Estrenada hace 80 años, en plena Segunda Guerra Mundial, Bambi ha hecho llorar a varias generaciones de espectadores. Muchos creen que la producción de Disney fue el inicio de una poderosa ola animalista que modificó de un modo irreversible nuestra percepción del mundo salvaje. Pero la historia, sobre todo si nos aproximamos a la novela de Felix Salten (1869-1945) que inspiró la película, es mucho más compleja y rica en matices. ¿Tiene Bambi la culpa de lo que vino después?
La noticia tuvo lugar en Misuri en 2018, y sirvió entonces al recordado David Gistau para escribir una de sus redondas columnas. Un tal David Berry Jr. fue detenido por caza furtiva: daba muerte a venados sin licencia, se llevaba las cabezas y dejaba que los cuerpos se pudrieran en el bosque. Lo llamativo del caso fue la condena: además de pasar un año en la cárcel, el juez determinó, como parte de su castigo, que tendría que ver Bambi una vez al mes. La historia parece reforzar una percepción común: que la producción de Disney es, ante todo, una herramienta de propaganda anti-cinegética, destinada a cambiar nuestra percepción de la vida silvestre al humanizar a los animales.
Pero la realidad es más compleja, y para entenderla conviene remontarse a la novela que inspiró la película: Bambi, una vida en el bosque, publicada en 1923. Su autor, nacido en Pest y criado en Viena —es decir, plenamente austro-húngaro—, bautizado con el sonoro nombre de Siegmund Salzmann (aunque luego sería conocido como Felix Salten), participó en el movimiento vanguardista de la Joven Viena, que nació al calor de los cafés y los cabarés de la ciudad de los valses. De origen judío —no es una mera anécdota, luego veremos por qué—, autor de guiones de cine y de libretos de ópera, ha quedado encasillado erróneamente como un autor infantil por el éxito de su libro más conocido.
“Ajenos a la naturaleza”
Digo erróneamente no solo porque también escribió otras cosas más adultas, que lo hizo, incluso literatura erótica con pseudónimo, sino también porque su Bambi, en realidad, tiene poco de infantil, como descubrí en cuanto lo encontré en una librería de lance en la vieja edición de Austral. La historia de un corzo europeo —no un ciervo americano, como en la gran pantalla— que descubre su pequeño mundo está contada con la precisión de un buen reportero, incluyendo en sus páginas los detalles de la conducta animal que más los alejan de la vida humana.
Salten mira el bosque a través los ojos de su protagonista, que nunca se comporta como un hombre, sino como un corzo —por ejemplo, ignora a sus crías como lo hacen los machos de su especie, y solo busca a su amada cuando lo marca el reloj de su instinto—. El libro refleja un ecosistema tan bello como a menudo feroz. Un entorno en el que sus habitantes interactúan, compiten, se atacan, se comen y se aparean, como ocurre en la naturaleza. Un espacio rigurosamente jerárquico, nada igualitario, casi una monarquía absoluta de los bosques. Y lo describe con una extraordinaria sensibilidad literaria, capaz de emocionar al lector sin trucos de prestidigitador.
El propio Felix Salten, por cierto, era un consumado cazador, como esos seres míticos que se adentran en el bosque cargados con un “tubo del trueno”. La inspiración para el libro, de hecho, le llegó durante una batida cerca de su chalet de la Cottageviertel vienesa. Él mismo respondió a quienes malinterpretan su historia: «Muchos amantes de la naturaleza son en realidad ajenos a la naturaleza. No tienen ni idea de la violencia que se produce a diario en ella». No suena precisamente como un activista de la Ley de Bienestar Animal.
Salten no era un fabulista
Entonces, si no pretendía atacar a los cazadores, ¿qué quiso decirnos Salten con su historia de la vida en el bosque? En vista del origen de su autor, muchos han querido ver una alegoría sobre la persecución —la cacería— de los judíos en Europa. Pero ni el momento en el que se publicó, 1923, ni el resto de las obras de su autor parecen apuntar hacia esa tesis. Sí se puede intuir el origen hebreo del autor en el temor reverencial con el que los corzos ven al ser humano, al que se refieren solo como “Él”, sin atreverse a ponerle nombre. Esa extraña criatura que les aterroriza y les fascina, que saben distinta y superior.
Salten no es Esopo, La Fontaine ni Samaniego: no usa a sus animales como marionetas para transmitir una moraleja a los humanos. Hay lecturas humanas, claro, pero no son evidentes: Salten nos habla sobre nosotros —sobre nuestra relación con los otros, y sobre nuestra relación con lo sagrado, con ese “Otro” que está por encima de “Él”, y sobre la madurez, la autoridad o la lealtad— de una forma tan poderosa como sutil.
Esa riqueza, evidentemente, se diluye un poco en la película, pero también nos equivocaremos si la vemos como un simple cuento para niños. Walt Disney admiraba profundamente la obra de Salten y no descansó hasta llevarla a la pantalla, venciendo el escepticismo de muchos. (Anécdota: dicen que el contacto entre ambos lo hizo Billy Wilder, quien conocía a Salten por su faceta de guionista). Para convertir la novela, con su carga lírica y filosófica, en una película de dos horas que pudiera gustar al público infantil, los guionistas tuvieron que podarla, hacer algunos personajes más simpáticos y darle a todo cierto un barniz antropocéntrico.
El sentido del asombro
Pese a estos inevitables ajustes, e incluso vista con los ojos de hoy, la película que ahora celebra ocho décadas resulta extraordinariamente valiente y cruda. Sería injusto reducirla a un alegato de sal gorda contra la caza. Bambi muestra el bosque como un mundo complejo, y a los animales como seres que merecen respeto y no crueldad, pero nunca como iguales al hombre. En cuanto a la famosa escena de la muerte de la madre del protagonista a manos de un cazador —no creo que nadie se lo tome como spoiler a estas alturas—, es más una enseñanza sobre las inevitables tragedias de la vida que un dedo acusador hacia el hombre que aprieta el gatillo.
Ante todo, Bambi —en libro o en película— educa nuestro sentido del asombro, como diría muchas décadas después Rachel Carson: nuestra habilidad para mirar con otros ojos un espacio cercano pero diferente, rico y misterioso. De la historia se pueden extraer lecciones de sano ecologismo: conocer la grandeza de lo natural es el primer camino para querer preservarlo. Pero no del ecologismo de pancarta, desarraigado de la vida del mundo rural, que muchos quieren hoy convertir en dogma.
No seamos injustos con Salten, ni con Disney: la culpa de lo que ha venido después no fue del bueno de Bambi, ese cervatillo al que todos miramos con simpatía y compasión, hasta los tipos más duros. Ochenta años después, podemos volver a ver la película de Disney —o, mejor todavía, a leer la novela de Salten, que cumple un siglo en 2023— con ojos de niño, admirándonos ante ese fresco de la vida en el bosque, sin sentir luego remordimientos cuando veamos en el plato un medallón de corzo con frutos rojos. Porque si algo nos enseñó su trama es que la naturaleza es hermosa, dura y temible, no un juego de Playmobil, y que ante ella no podemos ser nunca crueles, pero tampoco debemos ser ingenuos.