeado. ¿Debería sentirme culpable?

Muchos dirán que sí. En las últimas décadas, la teoría del minimalismo ha ganado muchos partidarios. No es extraño, porque parece, a primera vista, una reacción lógica contra el consumismo excesivo. El influyente blog The Minimalist, de Joshua Fields Millburn y Ryan Nicodemus, define la tendencia como «una herramienta para deshacerse de los excesos de la vida y concentrarse en lo que de verdad importa, para encontrar la felicidad, la satisfacción y la libertad». ¿Quién estaría en contra de algo tan razonable? ¿No es verdad que tenemos muchas cosas innecesarias? ¿No sería lógico quedarnos solo con lo que de verdad necesitamos y usamos?

La gran apóstol del movimiento se llama Marie Kondo, una japonesa de sonrisa perfecta especializada en el katazuke, la técnica de ordenar y limpiar la casa. En su best seller La magia del orden y en su exitosa serie documental de Netflix, Kondo propone que reducir nuestras posesiones materiales a lo esencial es el mejor camino para estabilizar nuestra vida. «Los seres humanos sólo pueden apreciar un número limitado de cosas a la vez», afirma, por lo que debemos deshacernos de todo lo accesorio -que es, en su opinión, mucho-.

Tener cosas es bueno y agradable

Lo cierto es que recientemente han surgido varias refutaciones bien argumentadas del minimalismo y sus excesos. Hace un par de años, la escritora Jia Tolentino hizo en el New Yorker un exhaustivo repaso de los grandes partidarios de la reducción material, concluyendo que «debemos abordar las condiciones frenéticas, inquietantes y cada vez más presentes que hacen que veamos el minimalismo como una huida atractiva». Más recientemente, en The American Conservative, Christian Winter ha postulado que el verdadero camino hacia la libertad no es el minimalismo, sino el arraigo a las cosas concretas.

Entre los nuestros, el poeta Jesús Beades, en Libro sobre Libro, nos trae a Dickens (y a Chesterton, y a Tolkien) para rebatir a los apóstoles del menos es más. «Si nos da un arrebato al ver el documental de Netflix y nos ponemos a tirar cosas, no estará mal; siempre sobran bicis estáticas, llaveros de recuerdo de una boda, libros de autoayuda o de poetas malos, ceniceros de un viaje a Cuenca… Pero no olvidemos que lo humano es poseer, sentir afecto, crear lazos».  Julio Llorente, un joven que piensa y escribe de maravilla, nos regaló hace poco un artículo en El Debate sobre su coche, un Golf gris que le ha acompañado en los buenos y malos momentos. «Considérenme emotivo, incluso emotivista, pero creo», explicaba, «que a mi coche me ata algo así como un deber de fidelidad y que venderlo a las primeras de cambio, sustituirlo por un modelo mejor, implicaría quebrantar ese deber». (Si no entienden qué tiene que ver eso con el minimalismo, esperen unos párrafos).

Hace un año, Ramón González Férriz publicó en El Confidencial un texto afilado que tituló ‘¿Cuántos pantalones necesitas? Cuidado con tirar lo innecesario’. «Aparte de los casos patológicos de desorden», dice, «tener cosas es bueno y agradable. El placer, en contra de lo que creen quienes consideran su búsqueda una forma de decadencia o falta de carácter, es estupendo». Siguiendo su estela –¡y prometo que ya acabo con la lista bibliográfica!-, Jorge San Miguel se pregunta en The Objective por qué nos gusta tanto poseer cosas inútiles, encontrando la razón en una combinación de «el goce estético y el ansia de seguridades materiales».

¿Serás feliz?

Pensemos en los tiempos. No parece casual que el boom del minimalismo llegara justo después de la crisis de 2008: se trata de una teoría muy propicia para los nuevos tiempos. Ante un mercado inmobiliario en tensión, que reduce cada vez más el tamaño de los pisos, tener poco facilita la vida nómada. En una sociedad volátil, con fronteras porosas y poco apego a los países y a las comunidades, poder meter la vida en una maleta es una ventaja.

