En el vibrante vídeo de lanzamiento de Centinela, se incluye la poesía como uno de los pilares de la revista, con un firme propósito de becqueriana rebeldía: «No resignarnos a que las máquinas sustituyan a la poesía». Si añadimos el arranque homérico, cuando habla de «las epopeyas que durante siglos hicieron soñar a los hombres», y sumamos la búsqueda juaramoniana de «el nombre exacto de las cosas», tenemos tres menciones, tres, a la poesía en la concentrada exposición de motivos de una revista de pensamiento social y político.
Naturalmente, hace muy bien Centinela. François-Xavier Bellamy ha concluido en su brillante ensayo Permanecer (Encuentro, 2019) que «Puede parecer sorprendente que señalemos a la literatura como una respuesta a los problemas concretos de los que hemos hablado en estas páginas, porque la actitud poética es percibida generalmente como desprovista de efecto, incapaz de tener una eficacia material […] Mejor que todos los argumentos racionales, la literatura pone en jaque al relativismo al demostrar que el sentido de las palabras se encuentra en la constancia de la verdad que ellas tocan». Por tanto, «un primer acto de resistencia consiste en volver a conectar con el lenguaje, en proteger el poder semántico de las palabras. […] Tenemos que recuperar juntos el sentido de lo real y para eso tenemos que recuperar juntos el sentido de las palabras. Esto es tanto como decir, y no hay nada de abstracto en ello, que la verdadera urgencia política es, en realidad, poética».
La cita es larga, pero es una demostración corta y clara (aunque también podríamos citar a George Orwell y a Adriano Erriguel) de que la poesía está en primera línea, como sugirió el editorialista de Centinela. Su célebre torre de marfil es hoy la torre albarrana en la defensa de muchos de los mejores valores y principios occidentales.
Eso podemos tenerlo claro, sí, pero después, en la práctica, nos metemos en la melé política e incluso politóloga y no hay manera de levantar la vista para seguir la poesía auténtica, la contemporánea, la que se escribe. Quizá por eso estemos tan mal. Pero no será el caso, porque aquí venimos a hablar de un poemario contante y sonante.
Sin afirmar jamás que la intención de Carlos Javier Morales (Santa Cruz de Tenerife, 1967), el autor de El corazón y el mar (Adonáis, 2020), haya sido hacer política ni guerra cultural ni siquiera dejarse caer en ningún sentido ideológico. Pasa, sencillamente, que cuando la poesía es buena y verdadera, además de hermosa, como es el caso, cae por su propio peso en el sentido que afirmaban Orwell, Erriguel, Bellamy y el vídeo de Centinela. Y esa lectura es la que aquí vamos a hacer, sin despegarnos un milímetro de sus versos, aunque pueden hacerse otras más metafísicas o sentimentales.
Para empezar, Carlos Javier Morales parte de la importancia de la palabra, del ritmo y de la sintaxis. Los trata con un cuidado exquisito. No es poca cosa porque la cuestión verbal y semántica está en el centro de la mayoría de las grandes discusiones sociales, como hemos visto. Carlos Javier Morales se niega muy significativamente en el poema inicial del libro a ser «un insensato; más aún:/ un zafio, un mentiroso» como lo sería si usase «injustas palabras» para intentar ocultar el Universo. Va a contracorriente de nuestro tiempo.
Además, su poemario es un profundo canto de amor a su tierra de origen. No olvidemos que sir Roger Scruton establecía una línea divisoria de la política actual entre los que amaban su lugar de origen y los que lo odiaban, siguiendo la diferencia establecida por David Goodhart entre los Somewheres y los Anywheres. La oikofilia es la raíz de todo pensamiento conservador. Morales, que ya decimos que no hace política, no deja de escribir a su tierra con pasión:
[…]
mis calles insulares,
con principio y sin fin,
con una historia cada una
que comienza muy cerca y que termina
donde nunca se sabe.
¿Fui yo quien dijo que la vida es corta,
que el tiempo corre más que los semáforos,
calles de Santa Cruz,
calles de siempre?
La razón de este amor a la tierra tiene raíces burkeanas: «¿Desde dónde me pide cada día/ que no me aparte nunca/ del sol de mis abuelos, bisabuelos,/ de los tatarabuelos que pisaron/ estos metros cuadrados donde vivo,/ que bebieron/ en esta misma fuente de mi agua?» Y, aunque parezca mentira, el poeta todavía es capaz de ir más hondo: «Isla mía,/ que guardas ya en tu vientre/ los cuerpos de mis padres / hasta el día futuro». Por eso afirma: «hoy ya no tengo miedo de perderme / entre los mil senderos de montaña». También ha dejado de tener ganas de marcharse, como tuvo antes.
Del paisaje, el amor pasa a la comunidad: «la unión no estuvo nunca en el pasado: / la unión es comunión cuando se vive/ un destino común que no termina», que se concreta en unos alumnos que se irán a final de curso, pero que están unidos al poeta-profesor: «¿Acaso no volamos todos juntos/ en un único vuelo». Ese puñado de poemas sobre la vocación docente hablan, sin falsas edulcoraciones, de una llamada a la transmisión paralela a la de la sangre y la de la tierra. La solidaridad ascensional es constante en el libro y rompe, a ratos, en pura canción que trae al recuerdo al más encendido Claudio Rodríguez: «¡A la rama más alta,/ a la más alta,/ a la que nunca/ podré llegar yo solo!»
Al fin hay un abandono en la exaltación que permite al poeta, dueño de sus recursos rítmicos y retóricos, abandonarse de cuando en cuando en una emocionada sencillez, seguro de que la poesía le sostendrá:
SALIDA
Aquella tarde nuestro amigo,
como otras muchas tardes de su vida,
sintió que le dolía el corazón
y fue a curarse al mar,
su mar de siempre.
La aparición de la trascendencia se produce en este poemario con toda naturalidad y mística vivida: «¡Oh mar, mar de mi isla, que puedes transportarme/ desde el hermoso pueblo de mis padres/ a donde yo no sé!». El tiempo se transfigura, la rosa y las rosas, el mar…, y cruzan el poemario las sombras de Dante, de Eliot, de Juan Ramón, pero sin imitaciones ni imposturas. El lector encuentra una poesía española, plenamente de nuestro tiempo, que dialoga con toda naturalidad con los grandes maestros y que no rehúye los grandes temas. No podría haberla hecho ni por asomo una máquina.
Nos referíamos a Edmund Burke cuando Carlos Javier Morales estableció una comunidad activa con sus muertos en su tierra; pero, como Burke, el poeta no se limita a mirar atrás. También piensa en el futuro. No sólo en sus alumnos ni en los hijos que no tiene, sino en el encuentro con aquellos con los que vivió. El libro trata con inusitada elegancia pudorosa el tema (tan poético) de la resurrección, muy presente en un segundo plano. A su primo Jacobo, fallecido, le dice para terminar (¿terminar?) el libro: