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Empecemos por ambos extremos a la vez. Es una pena grande que el filósofo brasileño Olavo de Carvalho (1947) no sea más conocido en España y es una buena suerte que no sea más conocido en España. Por idéntica razón: muchísimas de sus ideas y un sinfín de sus argumentos tienen un inmenso interés y están escritos en una prosa directa y contundente como un mandoble. Ésas son dos razones —el interés y el mandoble— de que le acompañe la polémica más acerba. De modo que, si fuese más conocido en España, quizá nos perderíamos aún más sus ideas. Ahora las vemos en la lejanía; entonces no las oiríamos por el ruido.

De hecho, el primero que se tuvo que alejar fue él. Desde 2005 vive en Virginia, USA, perfectamente adaptado al entorno rural más arquetípicamente norteamericano. Salió del Brasil, porque el enorme país, un subcontinente, le daba, según sus propias palabras, claustrofobia. Quería decir, naturalmente, su ambiente cultural e ideológico.

Olavo, responsable del resurgimiento de la derecha brasileña

No ha vuelto, pero su influencia se deja sentir como nunca. Se le considera el responsable principal del resurgimiento de la nueva derecha brasileña. Ha tenido una importancia capital —que reconocen incluso sus más acérrimos enemigos— en el cambio de ambiente cultural y social que permitió la victoria de Jair Bolsonaro. El hijo de éste, Eduardo, declaró: «Sin Olavo, no habría un presidente Bolsonaro». Ése es un reconocimiento de dimensiones también subcontinentales. ¿Qué político de aquí reconocería a un filósofo —a cuál— una victoria electoral apabullante? A un filósofo, además, asediado, aislado y exiliado.

Póster de la película «O Jardim das Aflições», de Josias Teófilo

Ya no tanto. Olavo Luiz Pimentel de Carvalho ha recibido la Gran Cruz de la Orden de Rio Branco. Steve Bannon lo ha calificado como un «pensador trascendental». Su canal de YouTube es un fenómeno mediático y su cuenta de Twitter echa humo. En 2017 rodaron un documental protagonizado por él, titulado como su libro filosófico más profesional: El jardín de las aflicciones, dirigido por Josias Teófilo. La película ha tenido que hacer frente a una virulenta campaña en contra, que ha sorprendido [no sabemos si muy sinceramente] a su director, porque, según afirma, «lo más curioso es que, a pesar de la polémica, no es un documental político. Su originalidad consiste en que trata con seriedad de filosofía». Entre toma y toma de la película, el filósofo aconsejó el nombramiento de dos ministros del gobierno de Brasil, el de Exteriores y, además, el de Educación. Y encontró tiempo para tenérselas tiesas con Hamilton Morãu, el vicepresidente de Bolsonaro, que le parece tibio.

Aparte de la filosofía, tanta influencia política sería muy difícil de perdonar, si no fuese porque ya no le perdonaban sus escritos, que, a fin de cuentas, son los que aquí nos congregan. «Los ofendiditos que me disculpen, pero tener razón es mi profesión», ha dicho él, poniendo el dedo en la llaga. También le tienen que perdonar los académicos, porque el filósofo más famoso de Brasil no tiene ni un solo título formal. Ni siquiera su trayectoria de autodidacta es diáfana: ejerció de astrólogo [sic, no de astrónomo], se vinculó a una secta sufí y estuvo afiliado al Partido Comunista. De todo lo cual, se fue convirtiendo: hoy es un católico convencido y convincente, no guarda resabios musulmanes ni mucho menos y es un fiero anticomunista, tanto contra la versión clásica, como contra la gramsciana y, especialmente, contra la postmoderna o laclauniana o bolivariana.

La furia y el ruido que genera

Por todo lo apresuradamente resumido, se entiende el ruido y la furia que genera, pero hay que añadir que no viene todo del exterior ni del ajetreo de la política. Sus textos también provocan polémica en sí mismos por dos causas principales.

