¿Entretenidos con el recuento de votos en Estados Unidos? Solo es el último eslabón de una larguísima historia que arranca a finales del siglo XVIII: la historia de los inquilinos de la Casa Blanca y, también, la crónica, la aventura, la epopeya de un pueblo, de un país, de un imperio. Imperio, sí. Que si no, el siempre riguroso, además de ameno, Pedro Fernández Barbadillo no habría titulado su último libro “Los césares del imperio americano” (Bibliotheca Homo Legens).
Lo escribes en tu libro: “En Estados Unidos, nada sucede ya por primera vez”. Desde luego, el populismo. Trump no ha sido su primer representante en la Casa Blanca.
Si por populista entendemos a un político considerado a sí mismo defensor de los pobres y de los oprimidos frente a los oligarcas y los plutócratas, entonces Trump no es el primero, efectivamente. Reagan prometió drenar la ciénaga de Washington.
Y antes que Reagan y Trump, ¿a quién le otorgamos la primacía del populismo?
A Thomas Jefferson, quizás. Para él, lo ideal era que la nueva república la formaran pequeñas comunidades de propietarios -agricultores y campesinos, sobre todo- en régimen casi de autarquía, frente a las élites comerciales e industriales de la costa. Como Trump, era millonario.
Otro populista de manual: Andrew Jackson.
Que se presentaba como un no-político, como un defensor del pueblo, la pequeña industria y los artesanos locales frente a la llamada dinastía virginiana y su red clientelar deseosa de abrir el país al comercio exterior.
Más: los Roosevelt.
Theodore y Franklin. El primero presumía de haber desmontado los incipientes trusts: el del petróleo, la minería, los trenes, la carne, las farmaceúticas… El segundo llegó a afirmar que los fat cats -los peces gordos de los negocios- eran más peligrosos que los gánster.
En su discurso de despedida, Eisenhower señala otro enemigo poderoso del pueblo: el complejo militar-industrial.
Un entramado que, según él, embarcaba a Estados Unidos en guerras interminables. Obama denunció algo parecido; ahora bien, es el presidente que más bombardeos ha ordenado durante su mandato.
Y eso que le dieron el premio Nobel de la Paz antes casi de tomar posesión. Trump, en cambio, nunca lo ganará.
A pesar de ser el primer presidente en años que no lanza una intervención militar en el extranjero. Como Trump mismo ha dicho, los soldados están con él, no así los generales. De nuevo, el complejo militar-industrial.
Trump, sin embargo, ha ido más allá que Eisenhower en su denuncia, al señalar al Deep State, una suerte de Estado dentro del Estado.
El New York Times publicó una tribuna de alguien no identificado que decía ser funcionario y trabajar en coordinación con otros para sabotear la administración Trump. “Por el bien del país”, venía a decir. Vamos a ver, señor anónimo: ¿usted a quién sirve y a cambio de qué? ¿No habíamos quedado en que desde finales del XVIII los norteamericanos eligen a su presidente y este tiene derecho a aplicar la política que considere, que para eso le han votado?
Cuéntaselo al New York Times.
¡La biblia del periodismo publicando artículos de opinión sin firma con llamamientos al boicot a un presidente elegido democráticamente!
¿Por qué la izquierda le detesta tanto?
Porque cumple sus promesas. Y eso no se lo perdona. Trump dijo que elegiría jueces pro-vida para el Tribunal Supremo y ha cumplido. Igualmente ha cumplido con bajar impuestos, eliminar regulaciones, renegociar tratados y, por supuesto, retirar tropas y acabar con guerras. Como ves, un mal ejemplo para los votantes: ¡a ver si van a acostumbrarse a políticos fieles a sus promesas!
El cumplimiento del programa electoral presupone una cualidad de la que andan sobrados los presidentes de los Estados Unidos: seguridad en sí mismos.
Es que Estados Unidos no es un país cualquiera. Es la tierra de los libres, el hogar de los valientes, como dice su himno. El presidente no puede ser un débil.
¿Y el vicepresidente?