La frase se ha repetido muchas veces. «En 2030 no tendrás nada y serás feliz», han pronosticado los expertos del Foro Económico Mundial. «Cualquier cosa que quieras alquilar, te la llevará un dron a casa». La Agenda 2030 tiene mucho de minimalista, sí, pero no olvidemos la segunda parta del enunciado: su propuesta no consiste en vivir como franciscanos, sino en adquirir bienes y servicios constantemente, conectados a unos emisores que nos ofrecen productos cada vez más volátiles. Si el minimalismo significara de verdad gastar menos, ¿creen que las grandes empresas y los grandes medios estarían tan interesados en predicarlo?

Paradójicamente, valorar menos las cosas materiales no lleva a consumir menos, sino más. Tratar las cosas que nos rodean como productos de usar y tirar, simples objetos utilitarios y prescindibles que no estamos obligados a cuidar ni a tratar con afecto, hace que las sustituyamos sin remordimientos al menor desperfecto, al contrario del Golf de Llorente. En su artículo, él cita a Chesterton: «Las cosas no son lo que son, sino lo que significan». Y yo añado, en la misma línea, a Ratzinger: «Las cosas son más que cosas: señales, cuya significación se extiende por encima de su fuerza sensible inmediata».

El piso de soltero de 101 dálmatas

Dejemos de lado por un momento lo racional y utilicemos la intuición: ¿soy el único que se siente instintivamente incómodo en una casa demasiado diáfana? De niño, el piso del soltero de Roger Radcliffe en Londres, lleno de instrumentos musicales, cuadros, periódicos deshojados y zapatillas perdidas, siempre me pareció un ideal estético mucho más deseable que las mansiones blanquísimas y ordenadas de los supervillanos.

Hoy la estética de AirBnb es una amenaza global contra el buen gusto y la diversidad decorativa. Paredes blancas, sofás idénticos, prints sin alma en las paredes. Nada innecesario. Nada verdaderamente bello, porque las cosas demasiado repetidas rara vez lo son.

Que nadie se tome este artículo como una defensa del síndrome de Diógenes o del horror vacui. Tampoco de los pañitos de ganchillo o los platos-souvenir. Pero eso no es un problema relacionado con el maximalismo, sino con el sentido estético, y la solución no es vaciar la casa, sino tenerla llena de cosas hermosas, que de verdad podamos apreciar.

Una vida en 45 metros cúbicos

De lo estético a lo ético, la dictadura de lo útil invade cada vez más áreas de nuestra sociedad. Nuccio Ordine ha explicado bien lo imprescindible que es hacer cosas «que no dan ningún beneficio, no producen ganancias, pero sirven para alimentar la mente, el espíritu y evitar la deshumanización». También en el terreno material, poseer cosas que no utilizamos a menudo, pero que apreciamos, sirve como recordatorio de que en la vida hay cosas importantes que no son útiles, y que, de hecho, suelen ser las más importantes de todas.

Quedémonos con lo sano que pueda tener el minimalismo, con su invocación a la sobriedad y al orden, pero no nos pongamos a vaciar nuestra casa compulsivamente, porque es posible que, por el camino, nos deshagamos de cosas que hacen que la vida merece ser vivida. Cosas que nos recuerdan personas o momentos, que envejecieron con nosotros y que no merecen acabar en el basurero.

De modo que, respondiendo a la pregunta del inicio, no: no me siento culpable por tener 45 metros cúbicos de cosas que me gustan, de objetos que me hacen feliz y que espero que me acompañen muchos años. Lo relevante, creo, no es si tenemos mucho o poco, sino cómo lo tenemos, qué clase de relación tenemos con lo que nos rodea. No pidamos perdón a Marie Kondo por tener cosas innecesarias que nos ayudan a construir una vida buena.