Primero, no tiene miedo a ser acusado de «conspiranoico» ni de resultarlo, si lo ve claro. Aunque, como él mismo subraya, le acusaron de inventarse la importancia del Foro de São Paulo y del Grupo de Puebla que hoy no niega nadie. Segundo, es un defensor acérrimo de la necesidad de replicar con dureza y en su mismo nivel a aquellos que ridiculizan a la derecha o a sus ideas: «Callarse ante el atacante deshonesto es una actitud tan suicida como intentar rebatir sus acusaciones en términos “elevados”, confiriéndole una dignidad que no tiene».

Por eso, a menudo insulta con la ferocidad (y el humor, ojo) de un desatado capitán Haddock: «La izquierda brasileña —toda ella— es una banda de bribones ambiciosos, amorales, amorfos, maquiavélicos, mentirosos y absolutamente incapaces de responder de sus actos ante el tribunal de una conciencia que no tienen». El talento del epigramista no se le puede negar: «Tampoco asombra que los socialistas, no entendiendo el capitalismo, traten de describirlo con la fisionomía hedionda del fascismo, que, por afinidad, entienden perfectamente». El azote también se vuelve contra la derecha más instalada: «los hombres de “la derecha” —digo “hombres” cum grano salis».

De sal gorda, desde luego. Pero esa fiereza suya responde a un claro impulso quijotesco y cristiano. Así lo explica: «No es un discípulo de Jesús aquel que, viendo que abofetean a su hermano, se apresura a adular al agresor ofreciéndole la otra mejilla de la víctima».

Tampoco cabe negar que su amor por la moderación es muy moderado: «Al final, sólo necesita ostentar moderación quien se avergüenza de su propia opinión hasta el punto de admitir, cabizbajo y sumiso, que sólo vale un poco si se la administra en dosis moderadas. En dosis moderadas, hijito, hasta la estricnina vale alguna cosa. Sólo lo que es indiscutible bueno, como la inteligencia, la belleza, la santidad o la salud, vale tanto más cuanto mayor sea la dosis». En definitiva, como advierte su prologuista y antólogo, Felipe Moura Brasil, «Carvalho no es para pusilánimes».

El escritor y filósofo brasileño Olavo de Carvalho. Fotografía: Mauro Ventura

Hay que leerle, pues, con mucho tiento, sin darle un cheque en blanco, pero atentos a los finos —como estoques— conceptos que ofrece entre hachazo y hachazo. Y siempre a su prosa, que es (en el golpe y en el tino) perennemente plástica, musical, de un enorme poder encantatorio. Esa atención y ese cuidado tan necesarios explican por qué creo que es una suerte buenísima la mala fortuna de tenerlo tan lejos y aún sin traducir. Su voz tiene potencia para llegarnos a través de un océano y dos idiomas y nosotros podemos leerlo así más sopesadamente y citarlo con fruición sin que nos lo echen en cara. Permítanme incluso una maldad: quizá del mismo modo su exilio norteamericano haya favorecido su actual recepción en Brasil.

La defensa de la realidad

¿Y dónde leerle? El citado Felipe Moura Brasil (Rio de Janeiro, 1981) ha reunido 193 artículos ordenados por temas del filósofo em un libro de título impagable: Lo mínimo que usted necesita saber para no ser un imbécil, 2013; aún sin traducir. Ahí Olavo de Carvalho brilla en todo su esplendor…, y con todas sus deflagraciones.

A veces el encontronazo del lector con Carvalho es frontal, como advierte su prologuista: «Usted viene con un reflejo condicionado; él viene con un tratamiento de choque». Ese tratamiento suele tener el tamaño de la realidad que él pone ante nuestras narices o un poco más cerca, en nuestras narices, incluso.  Recupera «el don de razonar desde la experiencia directa, que —como afirma—, a lo largo de la modernidad fue rechazado por los filósofos y sólo encontró refugio entre los poetas y los novelistas». Su defensa de la realidad recuerda a la del Chesterton dispuesto a desenvainar la espada para sostener que la hierba es verde. Olavo constata que en «Brasil se puede decir dos más dos son cinco, siete o nueve y medio, sí, pero, si dice que son cuatro, se observa en los ojos que te rodean el fuego del resentimiento o el hielo del desprecio».