¡Ah, el vicepresidente! Su Nimiedad el vicepresidente. Es un puesto con tan poco poder, con tan poca visibilidad, que nadie ha intentado matar nunca a un vicepresidente. La Constitución le reserva dos funciones: sustituir al presidente en caso de destitución, incapacidad o fallecimiento (se dice que su sola presencia le recuerda al presidente que es mortal), y presidir el Senado.
Un puesto complicado.
Dan Quayle, vicepresidente de Bush padre, lo definió muy bien: “Te paga el Senado, no la presidencia. Y cumples la agenda del presidente, no la tuya. Discreparás de vez en cuando, pero saludas y cumples las órdenes lo mejor que puedes. No es el trabajo más sencillo del mundo”.
Sin embargo, en las últimas décadas, esas dos funciones constitucionales se han enriquecido con un tercer elemento deseable.
Digamos que la vicepresidencia se ha convertido en una sitting chair, en un puesto de espera.
Ahí tenemos a Mike Pence y, más interesante todavía, Kamala Harris. Y digo “interesante” porque la demócrata es la prueba de que elementos tradicionales en la carrera presidencial como la edad, la experiencia y el estado de origen están siendo preteridos por la raza, el sexo y el relato de la vida.
Es asombroso. A Kamala Harris la han presentado como un ejemplo de mujer afroamericana luchadora. ¡Y ni siquiera es afroamericana! Su padre era de Jamaica y su madre de la India.
¿Y luchadora? ¿Es una mujer luchadora?
No en el sentido que pretenden darle al término. No estamos ante una de esas madres solteras, con tres hijos de tres padres distintos, vecina de un suburbio degradado, trabajadora 14 horas en un Walmart o un McDonald’s y que, contra todo pronóstico, logra salir adelante. Kamala Harris es hija de un padre profesor de universidad y una madre investigadora científica.
Ella misma es graduada en Derecho por una buena universidad.
No lo ha tenido tan difícil como lo pintan, igual que Hillary Clinton, abogada por Yale.
La fabricación urgente de biografías viene de antiguo.
La invocación a la cabaña de troncos –log cabin– llegó a ser tan popular que un senador confesó avergonzarse por no haber nacido en una de ellas, aunque añadió que al menos su hermano y su hermana mayores sí lo habían hecho.
Uno que no precisaba de añadidos biográficos embellecedores fue Andrew Jackson.
Fue el primer candidato humilde en llegar a la Casa Blanca. Él sí nació en una log cabin.
Otros vinieron al mundo en mansiones enormes, repletas de personal de servicio. JFK, por ejemplo.
De Kennedy se cuenta una anécdota divertidísima: que se enteró de lo que había sido la Gran Depresión estudiándola en Harvard.
Hoy, haber sido presidente de los Estados Unidos, incluso candidato derrotado, es sinónimo de no volver a pasar estreches económicas (en caso de que alguna vez se hayan sufrido).
El último que pasó necesidad al dejar la Casa Blanca fue Truman, en 1935. Viajó con su mujer hasta Independence, en Missouri -solos los dos en tren, sin ningún miembro del servicio secreto escoltándolos- y se instalaron en casa de la familia de ella, con la pensión de veterano de la Gran Guerra de él como único ingreso: 112 dólares al mes.
Las sospechas por corrupción que le acompañaron durante su mandato se esfumaron.
Tras abandonar la presidencia, Truman rechazó aceptar regalos, asistir a fiestas, dar conferencias, incluso hacer publicidad, como le ofreció un empresario inmobiliario.
Tanta probidad por poco le lleva a pedir por las esquinas.
Eso no podía ser. ¡Había sido presidente de los Estados Unidos! Por eso el Congreso -entonces de mayoría republicana- aprobó una pensión de 250.000 dólares anuales para los ex presidentes. El primero que la pidió fue Herbert Hoover.
No es que la necesitara.
Era millonario. La pidió para hacerle un favor a su amigo Truman, para que no pareciera que la pensión se había aprobado para ayudarle.
A partir de Truman, todos los presidentes la han solicitado, y sin renunciar a sustanciosos emolumentos adicionales.
Hay una excepción: Jimmy Carter. No es que viva pobremente, como Truman, pero sí con modestia, en su pueblo natal, Plains (Georgia), en la casa que construyó su padre, valorada en menos dinero que su coche oficial.
No hay coche en el mundo que valga lo que la casa de los Obama, la segunda más cara de su vecindario, después de la de Jeff Bezos: 8 millones de dólares.
Los Obama ya disponían de dinero antes de entrar en la política. Al menos, no tenían problemas para contratar a una canguro. Súmale la pensión de 200.000 dólares anuales, los anticipos editoriales de 65 millones de dólares por escribir sus memorias y, cómo no, las conferencias. Las conferencias, por cierto, las puso de moda Gerald Ford, sucesor de Nixon.
Otro republicano que hizo caja fue Reagan.
Llegó a cobrar 200.000 dólares por conferencia, con una duración como la de sus discursos de toma de posesión y despedida, o sea, 20 minutos.
200.000 dólares son calderilla en comparación con los honorarios de Bill Clinton.
Un periódico de Nigeria -¡Nigeria!- le pagó varios años seguidos 700.000 dólares por conferencia. Su mujer, por la fecha secretaria de Estado, elogiaba mucho por entonces al presidente del país, por su compromiso con los derechos humanos. Cuando dejaron de contratar a su marido, Hillary empezó a criticar al mandatario. Por lo visto, ya no estaba tan comprometido con la democracia. La verdad, nos ponen muy difícil no ser malpensados.
Más difícil todavía nos ponen contratar a la señora Clinton para una ponencia.
250.000 dólares. Eso le pagaron bancos de inversión como Goldman Sachs o JP Morgan. Bernie Sanders, su rival en las primarias de 2016, le pidió que desvelara el contenido de los discursos pronunciados allí. Por ese precio, decía Sanders, debían de ser sublimes piezas de oratoria. Ella replicó que no podía, que eran propiedad de quien los había pagado.
Hillary se vengaría cumplidamente del socarrón Sanders.
El aparato del Partido Demócrata, que apoyaba a los Clinton, dio instrucciones de manipular los caucus de Iowa y otras votaciones en distintos estados para favorecer a Hillary y perjudicar a Sanders.
Al final, quien más quien menos, todos tienen un Watergate en el armario, y no solo Nixon.
¡Hasta Johnson! En la campaña del 68, la que enfrentó a Richard Nixon y Hubert Humphrey, Johnson, todavía presidente, anunció, a pocos días de las elecciones, unas negociaciones de paz con Vietnam del Norte; pretendía favorecer al que era su vicepresidente, Humphrey.
Johnson no contaba con que Nixon era igual de trapacero que él.
A través de madame Chennault, periodista china viuda de un general estadounidense, Nixon hizo llegar un mensaje a los sudvietnamitas: si se oponían públicamente al plan de Johnson, obtendrían mejores condiciones con él, en caso de ser elegido presidente. Johnson tuvo noticia del sabotaje porque había dado orden al FBI de pinchar los teléfonos de la embajada de Vietnam del Sur. Pero, claro, no podía hacer pública la maniobra sin acusarse a sí mismo de espionaje.
Otros a los que les pirraban las operaciones encubiertas eran los Kennedy, Jack y Bobby.
Y Franklin Delano Roosevelt. Disfrutaba muchísimo con los dosieres que el gran villano del FBI, Edgar Hoover, le pasaba sobre sus adversarios políticos, tanto del Partido Republicano como del suyo, el Demócrata.
Contra el enemigo, vale todo, más si es en campaña, y mejor aún a pocos días de la votación.
Son las llamadas sorpresas de octubre: acontecimientos, noticias o sucesos de última hora capaces de dar la vuelta a una campaña electoral. Todos los candidatos las temen.
Y, sin embargo, en dos siglos largos ninguna sorpresa ha impedido que, cada cuatro años, el pueblo estadounidense se de cita en las urnas.
Lo que prueba lo magnífico que es el sistema político norteamericano, que lleva eligiendo presidentes, de manera ininterrumpida, desde finales del XVIII, haya guerras, haya pandemias, y, en ocasiones, dando como vencedor al candidato con todas las de perder.