Partiendo de ese amor a la realidad, la grandeza de Olavo de Carvalho estriba no en repetir las verdades consabidas contra las maniobras de acallarlas —lo que ya es un mérito a estas alturas—, sino en descubrirnos aspectos de la realidad nuevos. Destaca su especial atención a la batalla gramsciana de las ideas («Los sinvergüenzas pequeños se aprovechan de la idiotez ajena. Pero los grandes la fabrican») y a los juegos postmodernos con el lenguaje: «Nadie, hoy en día se puede decir que es un ciudadano libre y responsable, capaz de votar y discutir como un adulto, si no está informado de las técnicas de manipulación del lenguaje y la conciencia, que ciertas fuerzas políticas utilizan para engañarlo, en un ataque mortal a la democracia y la libertad».

Llama la atención sobre cambios tan sutiles como trascendentales que pueden estar pasándonos desapercibidos, como este «mecanismo de inversión revolucionaria: para que usted tenga fama de provocar odio no hace falta que odie a nadie, basta con que le odien».

Evitar la victoria del mal

Frente a todo, Olavo confía profundamente en «el poder curativo de la cultura superior», aunque teme que se esté olvidando. Él mismo se compara a «un médico que, habiendo prescrito un medicamento de emergencia, encuentra la receta olvidada en un rincón de la habitación donde la familia rinde su último homenaje al cadáver del paciente. No me siento —afirma— un genio incomprendido, no me tengo lástima: me compadezco de aquellos a quienes he dejado la ayuda de mi conocimiento y que sólo se han aprovechado de él como un deslumbramiento fugaz. No entendieron que yo no quería sus aplausos, sino su salvación».

Por eso, cuando propone «un programa nacional de rescate de las inteligencias», está dándole un título a su vocación intelectual y política. Olavo de Carvalho demuestra una euforizante fe en la razón, en el sentido común y en la defensa a pecho descubierto de las ideas. «La ignorancia voluntaria ya es la victoria del mal», clama. E insiste: «La idiotez, la cobardía y la pereza tienen sus límites: superado cierto punto, se convierten en la modalidad más refinada y sutil de la felonía». Y añade un argumento más, impecable, para leer y estudiar: «Es humanamente bobo empeñarse en aprender de la propia experiencia, cuando estamos dotados de un razonamiento lógico precisamente para poder reducir la cantidad de experiencia necesaria para aprender».

El escritor y filósofo brasileño Olavo de Carvalho. Fotografía: Mauro Ventura

Se le ha comparado con sir Roger Scruton por edad, por la fundamentación filosófica de la que hace gala en su trabajo periodístico, por la influencia profunda en el pensamiento y en la política conservadora de sus respectivos países, por la diversidad asombrosa de sus campos de estudio y de interés. También, claro, por la combatividad. Roger Scruton escribió un libro titulado: Tontos, fraudes y agitadores. Los pensadores de la nueva izquierda, 2015; Olavo de Carvalho llamó al suyo dedicado al mismo gremio: El imbécil colectivo. Actualidades inculturales brasileñas, 1996. Con todo, las comparaciones son pantanosas y más entre un brasileño (pasional, sarcástico, atrabiliario) y un inglés (flemático, irónico, valerosamente prudente). Yo preferiría terminar mi nota no con el suspiro de esa comparación sutil, sino con una explosión. Apostando que lo que mejor le describe es la imagen que alguien aplicó a nuestro don Miguel de Unamuno: Olavo de Carvalho es un arsenal de ideas. Un arsenal de ideas las sus espoletas montadas y armadas.